Domingo, 11 de junio de 2006 | Hoy
ECONOMíA › CUALES SON LAS DIFERENCIAS ENTRE LAVAGNA Y MICELI EN EL MANEJO DE LA POLITICA ECONOMICA
La política los diferenció, pero hay aspectos más profundos que marcan la división entre dos dirigentes que supieron ser aliados y hoy se atacan. Cuáles son los escenarios que se abren.
Por David Cufré
Imagine: ¿Cómo sería la Argentina si Roberto Lavagna todavía ejerciera como ministro de Economía? ¿Qué hubiese pasado si Felisa Miceli hubiera asumido en abril de 2002? El país sería otro. Por un lado, la carne costaría un 30 por ciento más, el aumento a los jubilados no se hubiera producido, los acuerdos de precios no existirían, habría tensión en el gabinete por el apoyo de Lavagna a las papeleras uruguayas, el ministro resistiría el ingreso de Venezuela al Mercosur y los sindicatos protestarían por la interferencia del Palacio de Hacienda en las negociaciones salariales. Como en 2002, el Mundial se viviría en medio de un clima espeso. Aunque, por otro lado, si Miceli hubiese sido ministra en medio de la crisis, difícilmente habría logrado escapar al insoportable juego de presiones internas y externas, con una sociedad histérica, y con desafíos que requerían de mucha muñeca, que hasta ahora no mostró.
Hace un año, encontrar diferencias entre Lavagna y Miceli era una misión inútil. No sólo compartían una misma línea de pensamiento; además, eran aliados. El ministro la elogiaba en público y en privado como se lo hace con una protegida. Destacaba su capacidad, su sólida formación y su integridad. Revisar los archivos de aquella época permite encontrar frases como “está haciendo un gran trabajo”, en referencia a su gestión como presidenta del Banco Nación, adonde escaló gracias a su apoyo. Otro dato que refleja la confianza que Lavagna tenía en Miceli es que en 2002 la designó como su delegada personal en el Banco Central, en momentos clave por las pulseadas que el ministro sostenía con los presidentes de la autoridad monetaria de esos años: Mario Blejer y Aldo Pignanelli.
Miceli, con espíritu militante, directamente decía que Lavagna era el mejor ministro de Economía de los últimos treinta años. Confesaba su admiración por su aplomo para encarar problemas enormes de a uno por vez, con calma, y con resolución progresista. Pero todo eso fue hace un año.
Lo que ocurre hoy es que no paran de brotar las diferencias. La coincidencia básica en un modelo de tipo de cambio alto, con superávit fiscal y comercial, ya no alcanza para encontrarlos del mismo lado. Lo primero que los separa es su alineamiento político. El 25 de mayo, Miceli encabezó orgullosa una de las columnas que llegó a la plaza para vivar al Presidente. Entiende su rol como el de una instrumentadora eficiente de las decisiones que se toman en la Casa Rosada. Esa postura, sumada a su corta experiencia en el cargo, la arrastró en ocasiones a situaciones incómodas, como cuando negó que se fueran a suspender las exportaciones de carne y tres horas después tuvo que anunciar la medida.
Lavagna quiere ser presidente y, en una reedición de la pelea Menem-Cavallo, se disputa con Kir-
chner la paternidad del modelo. Esta ambición no es nueva, ya se traslucía cuando aún era ministro. En funciones disfrutaba de mostrar sus diferencias con el resto del gabinete, como cuando pidió aumentos de tarifas pese a la expresa orden del Presidente en contrario, o como cuando le reprochó a Julio De Vido por su lentitud en la ejecución de partidas para obras públicas.
Más allá de la política, proyectar el rumbo que había elegido Lavagna y adónde va el Gobierno en materia económica demuestra que son dos senderos que se han bifurcado mucho. Hay una distancia insalvable en la estrategia para enfrentar el problema de la inflación. El ex ministro no cree en los acuerdos de precios o, en todo caso, los considera un complemento de segundo orden de una política macroeconómica estructural. Vale recordar cómo boicoteó la Canasta Social que implementó Patricia Vaca Narvaja en 2004.
Antes de abandonar el cargo, el plan del ministro era frenar la escalada inflacionaria con un endurecimiento fiscal y monetario. Su último anuncio, en noviembre del año pasado, fue la creación de un fondo anticíclico, donde van a parar todos los pesos excedentes del superávit. Traducido a la vida diaria de los ciudadanos, Lavagna descartaba aumentos de jubilacionesy de salarios de empleados públicos hasta tanto sintiese controlada la situación.
La señal de ajuste fiscal hubiera tenido como lógica consecuencia un enfriamiento de la economía. Y ello, un ritmo más moderado de creación de empleos. Negociar salarios en ese contexto hubiera sido más difícil para los sindicatos, mientras que las cámaras patronales habrían encontrado razones para ser más reticentes a las subas.
La tarea que tuvo Miceli desde el momento en que asumió fue pilotear las negociaciones con el sector empresario para establecer precios de referencia. Del fondo anticíclico no hubo más noticias hasta hace algunas semanas, cuando la ministra recordó que está ahí y ya acumula 300 millones de dólares. Pero, lejos de haberse producido un ajuste fiscal, el gasto público mantuvo un ritmo de crecimiento sostenido y la economía conservó su velocidad de expansión. “No somos el equipo económico del ajuste”, suele decir la ministra como principal autodefinición.
En cuanto el Indice de Precios al Consumidor empezó a recalentarse, a principios de 2005, Lavagna instaló la idea de que los aumentos salariales son inflacionarios. Buscó cubrirse políticamente con la aclaración de que deben estar regidos por la productividad, pero el mensaje que quiso transmitir fue el primero. La fórmula, en este caso, era poner la lupa sobre el comportamiento de la demanda. Con los acuerdos de precios, el énfasis está en el control de la oferta, en la discusión de los márgenes de ganancia de las empresas. Es una diferencia no menor.
El ejemplo más contundente en este sentido es la veda a las exportaciones de carne. Lavagna dijo que “hacía falta operar con un bisturí, no con un hacha”. Esa frase refleja otra diferencia entre el ex ministro y su sucesora: la de la intensidad de los cambios. Lavagna hizo un culto del concepto de gradualismo y asoció esa velocidad de acción a la idea del equilibrio. Miceli, si el Presidente lo ordena, avanza.
Poco a poco, el ex ministro fue sintonizando con posiciones cercanas a actores de peso como el Departamento de Estado de los Estados Unidos y los gobiernos europeos con intereses en Argentina a través de las empresas de servicios públicos. Días atrás cuestionó la estatización de Aguas Argentinas –“prefiero al Estado en la educación, no poniendo caños”, afirmó– y es largo su reclamo por una suba de tarifas. Su referencia a Venezuela como “la patota”, a la que convendría dejar “fuera del Mercosur”, llenó de regocijo a la embajada de Estados Unidos.
El Gobierno eligió a Hugo Chávez como aliado desde el principio. El proyecto más ambicioso es el gasoducto que unirá Venezuela con Argentina, pero también hay una asociación con la petrolera de ese país (Pdvsa), compra de combustibles, colocación de títulos de deuda y un contacto fluido. El último eslabón de esa cadena es el ingreso al Mercosur. La decisión tiene relevancia porque revitaliza al bloque, muy golpeado por otras cuestiones –asimetrías con Uruguay y Paraguay y tensión por las papeleras–. La relación bilateral entre Brasil y Argentina también mejoró a partir de la aparición de proyectos conjuntos con Venezuela.
Lavagna se parece cada vez menos a aquel que ayudó a redactar la Ley de Abastecimiento en los ’70, aunque está lejos de los ortodoxos de los ’90. El Gobierno reflotó aquella ley, y esa es otra de las diferencias entre Lavagna y Miceli, dos que fueron maestro y pupila, jefe y empleada (en la consultora Ecolatina, a principios de la década pasada) y aliados políticos, y que hoy se miran desde veredas opuestas. No sólo por la política, también por la economía.
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