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Maradona repitió cuatro veces por TV, el jueves a la noche, “así como está, Riquelme no me sirve”. El que entiende un poco de fútbol entiende de paso que, así como está, Riquelme no le sirve a la Selección. Pero el que comprende un poco de códigos, sabe también que esas cosas se dicen mano a mano, café de por medio, y no por televisión.

Riquelme entiende el fútbol como pocos en el ámbito local, pero no es un muchacho fácil. Está acostumbrado a hacer valer su deseo, a que pese su voluntad, su encaprichado entusiasmo por momentos. Su visión del fútbol, de lo que es preciso jugar para ganar los partidos, no es estrictamente la que está pregonando Diego, en especial después de la victoria contra Francia, una versión bajita y vertiginosa –a caballo de los bajitos– que presione y resuelva. Una versión de ataque dinámico, con menos pausa.

Maradona considera que la estrella es el Seleccionado. Pero quiere darle su completa impronta. Y si el equipo precisa una estrella, allí está él para devolver los reflejos, para absorber la presión. Carga con su mensaje lindante en lo místico.

Riquelme se acostumbró a manejar a Boca desde adentro de la cancha. Y se siente muy influyente también fuera del campo. Molesto con el espantoso viaje diagramado por Carlos Bianchi para trasladarse a Venezuela en la disputa de la Libertadores, la semana pasada, eligió quedarse fuera el domingo contra Independiente. Y ahora, molesto con causa, rompe el juguete. Basile supo arreglarlo dos años atrás; ahora, con 30 años, a un paso de Sudáfrica 2010, parecen agotadas para el jugador las instancias de un regreso más o menos digno.

La puja entre Maradona y Riquelme no es reciente. Pero esta escalada termina de instalar en pleno corazón de la Selección un duelo de egos que no conduce a nada. Una pulseada de ambiciones tristemente transformada en el enésimo conflicto de un equipo que, todavía, no hizo su debut oficial, por los puntos.