ECONOMíA › OPINION

La Argentina no debe ganar

 Por Julio Nudler

Un eventual éxito del nuevo canje de deuda que propone la Argentina, basado en una fuerte quita y una dilatada reprogramación de vencimientos, descargaría un impacto político devastador sobre sus críticos locales. La mayoría del amplio espectro autóctono liberal-conservador, con sus economistas prostablishment y teóricamente promercado, nunca dejaron de sostener la vía de la expiación para redimir a este país canalla, que estafó a propios y extraños a través de la actuación irresponsable y populista de sus políticos. Esta visión se articulaba de maravillas con la proveniente de los centros del poder financiero mundial, con sus innumerables bocas de expresión y sus múltiples correas de transmisión hacia la opinión pública local. Allí también, afuera, en el mundo de las altas finanzas, el que la Argentina imponga una solución diferente y autónoma a su pasivo constituye una amenaza y un fatal precedente en relación con los otros endeudados, en especial Brasil.
Una vez más, según se le promete a esta república, la virtud y el sacrificio de sus contribuyentes para honrar lo adeudado por la nación garantizarían la predisposición de los capitales a ingresar paulatinamente al país y provocar su crecimiento. En ese trato, es preciso entregar efectivo y bonos a cambio de un difuso pagaré no escrito, cuyo levantamiento siempre dependerá de las circunstancias. Pero, de no hacerlo, la Argentina seguiría siendo –dicen– un paria en la globalización, si es que efectivamente lo es, contra lo cual abundan evidencias en la realidad de sus crecientes y fluidos lazos económicos internacionales.
Hay algunos datos esenciales que han permitido llegar a este momento decisivo en condiciones inimaginables a comienzos de 2002. Uno es la performance económica del país, que se estabilizó y despegó desde el subsuelo con tanto orden como brío, guiado por un equipo económico pragmático, sensato y lúcido, que incluyó a la cúpula reciente e injustificadamente desplazada del Banco Central. Los conductores locales de la economía demostraron saber leerla mejor que los carísimos planteles de expertos de organismos como el FMI y que la mayoría de los consultores nativos, muy condicionados por sus prejuicios e intereses, y por el lucrativo ejercicio de venderle a las corporaciones las ideas que éstas pagan de mejor grado. Curiosamente, esas compañías desaprovechan buenos negocios al seguir predicciones erradas, pero retribuyen holgadamente ese contraproducente servicio.
Otro dato clave partió del contexto internacional, favorable a la Argentina en varios aspectos, pero especialmente en la revalorización de los insumos. El desplazamiento del eje dinámico de la economía mundial hacia nuevos grandes actores como China, India y otros reposicionó a los países excedentarios en los recursos que aquellos demandan. Esto no es meramente coyuntural: aquí hay una transformación en marcha, y el país, que se subió precariamente a esa ola, podría aprovecharla para mucho más. Pero para lograrlo debe elevar su autoexigencia y consolidar mecanismos de control democrático sobre los gobernantes para que éstos rindan cuenta.
Cuando se compara la producción petrolera de la Argentina y de Brasil, la impresión es desalentadora: acá se extrae cada vez menos; allá, cada vez más. Con el barril a 50 dólares es simplemente inadmisible no revertir esta tendencia. Los problemas distributivos que genera el encarecimiento de los combustibles tienen que ser encarados como parte de una política de equidad, pero no al costo de afectar la posesión del recurso, que es la base esencial. Por este camino, habrá pronto que importar petróleo carísimo, teniéndolo bajo tierra sin explotar por la falta de inversiones.Cuando llegue ese momento, buscar culpables una vez más no servirá de nada. Y éste es sólo un ejemplo.
Si uno imaginase a Julio De Vido o a Torcuato Di Tella en el lugar de Roberto Lavagna, supondría que Néstor Kirchner los habría despedido hace mucho tiempo. Sin embargo, en Infraestructura y Cultura, respectivamente, ambos siguen firmemente instalados en sus cargos, pese a su mal u horrible desempeño, como si la cultura y la infraestructura (incluyendo la energía) no fueran tan fundamentales como la política económica para posibilitar la prosperidad de una población hambreada. El día que echen a De Vido y Di Tella, las acciones del país deberían subir bruscamente en las Bolsas.
La Argentina política no se puede permitir su tradicional mediocridad, ni el acostumbrado oportunismo. Nadie tiene derecho a ponerse por encima de su deber de rendir cuentas y explicar sus actos. El país no puede seguir preguntándose dónde están los dólares de Santa Cruz. Tampoco por qué subsiste una trama de protección a grandes evasores de toda la vida, que se extiende del Ejecutivo a la Justicia. Aunque supere la prueba del default y emerja con un acuerdo cumplible, la mochila heredada por el país de hoy seguirá pesando. Cuanto más gravosa sea, mayor continuará siendo la vulnerabilidad de esta economía a los coletazos de las finanzas mundiales. Para no depender en exceso de tahúres, humores y contagios, la fórmula es la chilena: deber lo menos posible. La quita es sólo una primer gran aproximación a ese objetivo.
Nada tiene de sorprendente que lluevan presiones sobre el gobierno nacional desde los más altos niveles del capitalismo global, expresado por instituciones de representatividad cada vez más dudosa, como es la del propio FMI, cuya estructura de poder y control no se corresponde con la actual distribución de fuerzas en la economía mundial. La argentina es una economía pequeña y marginal, y sin embargo se ocupan de ella en estos momentos los líderes de Occidente, preocupados respecto de si el superávit fiscal primario es un punto más o menos de un PIB que sus radares ni llegan a captar por lo insignificante a escala internacional. Pero así como algunos territorios diminutos, para el caso Israel, Euskadi o el Ulster, cobran una importancia geopolítica desmesurada, una economía de apenas 150 mil millones de dólares al año (pocos estados de EE.UU. generan tan poco valor agregado) se convierte en gran tema. ¿A nadie se le ocurre preguntarse cómo es posible?, ¿qué lobbies consiguen meter en la agenda de los líderes estos nimios asuntos?

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