Lunes, 21 de julio de 2008 | Hoy
DIALOGOS › ITZHAK LEVAV, INVESTIGADOR EN SALUD MENTAL
Estudió el impacto en la salud mental de poblaciones que sufrieron guerras o el terrorismo de Estado. Investigó los efectos del Holocausto en los hijos de los sobrevivientes. El psiquiatra Itzhak Levav es otro argentino que tiende puentes pacíficos entre israelíes y palestinos. Aquí, sus reflexiones.
Por Pedro Lipcovich
–Cuéntenos de su participación en actividades conjuntas entre investigadores israelíes y palestinos.
–La situación que afecta a las poblaciones palestina e israelí es lo que en inglés se llama an intractable conflict, un conflicto intratable, una nuez difícil de cascar. Los observadores externos no suelen saber que este conflicto data de por lo menos cien años, que las dos partes tienen razón y que las dos, para poder vivir, tendrán que hacer renuncias. Digamos, en el idioma que suelen usar los psicólogos de Buenos Aires, que deberán admitir las pérdidas: los israelíes habrán de admitir la pérdida de los territorios ocupados, que les dan una falsa seguridad; los palestinos deberán admitir que ya no pueden tener todo el territorio que tenían antes de la partición, en 1947, y de la guerra de 1948. Pero hay que saber que, no obstante ese conflicto tan cruel, en ciertas áreas de ambas sociedades hay relaciones estrechas; a mí mismo, aunque participo de ellas, a veces me resultan incomprensibles.
–¿En qué áreas en especial?
–Parecería que la ciencia y también el comercio son idiomas universales. He conocido comerciantes, tanto israelíes como palestinos, que proseguían sus relaciones de negocios aun en la época más difícil de la segunda Intifada, cuando Israel bombardeaba y los palestinos ponían bombas. Y los científicos siempre necesitan comunicarse, hacen congresos, publican, necesitan saber qué hace el otro. Por mi parte, participo en proyectos conjuntos en el ámbito de la salud. Uno de ellos es la revista Bridges, dedicada a la salud pública, que se publica desde hace cuatro años bajo los auspicios de la oficina de la OMS para Cisjordania y Gaza. Somos cuatro editores, dos israelíes y dos palestinos, con un consejo consultivo de 22 miembros, 11 por cada comunidad. En 2004, todavía bajo la Intifada, pudimos redactar en conjunto la declaración de principios de la revista, que reflejaba nuestro propósito de establecer un diálogo pese al conflicto pero sin dejar de aludir a él; todos los números de la revista hacen referencia al conflicto.
–¿Ha habido autores que se negaran a colaborar?
–Desde el lado israelí, no sucedió hasta ahora que algún autor rechazara participar en la revista; del lado palestino, ciertas universidades, como la de Nablus, se niegan a participar, entendiendo que hacerlo implicaría aceptar una normalidad bajo la ocupación. Otras universidades palestinas, como la de Jerusalén y la de Belén, consideran que no hay que despreciar ningún medio y que su participación puede contribuir a señalar los impactos negativos de la ocupación.
–¿Hay acciones conjuntas en salud mental?
–Desde antes de la última Intifada se sostienen actividades de colaboración entre israelíes y palestinos, incluso en Gaza. Uno de estos programas es el Cherish (Child Rehabilitagion Initiative for Safety and Hope), que procura enfrentar las secuelas psicológicas de la violencia en chicos palestinos e israelíes. Una particularidad de este proyecto es destacar la simetría entre los participantes israelíes y palestinos. El desarrollo científico israelí, más evidente que el palestino, conlleva el riesgo de una especie de colonialismo: nosotros sabemos más que ustedes, nosotros les damos más. Este proyecto es respetuoso de las diferencias y los participantes israelíes comunican que han aprendido mucho de cómo los palestinos, con muy pocos recursos, solucionan problemas: es muy útil entender cómo una sociedad tan pauperizada encuentra elementos para enfrentar el estrés producido por el conflicto.
–¿Cómo impacta el conflicto en la salud mental de las poblaciones?
–Hay varios estudios cuyos resultados convergen. En la época más álgida de la Intifada, investigadores de altísimo nivel internacional en estrés de guerra hicieron una investigación que, para su propia sorpresa, encontró una tasa de trastornos muy limitada. Por nuestra parte, desde el Ministerio de Salud israelí hicimos un estudio de 5000 personas de la comunidad: 3500 judíos y 1500 árabes israelíes: la frecuencia de síndromes de estrés postraumático no superaba la que en la misma época mostraban países europeos donde no había guerra. El tercer estudio se efectuó en Jerusalén durante la Intifada: era una época durísima, con muchísimo miedo, incertidumbre, pérdidas de amigos y familiares: sin embargo, ello no incrementó las consultas en los servicios de salud mental; aumentaron un poco los llamados más a la línea telefónica de consulta que allí existe, pero no más que eso.
–¿Cuál sería la causa?
–La cohesión social era muy alta. Cuando una sociedad se siente protegida por un mundo de supuestos compartidos y por una red de apoyo comunitario directo, puede lograr muchas cosas. En Palestina, las condiciones de vida bajo la ocupación plantean situaciones emocionales muy difíciles y, cuando les he preguntado a mis colegas palestinos cómo se las arreglan con eso, la respuesta que dieron fue: ideología y cohesión. Y la misma respuesta se encuentra entre los israelíes. En Gaza, poco antes de la evacuación de los asentamientos israelíes en 2005, se hizo un estudio sobre los que iban a ser evacuados, porque ellos argumentaban que la evacuación los afectaría mentalmente: pese a que además vivían bajo bombardeos y ataques de los palestinos, el grado de malestar emocional no resultó ser alto. Y cuanto más religiosos eran, menos trastorno emocional presentaban; presumiblemente por el sostén otorgado por el vínculo con el líder religioso y por la ideología del “mandato divino”. El estrés no da como necesario resultado la enfermedad mental.
–Usted ha escrito sobre los efectos del Holocausto sobre los hijos de sobrevivientes: sus resultados podrían tener utilidad en la Argentina, donde, hace ya una generación, sufrimos una experiencia de terrorismo de Estado.
–Un argentino, exiliado durante la dictadura, me contaba que su hermano había enfermado y fallecido poco después de que asesinaran a su hijo, él suponía que de pena. Cuando, tiempo después, viajé a la Argentina, quise estudiar el impacto sufrido por los sobrevivientes del terrorismo de Estado, pero era muy difícil porque acá no hay registros. En Israel, estudié la mortalidad de padres que habían perdido hijos en la guerra de Iom Kippur, en 1973, y no encontré mayor mortalidad que entre la población general.
–¿En cuanto al trabajo sobre el Holocausto?
–Justamente vengo de terminar un estudio con sobrevivientes del Holocausto: curiosamente, después de 60 años, es la primera investigación rigurosa sobre comunidades: los sobrevivientes, seis décadas después, presentan mayor ansiedad, comparados con otros judíos europeos de la misma generación que no sufrieron el Holocausto; siguen teniendo trastornos del sueño, malestar psicológico y desmoralización. Pero, por otra parte, varios estudios muestran que en adultos de la segunda generación, en los hijos de sobrevivientes, no hay señales de daño psicológico.
–¿Los sobrevivientes de algún modo preservaron a sus hijos?
–Es notable constatar que esos padres, tan devastados, les procuraron a sus hijos un nivel de educación mayor que el ofrecido por sus pares que no habían atravesado el Holocausto. Los padres mismos, los sobrevivientes, tienen un grado de educación formal menor que el de sus contrapartes, lo cual es natural en el contexto de la guerra; pero sus hijos tienen mayor nivel de educación formal que los hijos de quienes no pasaron por el Holocausto. Entonces, en cuanto a la Argentina, se puede suponer que la primera generación, la de los torturados, tiene trastornos psicológicos, pero, en cuanto a la segunda generación hay que pensar que puede sobreponerse, con apoyo de la sociedad. Pero para hacer estudios habría que contar con un registro de todos los afectados que pudiera cotejarse con muestras de la población general.
–Pasando al tema de la atención en salud mental, ¿qué efectos ha tenido la reforma psiquiátrica en Israel?
–La reforma psiquiátrica en Israel se puso en marcha hace unos ocho años, y su mayor logro está en la rehabilitación psicosocial: hay una ley por la cual las personas con discapacidad mental tienen derecho a un paquete de servicios, que incluyen no sólo pensión por discapacidad sino también educación, vivienda, rehabilitación laboral y vocacional. La aplicación de esta ley hizo caer las reinternaciones y mejoró mucho la calidad de vida: personas que yo había visto en hospitales psiquiátricos, los visito en los hostels o en sus lugares de trabajo y veo que han recuperado la semblanza humana.
–¿Cómo son esos hostels, esas viviendas?
–Son casas o departamentos protegidos, están en la comunidad. Tienen distintos niveles de supervisión, según la situación de los usuarios: en las que tienen alta supervisión, puede haber personal que viva allí mismo, pero otras prácticamente no tienen supervisión. El programa de rehabilitación se hace por intermedio de instituciones privadas, con o sin fines de lucro, que se postulan para desarrollar un hostel, o un taller de trabajo, en lugares determinados por el gobierno. Si bien yo vengo de una filosofía para la cual estos beneficios deben ser suministrados directamente por el Estado, reconozco que la iniciativa privada bajo supervisión estatal viene dando resultados. Cierto que el control del Estado es muy estrecho para prevenir, por ejemplo, situaciones de explotación.
–¿Cómo se encara el aspecto laboral de la rehabilitación?
–Hay talleres de iniciativa privada con algún grado de subvención estatal, donde trabajan personas dadas de alta en hospitales mentales, a veces junto con personas que no tienen discapacidad mental, con supervisión de trabajadores sociales. También hay distintas organizaciones que toman cuotas de personal con trastorno mental. Por ejemplo, la persona que trabaja conmigo como secretaria en el Ministerio de Salud había tenido una enfermedad psíquica grave: desde hace ocho años está en el cargo y es muy eficiente; trabaja cuatro horas y media por día, toma su medicación, tiene su psiquiatra.
–Usted publicó también un estudio, en Israel, sobre un tema que es objeto de debate en Buenos Aires: la disponibilidad de camas para internación psiquiátrica en hospitales generales.
–Desafortunadamente, en Israel, la proporción de camas en hospitales generales es muy reducida. Sucedió que muchos sobrevivientes del Holocausto llegaban con alta discapacidad mental; en ese momento, los hospitales mentales se desarrollaron rápidamente, y son instituciones que, una vez que están, es muy difícil eliminarlas o reducirlas. Se han cerrado, sí, muchas clínicas psiquiátricas privadas. Pero yo preferiría que hubiese muchas más camas psiquiátricas en hospitales generales. No obstante, el estigma de la enfermedad mental se ha reducido muchísimo, yo diría que por efecto de los ataques terroristas: es común escuchar que en una población fueron evacuadas tantas personas heridas por una bomba y otras tantas por trastornos de ansiedad; así, el problema de salud mental se convierte en algo que les puede pasar a muchos, comprensible.
–Usted escribió también un trabajo sobre la discriminación a ancianos con problemas mentales.
–Esa investigación se desarrolló en toda Europa, en el marco de un comité sobre estigma de la OMS: encontramos que, cuando una persona padece demencia, se suscita menos estigma que si tiene esquizofrenia o depresión: estas últimas son condiciones que la gente cree que se pueden controlar, y, entonces, la sociedad perdona menos al enfermo o a su familia. En la demencia se admite un factor orgánico y las enfermedades orgánicas no suelen suscitar estigma, salvo excepciones como el sida.
–Tiene también un trabajo que observa una relación inversa entre el cáncer y la esquizofrenia.
–En Israel, todo diagnóstico de cáncer se comunica a un registro y también se registran, con precauciones de confidencialidad, todas las internaciones psiquiátricas. A partir de algunos datos previos, aproveché eso para ver si había alguna correlación: efectivamente, encontramos que en personas con esquizofrenia el riesgo de padecer cáncer es diez por ciento más bajo que en la población general, aunque sus estilos de vida, por ejemplo consumo de tabaco, puedan propiciar esta enfermedad. Establecer las causas corresponde ya a otros investigadores; posiblemente la referencia orgánica de la esquizofrenia se vincule con una detención en la proliferación celular, que a su vez reduzca la probabilidad de esa proliferación de células que es el cáncer.
–Otro trabajo suyo lleva un título delicioso: “El empleado del salón de belleza como agente comunitario en el control de los trastornos depresivos”.
–Lo escribí cuando trabajaba en la Organización Panamericana de la Salud. En América latina, las personas con trastornos depresivos suelen no recibir tratamiento, pese a que sufren discapacidades en el desempeño laboral y familiar: la consulta a un servicio de salud mental es un proceso complejo que requiere determinada formación y pertenencia cultural. Una estrategia para modificar esto es trabajar con personas significativas de la comunidad, por ejemplo líderes religiosos, para que sepan identificar la necesidad de una consulta, orienten a la persona y no creen obstáculos.
–En los salones de belleza...
–Muchas mujeres de clase media y de clases populares van periódicamente al salón de belleza y allí pasan varias horas, conversan: los peluqueros y las peluqueras pueden ser agentes importantes y valía la pena saber si podríamos dejarles folletos informativos y si estarían dispuestos a orientar a sus clientes a los centros de salud. En Panamá, hicimos un estudio con más de 300 trabajadores: resultó que aceptaban recibir información pero no eran tan favorables a la consulta; claro, su política más bien era cambiarle el color del cabello a la mujer con la esperanza de que no se sintiera tan deprimida.
–Recordemos sus comienzos, doctor: usted empezó en el legendario servicio de Mauricio Goldenberg, en el Policlínico de Lanús.
–Mi trabajo con Goldenberg configuró mi destino. En todos estos años muchas veces me he preguntado si el maestro Goldenberg aprobaría lo que estoy haciendo. Yo había sido su alumno en la Facultad de Medicina de la UBA, donde me recibí en 1962. Hice mi residencia en Canadá y una maestría en psiquiatría social y comunitaria en la Universidad de Columbia, y volví cuando él me ofreció dirigir el departamento de psiquiatría social en el servicio de Lanús. Allí desarrollé varios programas. En uno de ellos, con Adriana Puiggrós, hacíamos campañas en el barrio, en las villas, para que los padres mandaran a sus chicos al jardín y a la escuela.
–¿La educación incide directamente en la salud mental?
–La educación es uno de los determinantes más exquisitos de trastornos mentales: cuanto más alta es la educación, menor es la incidencia de enfermedades mentales. Ciertamente, adquirir capacidad para negociar las dificultades de la vida reduce el estrés. También desarrollamos, con Haydée Lorusso, un programa de educación sanitaria: tomábamos el alcoholismo, pero también las diarreas estivales, porque los chicos se morían como moscas; incorporamos a un médico clínico y un pediatra. Teníamos programas de asistencia domiciliaria y un club de rehabilitación, que funcionaba precisamente en un club de barrio. Trabajamos mucho con un pastor metodista, José De Luca, que nos enseñó cómo hablar con la comunidad. Los que estábamos formados en las facultades no teníamos mucha idea de cómo hacerlo, y él nos enseñó a trabajar con las crisis. Recuerdo una vez que hubo un incendio, chicos carbonizados, nosotros no sabíamos lo que era el duelo. Los psiquiatras y los psicólogos no saben qué hacer frente a las situaciones de la vida diaria, solamente aprenden qué hacer con las patologías.
–¿Puede hacer algún comentario sobre la situación argentina en salud mental?
–Prefiero que sobre eso hablen quienes tienen más conocimiento del tema. Puedo hacer un par de comentarios acerca de la ciudad de Buenos Aires: creo que el extremo desarrollo de técnicas clínicas individuales, no sé si ha dificultado pero ciertamente no ha facilitado el tipo de respuesta colectiva necesaria para construir un programa de salud mental. El hecho de que quienes buscan ayuda tengan buena asistencia no implica que toda la población se beneficie, especialmente cuando el grueso de la población no es asistida. Y, cuando tuve que localizar en la ciudad un hostel y un hospital de día, me resultó muy difícil. Por de pronto, la ciudad necesita hacer un estudio epidemiológico en salud mental: iba a comenzar ya el año pasado, no entiendo por qué razón no se inició hasta ahora. Brasil tiene estudios de este orden, México los tiene, y así esos países pueden conocer su situación. La investigación permite saber cuáles son las necesidades, porque la realidad siempre es oscura. En la oscuridad de la realidad, la investigación produce luz.
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