DISCOS › LO NUEVO DE MOBY Y BECK
Un hotel aburrido, un güero encantador
Entre ambos hay conexiones. Pero sus discos no podrían ser más distintos.
Por Eduardo Fabregat
¿Se pueden establecer vínculos entre Moby y Beck, más allá de la obvia definición “14 vertical, solista contemporáneo, cuatro letras”? Uno, nacido en 1965, arrancó a fines de los ’80 en la escena neoyorquina; el otro, nacido en 1970, comenzó a mostrarse a comienzos de los ’90 en Los Angeles. Moby pegó fuerte en Gran Bretaña con el single Go en 1991, pero fue verdadero profeta en su tierra con el disco Everything Is Wrong, de 1995. Beck hizo en 1992 que las multitudes cantaran con alegría eso de “Sooooooy un perdidor, I’m a loser, baby, so why don’t you kill me”. Miles y miles de copias vendidas de Odelay (1996) para uno, miles y miles de copias de Play (1999) para el otro. Experimentaciones de un lado y del otro, bandas de sonido para un cambio profundo en el sonido de la música y las herramientas para lograrlo: Moby jugueteó con el rock guitarrero en Animal Rights (1996) y volvió a la electrónica con I Like to Score (1997), Beck puso de todo en la licuadora, se desnudó hasta lo acústico en Mutations (1998) y se inspiró en el funk marca Prince para Midnite Vultures (1999). Las analogías comenzaron a diluirse en el 2002, cuando Beck dio nuevas pruebas de sensibilidad y riesgo en Sea Change, y Moby prefirió recostarse en la seguridad de lo comprobado con 18, al que apenas salvó el single We Are All Made of Stars. Dos años después, Hotel y Güero, títulos de cinco letras en los solistas de cuatro, no hacen más que profundizar la brecha: Moby fracasa estrepitosamente, Beck brilla como siempre.
Primero las malas noticias. Algo grave sucede cuando, entre tantos temas posibles, a un artista se le ocurre hacer girar su nuevo disco sobre un tópico tan trillado como los hoteles. El pelado intenta justificarse con una serie de apreciaciones seudo filosóficas en el librillo (“Los hoteles me fascinan, porque son espacios increíblemente íntimos, purgados cada 24 horas para que se vean absolutamente anónimos”, y así), pero eso no es lo más grave. Lo grave es que, con el correr de las canciones, este Moby que eligió abandonar samples y sequencers resulta tan aséptico y predecible como la habitación de un Hilton en una ciudad cualquiera. De los obvios ganchos para pista de Raining Again, Lift me Up (que por momentos parece una mala copia de Depeche Mode o Pet Shop Boys) o Spiders, a los rutinarios ejercicios ambient del final, pasando por el olvidable cover del Temptation de New Order, el vegetariano número uno de Connecticut entrega una obra tan híbrida como la milanesa de soja.
Allí donde Moby conduce al sopor, una pesadez digna de la ballena literaria de su tatarabuelo Herman Melville, el güero (rubio, en mexicano) con eterna cara de jovencito hace temblar el piso. Y es que Beck Hansen sabe elegir bien a sus secuaces: Mike Simpson y John King, los Dust Brothers (socios del rubio en Odelay y Midnite Vultures), fueron partícipes necesarios del golpe del siglo, un disco llamado Paul’s Boutique y firmado por los blanquitos con más onda de Brooklyn, los Beastie Boys. No es casual, entonces, que el demoledor E-Pro esté armado sobre la salvaje base del So what’cha Want Beastie (de Check your Head), y no es casual que Beck no se haya puesto principista a la hora de los samples. La maestría del cut & paste dominante en Odelay vuelve a aparecer aquí, pero al perilleo con viejas grabaciones Beck sabe agregarle instrumentos nobles, un groove de buen sabor y un factor impredecible: hábil tejedor de armonías, el músico domina a la perfección el juego de ir revelando lentamente y con sorpresa hacia dónde van las canciones.
Y las canciones de Hansen van hacia lo felizmente desconocido. Imposible no dejarse llevar por el ganador estribillo “¿Qué onda güero, qué onda güero?”, pero Beck también se sumerge en el ritmo oscuramente brasileño, hipnótico, de Missing, y rapea a gusto en el minimalista Hell yes, y deja fluir el río pop-country en Scarecrow, se pone decididamente funerario en Farewell Ride y reconecta con Prince en Black Tambourine, deforme pasaje con más de una conexión rítmica hacia el Tambourine que el morocho de Minneapolis grabó en su ópera psicodélica Around the World in a Day. Así, poniendo en caja a los que creen que alcanza con pegotear fragmentos de sonido para sonar “modernos”, el güero de Los Angeles saca un campo de ventaja entre los solistas que marcaron el paso de un siglo a otro. Y lo hace, precisamente, con onda.