Domingo, 9 de octubre de 2011 | Hoy
Por Ricardo Forster
Un fantasma recorre el mundo... el fantasma de la crisis económica que amenaza con hacerle un inmenso daño a la supuesta invulnerabilidad del capitalismo global. Como un aquelarre en el que todo se enloquece, cada día los habitantes atribulados de una época de convulsiones impredecibles nos levantamos a la espera de noticias que, por su contenido abrumador e indescifrable, nos lanzan a un sentimiento agudizado de intemperie. Poco y nada queda de esa eternidad prometida por los cultores del fin de la historia asociado a la consolidación definitiva de un sistema estructurado alrededor de la economía mundial de mercado y políticamente articulado con la forma liberal de la democracia. Lejos de la impunidad desplegada a partir del derrumbe estrepitoso del bloque soviético, el capitalismo, en su fase neoliberal, muestra sus tremendas grietas pero lo hace de una manera que no deja de expresar su mefistofélica astucia allí donde la manipulación de las informaciones y la proliferación de noticias que anuncian la llegada del caos no tienen otro cometido estratégico que multiplicar el horror paralizante en las sociedades asoladas por la llegada apocalíptica de la crisis.
“Cuanto peor, mejor”, decía un economista vernáculo de ojos azules y saltones con un leve dejo psicopático, y lo decía porque estaba convencido de los efectos destructivos de una crisis capaz de atemorizar de tal modo a la población como para ponerla a disposición de las alternativas pergeñadas por los mismos causantes y aceleradores de la crisis. El miedo social lejos de habilitar experiencias libertarias, populares y emancipatorias acaba por abrirle el paso a las peores “soluciones”. La convertibilidad nació de las brutales consecuencias dejadas por la hiperinflación. El daño que dejó en el país ha sido inconmensurable: destrucción del aparato productivo, crecimiento exponencial de la desigualdad, concentración inédita de la riqueza en cada vez menos manos, aumento brutal de la pobreza y de la indigencia, desguace del Estado, eliminación de derechos sociales, fragmentación social, apropiación especulativa de los fondos jubilatorios, exclusión, desempleo y muchas otras plagas que dejaron a la Argentina en bancarrota económica, política, moral e institucional. Remontar esa caída en abismo costó un enorme esfuerzo combinado con una voluntad política decidida a enfrentar las estructuras del poder real, el mismo que se benefició con la hiperinflación y con el nefasto invento del menemismo. No olvidar nuestra propia experiencia es un modo de aprender a leer con espíritu crítico y alerta la estrategia de shock que busca imprimirle el establish-ment financiero y la derecha a una crisis que, más allá de su profundidad, tiene como correlato deseado por ese mismo poder la ampliación de sus ganancias y la manipulación, vía el aparato mediático, de la opinión pública.
La crisis económica que se despliega con particular virulencia en los países centrales parece estar lejos de su declive y, por el contrario, el aceleramiento y la profundización de sus peores consecuencias amenazan con ser los rasgos prevalecientes en medio de una aguda situación de incertidumbre que puede extenderse a la economía mundial. Sin embargo, y esto más allá de la complejidad de la situación que se escapa a una aprehensión acabada de sus posibles implicancias, lo que también aparece como un rasgo típico de este contexto opaco es el aprovechamiento que el capitalismo concentrado, especulativo-financiero, hace al expandirse la lógica del miedo y del shock traumático que se desparrama sobre poblaciones desconcertadas y en estado de pánico ante lo que no comprenden y que se asemeja más a una tormenta desencadenada por los dioses dormidos que por la acción de hombres de carne y hueso que manejan, a discreción, los resortes de la vida económica y política de sus sociedades. Ciertas expresiones y prácticas de los “indignados” se relacionan con esa incredulidad ante lo que no se entiende. Eludiendo la dimensión política no se hace otra cosa que profundizar la incapacidad social de cuestionar el modelo económico que, centrado en la más feroz de las especulaciones, viene determinando la marcha del mercado mundial. De ahí la importancia decisiva que adquirió, en Sudamérica, no sólo la puesta en cuestión del neoliberalismo sino, acompañando esta crítica, la recuperación y la revitalización de la política (asociada también a una reconstrucción del Estado) como instrumento básico a la hora de disputar hegemonía.
Poblaciones que durante las últimas décadas desaprendieron, a ritmo acelerado, lo que significa el Estado como ente regulador y como instrumento de protección de la ciudadanía, y en especial de los sectores más débiles y vulnerables, ante el avance sistemático de las corporaciones privadas que, en pos de su rentabilidad y maximización de la tasa de ganancia, arremeten contra los intereses colectivos y contra la propia gramática de lo público amplificando las supuestas mieles de la estructura privada y privatizadora del capital-liberalismo. Esas poblaciones no encuentran el modo de salir de la pasividad y de la despolitización incentivadas por un sistema que hizo del acceso al consumo su núcleo articulador de la subjetividad contemporánea. Un consumo, en muchos casos desenfrenado, que acabó por darle forma a un hiperindividualismo en el que cada quien se bastaba a sí mismo y cerraba las vías de contacto y comunicación con los demás amplificando la extraña coincidencia de una sociedad de masas consumidoras estalladas en su proliferación de mónadas supuestamente autosuficientes.
Homogeneidad del gusto y el consumo y fragmentación de la vida social constituyen las formas prevalecientes en esta etapa del capitalismo y se convierten, a la vez, en la mayor traba para salir a darle batalla a un sistema que amenaza con arrojar de ese mismo mercado a quienes, hasta ayer nomás, atraía con todo tipo de seducciones. Reconstruir colectivos sociales con capacidad de disputar poder es, quizás, el mayor de-safío al que se enfrentan sociedades capturadas por la gramática de la alienación consumista y el individualismo. La década del ’90, entre nosotros, fue la mejor expresión de esa metamorfosis social que habilitó la sistemática destrucción de trabajo, industria, vida social y política. Europa, hoy, atraviesa, grosso modo, una situación muy semejante a la nuestra aunque con las características propias de un continente asociado a un bienestar inédito en nuestras latitudes. La horadación producida en lo profundo del tejido social por el reinado de los valores neoliberales constituye el peor de los venenos a la hora de intentar torcer el rumbo de un sistema que no duda en aplicar políticas de ajuste brutal.
Desmontaje material y simbólico del Estado de Bienestar que, a un ritmo que se aceleró en los últimos años, se correspondió con la proyección impúdica de la inverosímil concentración de la riqueza en cada vez menos manos (un puñado de multimillonarios son dueños de una renta equivalente a la de 148 países y, en un informe algo atrasado de las Naciones Unidas –la cosa ahora es peor todavía– se decía que no más de 50 personas físicas eran poseedoras de la mitad de la renta del total de la humanidad). A mayor crisis y desolación democrática, mayor desigualdad y ampliación exponencial de la concentración del capital. De la brutal crisis desatada en el segundo semestre de 2008 los únicos vencedores han sido sus principales causantes: los bancos y las entidades financieras que recibieron extravagantes sumas de dinero para tapar los agujeros negros que sus propios manejos especulativos y construidos sobre el más absoluto de los engaños generó en el interior de sociedades que parecían disfrutar de regalías infinitas. Los ciudadanos de esos países hoy son testigos, la mayoría de ellos incrédulos y sin herramientas conceptuales para intentar comprender qué sucede y qué realidad despiadada se les avecina (como ya la están sufriendo los griegos y, en gran medida, los españoles) como consecuencia de un proceso de impudicia político-económica, sustentado sobre un relato hegemónico avalado y multiplicado por los grandes medios de comunicación europeos y estadounidenses, que ha terminado por responsabilizar a los sectores más vulnerables de la población de los cuantiosos daños causados por la implementación de las políticas neoliberales. La impudicia del poder no tiene ni conoce límites.
Extraordinaria paradoja que transforma a las víctimas en victimarios, a los sujetos de derechos en supuestos privilegiados de gastos “dispendiosos” de Estados causantes, gracias a colosales agujeros fiscales, de la crisis (¿le suena conocido, estimado lector, el argumento?, ¿se acuerda de Doña Rosa y del periodista “independiente” que en aquellos años dominó la escena discursiva de la televisión?, ¿alguna relación, quizás, con los actuales colegas que se desgarran las vestiduras ante el acrecentamiento del gasto fiscal o con aquellos otros que parecen desear que los efectos de la crisis finalmente lleguen a estas costas?). Una unidad europea construida fundamentalmente alrededor de los grandes bancos y de las grandes corporaciones que terminó de hacer del euro un candado que se cerró brutalmente sobre las economías de los países más débiles. Una unidad forjada, y algunas voces se levantaron desde un comienzo pero jamás fueron escuchadas mientras duró la bonanza, alrededor del más pedestre economicismo tecnocrático y sostenida sobre el fabuloso giro de la Europa de posguerra (la que se construyó bajo los auspicios de políticas keynesianas y bienestaristas y que le dieron forma a sus “años dorados”) a una Europa pospolítica y articulada por el paradigma especulativo-financiero cuyo eje ideológico lo fue trazando, como punta de lanza de un proceso que ya no se detuvo, la entente neoconservadora creada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher (los más memoriosos recordarán las huelgas de los mineros contra las políticas reaccionarias de la premier británica y los tremendos costos sociales, políticos, culturales e ideológicos que la derrota de los mineros le trajo a la idea misma de estado de bienestar).
La enorme sagacidad del capital-liberalismo fue asociar a la mayor parte de las socialdemocracias europeas a su propagandizada y exitosa concepción del fin de la historia, la muerte de las ideologías y la llegada al puerto seguro de la economía global de mercado y lo hizo en el preciso momento en que se derrumbaba el edificio ya carcomido de la Unión Soviética y, con él, el último exponente de un orden económico que, a falta de otras virtudes estragadas por el tiempo y la infamia estalinista, había tenido la función, al menos, de impedir el dominio absoluto y abrumador del capitalismo en su forma concentrada y monopólica. Liberado de toda atadura, el sistema de la economía-mundo se fue desprendiendo, a paso acelerado, de su rostro bienestarista para mostrar, ahora sin tapujos, su rostro brutal. Los países más débiles de la cadena europea están siendo los primeros en percibir en todo su alcance las consecuencias de ese giro histórico. En Estados Unidos el crecimiento de los índices de pobreza, la desocupación de dos dígitos y la concentración de la riqueza son rasgos evidentes de lo que viene generando el neoliberalismo.
Una vez caído el Muro de Berlín, las socialdemocracias (Felipe González en España, Mitterrand y sus sucesores en Francia, Tony Blair en Gran Bretaña, Craxi en Italia, etc.) se reconvirtieron (como en la actualidad los Rodríguez Zapatero y los Papandreu) en socios putativos del modelo neoliberal y acabaron por volverse funcionales a las políticas que vendrían a desmontar el Estado de Bienestar al que tanto habían hecho por construir y defender en otro contexto de la historia europea (en particular la socialdemocracia escandinava). Tal vez por eso no resulte sorprendente que sean nuevamente los socialistas –en España y en Grecia, sobre todo– los que se están haciendo cargo del trabajo sucio. Aprendizajes de la historia que nos permiten a nosotros, sudamericanos, comprender de qué va esta extraordinaria etapa por la que están atravesando algunos de nuestros países y que se enfrenta a la lógica que predomina en esos mismos centros del poder económico mundial que hoy apelan, entre otras cosas, al aterrorizamiento de sus poblaciones como un instrumento adecuado para que les dejen operar sin anestesia.
Nosotros, después de la doble hiperinflación y de la debacle del gobierno de Alfonsín ayudada por las corporaciones económicas y por sus operadores políticos y financieros, conocimos lo que significa el terror y el estrago causado por catástrofes cuyo origen y causas permanecen al margen de la comprensión de las mayorías. La convertibilidad fue, en aquel entonces, la supuesta panacea que nos iba a resolver, de una vez y para siempre, todos nuestros problemas. Así nos fue.
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