Sábado, 22 de mayo de 2010 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
Por Alfredo Zaiat
La política comercial externa no es una tarea sencilla, puesto que requiere una estrategia de negociación adecuada para conciliar intereses del sector privado que pueden ser contrapuestos. La industria nacional aspira a ampliar marcos de protección para su producción, mientras que los importadores pretenden mayor apertura del mercado para desarrollar su actividad. A la vez, los exportadores, en especial los vinculados con la producción primaria, buscan despachar al exterior todo lo posible, en tanto los hacedores de la política económica se preocupan por garantizar el abastecimiento interno. Esa complejidad adquiere mayor dimensión ante las restricciones que emergen de la pertenencia del país a la Organización Mundial de Comercio, que define reglas básicas de convivencia entre sus miembros para evitar medidas proteccionistas no contempladas que terminan perjudicando al resto. Además de esa limitación, la participación plena en el bloque del Mercosur establece el respeto a la existencia de un arancel externo común, que limita la autonomía de realizar una política comercial propia, pero que implica un potente motivador de la integración regional. Estos condicionamientos ya son parte de la política económica y sus responsables saben que tienen que enfrentarse con ellos.
Ese panorama se complica frente a una crisis internacional con epicentro en los países desarrollados, con mayor virulencia en estos días en Europa. Esa debacle financiera está provocando una rápida y fuerte depreciación del euro, lo que vuelve más competitiva, entre otras, a la industria alimentaria europea, que además es subsidiada en los primeros eslabones de su cadena productiva. La desaceleración del ritmo de crecimiento de la economía de la Eurozona, con algunos de los países integrantes ingresando en una fase recesiva a fuerza de un brutal ajuste, provoca dos efectos en el canal comercial: las firmas europeas buscan colocar sus excedentes de producción en otros mercados ahora a precios competitivos por la devaluación de la moneda comunitaria, a la vez que otras potencias del comercio internacional (Brasil y China) también apuntan a otras plazas para derivar sus ventas que ya no pueden concretar en la Europa en crisis.
El mercado argentino, ya sea por las normas de regulación de la OMC o por las bases del Mercosur o porque la apertura de su economía es considerable pese a lo que sostiene la ortodoxia, se encuentra en una situación vulnerable. Las medidas paraarancelarias, como las licencias no automáticas o los procedimientos antidumping para frenar el ingreso de productos que se venden por debajo de su costo de producción, implican una serie de trámites burocráticos que demoran la implementación de una restricción inmediata. En algunos casos, ante situaciones inesperadas como el derrumbe de algunas economías europeas, el efecto de esas iniciativas es tardío y el daño sobre la producción nacional ya está concretado. Un mecanismo de defensa inmediato podría ser un ajuste cambiario que actúe como un factor de disuasión vía precios de los importados. Pero esa mejora de la competitividad y de la protección de la industria doméstica a través de una devaluación acentuaría la presión inflacionaria, sendero a transitar que no la hace recomendable si el objetivo es la estabilidad económica.
Este conjunto de restricciones estructurales (OMC, Mercosur e impacto relativo de medidas paraarancelarias) y complicaciones coyunturales (crisis europea, excedentes de producción de otras potencias y el inconveniente de un fuerte ajuste cambiario) expone la complejidad que enfrenta la política comercial. También expresa las falencias del entramado institucional de la política industrial, que incluye a la comercial externa. Esta avanza, en muchos casos por el camino correcto, con un exagerado pragmatismo ocupándose de problemas inmediatos, con una frágil vocación de construir un horizonte estratégico. Si a todo esto se le suma la intervención del secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, con medidas transmitidas por canales informales, sin una norma legal que las defina y regule, el escenario se vuelve aún más complicado.
La mayoría de los países cuidan sus mercados, vigilan a los importados y diseñan políticas para equilibrar los intereses de la producción nacional y las de sus principales socios en el comercio internacional. También aplican iniciativas excepcionales ante situaciones inesperadas. Todo esto permite comprender la preocupación que puede tener Moreno para controlar las compras externas de alimentos, más aún cuando el recorrido de las importaciones globales se está acelerando por la fuerte recuperación de la economía. Sin embargo, las respuestas frente a alteraciones sectoriales en el flujo comercial necesitan ciertas formas para enfrentar en una mejor posición las críticas y eventualmente alguna represalia comercial.
Esa falencia estructural en algunas áreas de gestión económica de la administración kirchnerista se revela en la política industrial en términos generales, siendo el caso de la importación de alimentos un caso particular. Una de las características de esa manifiesta debilidad es la instrumentación de medidas que benefician a la industria sin estructurar un esquema de compromisos del sector privado, por ejemplo en materia de precios internos, en la generación de empleos, en metas de exportación para mejorar el desbalance comercial sectorial o en fortalecer el encadenamiento productivo local.
El reciente libro Hecho en Argentina. Industria y economía, 1976-2007 (editorial Siglo Veintiuno) de Daniel Azpiazu y Martín Schorr ofrece un interesante recorrido de esa actividad, destacándose las observaciones correspondientes al período de Néstor Kirchner. Este dúo de investigadores sostiene que “es cierto que desde el abandono de la convertibilidad la industria logró recuperar parte del terreno perdido entre 1976 y 2001”. Sin embargo, aclaran que el “dólar alto” fue casi la única política activa en el ámbito industrial, al puntualizar que no se avanzó “en la definición estratégica ni en la instrumentación de políticas públicas tendientes a sustentar una reindustrialización del país ligada a una considerable redefinición del perfil de especialización productiva, una diferente inserción en la división internacional del trabajo y crecientes grados de autonomía nacional asociados, entre otras cosas, a una mayor integración local de la producción, todo esto acompañado por una redistribución progresiva del ingreso y la consecuente potenciación del mercado interno”.
Esa descripción, que refleja carencias de la política oficial, no da cuenta de ciertos nichos impulsados por la política oficial, como el del software y, más recientemente, el de la nanotecnología y biotecnología. En línea con esa fragilidad señalada por Azpiazu y Schorr respecto de la debilidad de la integración local, que en algunos sectores provoca un creciente desequilibrio del intercambio comercial, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner ha lanzado para el sector automotor el programa de una mayor participación de autopartes nacionales en el producto final. También se impulsó el régimen de promoción de electrónicos en Tierra del Fuego, pero aún con escasas exigencias de integración local de partes.
En un oportuno análisis debido a la tensión política mediática que domina el espacio público, los autores de esa obra señalan que las posibilidades de encarar un intenso proceso de reindustrialización, dejando atrás legados del modelo de valorización financiera y ajuste estructural que aún persisten, no puede ser orientado por el “mercado” ni debe descansar exclusivamente en el “piloto automático” de un dólar alto. “Es necesario avanzar en la conformación de un esquema de alianzas con aquellos sectores genuinamente consustanciados con la reindustrialización y la redistribución del ingreso”. Azpiazu y Schorr no desconocen que “esto implicaría asumir las dificultades derivadas de enfrentar, en los campos económico y político-ideológico, a importantes y poderosos sectores académicos, políticos, sindicales y empresarios”.
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