ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO

No pagar también es duro

 Por Julio Nudler

¿Cuándo paga un deudor el capital que adeuda? Cuando tiene quién le preste la plata necesaria. ¿Qué es lo que verdaderamente corre por cuenta del deudor? Pagar los intereses de su deuda. Esa es la medida de su solvencia. Es exactamente lo que acaba de hacer la Argentina con su vencimiento ante el Banco Mundial: mandarle un cheque por los intereses, pero dejar impago el capital ante la ausencia de acuerdo con el Fondo Monetario, que determina la ruptura en la correa de recursos. En la base de esta decisión está la enorme magnitud de la deuda que la Argentina arrastra con los organismos multilaterales, especialmente en comparación con lo poco que ha quedado de la economía nacional tras cuatro años largos de recesión primero y violenta depresión después.
El nudo de la negociación está en que el FMI debe decidir si quiere seguir el juego con la Argentina o prefiere tirar al país por la borda. Entre esos dos extremos, opta por hacer lo que mejor sabe: plantear exigencias, imponerle al deudor deberes que, supuestamente, lo tornarían más solvente. Pero, tal como está hoy el mercado de capitales en el mundo, detrás de este regateo entre el país y los multilaterales no hay nada: solo vacío. No es como en otros tiempos, cuando se esperaba que un acuerdo con el Fondo alentase el ingreso de capitales y la apertura de los mercados de crédito voluntario. Hoy nada de esto ocurriría, y mucho menos para la Argentina.
Lo que estrictamente está en discusión, por el momento, es la deuda del país con los organismos. Respecto de ésta valen reglas de juego absolutamente especiales. Una es que no se contempla ninguna posibilidad de quitas en el capital o reducciones en las tasas de interés. El país debe pagar en los plazos estipulados, y punto. Pero, por otra parte, los organismos están dispuestos a refinanciar los vencimientos (caso del FMI) o a otorgar nuevos préstamos (casos del Banco Mundial y del BID), todo ello sujeto a que haya un acuerdo vigente. Que es, precisamente, lo que se busca anudar desde hace diez meses.
La primera gran cuestión que suscita el nuevo default argentino es cómo impactará sobre las expectativas. Sobre las de quiénes está claro: sobre las de los ganadores. Es decir, los sectores ampliamente favorecidos por la mayúscula devaluación del peso: quienes poseen capitales en moneda extranjera y quienes la generan exportando, y que en muchos casos recibieron como regalo extra la pesificación 1 a 1 de sus deudas. Las expectativas de los perdedores cuentan poco, porque en realidad no tienen poder de voto, económicamente hablando. Sin capacidad de compra ni acceso a crédito, es poco lo que el estado de ánimo puede obrar.
En principio, reflotar un acuerdo con el Fondo puede ayudar a que el superávit comercial no dé media vuelta y se evapore como fuga de capitales (si el control de cambios no logra impedirlo), y a conseguir que se desatesoren dólares para inversión o consumos durables. Pero no es seguro que eso suceda en la actual situación política, cuando el 2003 se presenta como una absoluta incógnita. El propio FMI está reclamando, en última instancia, un compromiso del arco justicialista con el programa que quiere imponer.
La segunda gran cuestión es cuánto necesita el Gobierno –y, en particular, Roberto Lavagna– de la presencia del Fondo para disciplinar a gobernadores y parlamentarios. De hecho, haber interrumpido el pago de los vencimientos con los organismos no significa que no se los deberá afrontar alguna vez, y posiblemente pronto. Por tanto, el esfuerzo fiscal necesario es igualmente pesado en uno y otro caso. Un asunto es que se decida no pagar en estas condiciones para no drenar las reservas. Otro diferente es que se crea que no pagar modifica la situación a mediano y largo plazo. Esto sólo ocurriría –y vaya a saberse en qué sentido– si la decisión fuese no pagar nunca.
Puede calcularse que tres cuartas partes del superávit primario de 2,5 por ciento del PBI que exige el Fondo –y el Gobierno aceptó– serán necesarias sólo para abonar los intereses de la deuda con los organismos. Pero no es fácil imaginar cómo hará el Gobierno, sin tener detrás de sí la compulsión del FMI, para conseguir mes a mes un superávit primario (antes de intereses) que supere los mil millones de pesos, como es el requerido solo como un comienzo. Por supuesto, no es sólo un problema de disciplina política: por debajo hay una realidad social explosiva, que no tolera el ajuste como simple ejercicio de prolijidad.
En lo que va del año, el Gobierno incrementó en más de 35 mil millones de dólares la deuda pública para poner paños fríos sobre la crisis, sobre todo del sistema financiero y de las provincias. Se supone que la intención es respetar esos compromisos cuando llegue el momento, pero es imposible saber cómo, salvo que para entonces se hayan abierto todas las puertas financieras que hoy están cerradas. Pero ahora mismo, incluso si se firmase con el Fondo, como el acuerdo no contempla dinero fresco todavía quedan facturas a las que el sector público debería hacer frente con sus propios recursos.
No todo, sin embargo, es cuestión de números: también están en juego las concepciones políticas, o tal vez los intereses, en términos de la lucha preelectoral. El reajuste en las tarifas de los servicios públicos o el fin de la veda a las ejecuciones hipotecarias son peleas difíciles de saldar en los términos deseados por el Fondo. En cualquiera de esos casos, sirve de poco argumentar en términos de lo más razonable para el buen funcionamiento de una economía capitalista, después de que todo funcionara de un modo tan poco razonable. Tras una pérdida real tan abrupta en el salario, ¿cómo defender un deterioro adicional o, más aún, el remate de una vivienda?

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