Domingo, 11 de junio de 2006 | Hoy
SOCIEDAD › LA HISTORIA DE LOS HERMANOS VIDELA, NACIDOS Y CRIADOS EN EL CIRCO
Su abuelo escapó con un circo. Tuvo siete hijos: todos trabajaron en lo mismo. Y los primos. Y los tíos. Por eso a Jorge y Oscar Videla les parece natural haber pasado su infancia colgados de un trapecio o vestidos de payaso. Los creadores de la primera escuela de circo argentina cuentan aquí cómo fue vivir el Circo Criollo.
Por Andrea Ferrari
A Oscar Videla no le parece extraño. Sin embargo, uno diría que es inusual que a los padres de un niño que ha sufrido parálisis se les ocurra hacerlo acróbata. Así lo hicieron: a poco de superada la poliomielitis ya se subía a un trapecio y luego fue casi lógico que se especializara en “parada de manos” y lograra unas verticales asombrosas que le permitían mantenerse apoyado sólo en un dedo. Su hermano Jorge ya había empezado, a los cuatro años, como acróbata, payaso y actor. Era la vida que conocían y no querían ni se les ocurría cuestionarla. Los Videla son una familia de circo, tal vez una de las últimas donde abuelos, padres, hijos y nietos siguieron el mismo camino. Jorge y Oscar, hoy de 66 y 63 años, abandonaron la vida trashumante para fundar en 1980 la primera escuela de circo del país, que sigue funcionando. Y aunque se pasaron la vida en la cuerda floja y sufrieron accidentes y fracturas, cuando se les pregunta si tenían miedo de caerse dicen que no. Lo que les daba verdadero miedo, ese miedo que nubla la vista y hace sacudir el corazón, era el público.
Uno tiende a pensar que algún método coercitivo debió haber para que hijos, sobrinos, primos y nietos quisieran seguir en el circo. Oscar se ríe.
–No, es un gen. Una cosa que se lleva en la sangre.
Pero hubo uno que fue el primero: Simón Videla Correas. O Tony Panchito. Como en las novelas, Simón se escapó con un circo cuando tenía trece años. Su padre tenía un taller metalúrgico en Mendoza y se cuenta que era muy duro: lo hacía trabajar todo el día en la fragua. Hasta que se cansó y huyó con un amigo tras el circo, a hacer lo que le mandaran. Aprendió trabajando. Primero la acrobacia, que era la base de todo el oficio. Pero también a actuar.
Era esa la época en que nacía el Circo Criollo, de la mano de los Podestá. El espectáculo tenía una primera parte con destrezas circenses y luego venía una obra de teatro, como Juan Moreira. A Simón le decían “el rey de los sargentos”, porque ése era el papel que hacía en muchas obras. Era bueno, dice Jorge.
–Sabía pelear y andaba muy bien a caballo en la pista.
De sus tres uniones, el abuelo Simón tuvo siete hijos: todos se dedicaron al circo. Jorge, el padre de Jorge y Oscar, conoció a su mujer, una campesina italiana, en uno de los tantos pueblos que visitaron: Baigorrita, Junín.
–Tuvieron quince días de noviazgo, después se la llevó con el circo. Mi mamá era una tana trabajadora y salió muy buena actriz.
Jorge hijo nació, literalmente, en el circo: su madre estaba bailando el pericón en escena cuando vinieron los dolores de parto. Le tocó caer al mundo donde estaban haciendo la función: en Trenque Lauquen.
La infancia
Los dos hicieron la primaria de pueblo en pueblo: adonde llegaban, los anotaban en la escuela. Ninguno de ellos parece haber sufrido de ese ir y venir: les parecía normal, hasta divertido, andar cambiando de colegio y compañeros.
–Nos protegía la ley golondrina, para los trabajadores. Las escuelas nos tenían que recibir, aunque fuera sentados en el escritorio de la maestra. El secundario fue más difícil porque en algunos pueblos chicos no había y entonces teníamos que viajar a la mañana para ir a otro pueblo. Y a la tarde volver a trabajar al circo.
Dice Jorge que la gente tiene una idea errónea sobre la forma en que se vive en los circos. No era en el circo mismo, sino que alquilaban casas o piezas para pasar uno o dos meses. Y se vivía razonablemente bien, cuenta. Nunca pasaron hambre y hasta podían darse el lujo de parar un tiempo en invierno, cuando el frío era demasiado para la carpa de lienzo. La formación empezó temprano: a los cuatro años ya salían a escena como payasitos, un típico bautismo de los artistas. Había entonces un maestro de ceremonias llamado Zaragoza y con él, recuerda Jorge, hacía el número.
–¡Señor Zaragoza!
–¿Qué pasa, Panceta?
–¿Sabe por qué la gallina pone huevos?
(Aquí el maestro barajaba una serie de motivos, a todos los cuales el niño decía que no.)
–¿Y por qué pone huevos?
–¡Porque no puede poner chorizos!
Vuelve a recitarlo, palabra por palabra. Otras cosas eran más difíciles: la destreza física se adquiría a puro rigor. Era el único momento en que el padre les pegaba: para que aprendieran a trabajar.
–Uno, por ejemplo, estaba haciendo un fli-fla. El te decía: “Estás aflojando un brazo”. Después pasaba otra vez: “Estás aflojando un brazo”. En la tercera, faa, el golpe. Lloriqueábamos y nos decía: “No aflojés el brazo”. Después uno no aflojaba más.
Ni siquiera cedió el rigor con Oscar, que había tenido poliomielitis. Cuenta que cuando lo internaron en el hospital de niños en Rosario, el médico le dijo a su madre que tendría que hacer mucho ejercicio. Se lo tomaron en serio y poco después era acróbata.
–Por la parálisis tuve que especializarme en algo de la cintura para arriba: paradista de manos. Me gustó y salí bueno en esa materia. ¿Contemplaciones conmigo? (se ríe). Nada que ver. Pero yo jamás me sentí oprimido por las palizas que me pegó mi papá. Aprendí mi oficio, con él crié a mi familia... Tal vez si no me hubiera dado esas palizas no llegaba a nada.
Después de formarse como acróbatas, venían los malabares y el trapecio. Y al mismo tiempo, la actuación. El circo presentaba unas treinta obras diferentes, para poder variar en cada función. Corazón de Chacarero, Nazareno Cruz y el Lobo, El penado catorce, Juan Moreira.
–Cuando uno era chico quería ser el hijo de Mate Cocido, el de Juan Moreira, el boyerito de la cara sucia. A medida que iba creciendo, tocaban los galancitos. Y al final, los viejos.
De la tele a la escuela
De sus dos casamientos, Jorge tuvo tres hijas. Una de ellas –y también alguno de los nietos– se dedicaron al circo. Por cierto, a su esposa Olga también la conoció en una carpa: ella era acróbata y malabarista. Oscar, por su lado, tuvo cinco hijos y todos ellos –en distintos rubros y ciudades– optaron por el circo. A su mujer, bailarina, la vio por primera vez cuando empezaban una nueva etapa: la televisión. Fue en el año 55, recuerda.
–Cuando dejamos de salir de gira entramos en el circo de Marrone. Estábamos rodeados de bailarinas, de chicas lindas, y nos agarró la locura a todos. Muchos en esa época nos casamos.
Después vendrían unos diez años en que pasaron por la revista, como acróbatas, bailarines y finalmente actores. Jorge atesora las fotos de esa época y las va mostrando lentamente, deleitándose.
–Estuvimos en el Astros con todos los grandes. Con Olmedo, Porcel, con Tita Merello. También con Moira, con Susana. Al principio estábamos en el fondo. ¿Sabés lo que es llegar a saludar adelante?
En la misma época habían empezado a actuar en algunos circos grandes y también a viajar al exterior. Pero ya iba naciendo un sueño que tardaría en concretarse: fundar una escuela de circo. Dice Jorge que veían escuelas chinas, rusas y se preguntaban por qué no crear la propia.
–Enseñar nuestro estilo, nuestra forma de trabajar. Luchamos: golpeamos puertas, fuimos a municipalidades. Y nada. Hasta que llegamos a un cura tercermundista que tenía un hogar de niños carenciados en Wilde.
Allí propusieron armar un espectáculo amateur con los chicos y con lo que se recaudara cubrir algunas de sus necesidades. Era 1980 cuando empezaron, en la Parroquia Nuestra Señora de la Paz. De los cien chicos inscriptos, diez terminaron formando la compañía y saliendo a actuar. Al cabo de un tiempo, diferencias con el cura los fueron llevando a otros sitios. Jorge recita todos los lugares por los que pasaron antes de tener el espacio que la Escuela de Circo Criollo ocupa actualmente, en Chile al 1500.
–Pasamos por Lomas de Zamora, por la Facultad de Arquitectura, por un espacio en el Cervantes, por la Asociación de Actores, por Cemento. Hasta que encontramos este lugar, que era una canchita de papi fútbol. Eso fue en 1998.
La de ellos fue la primera escuela de circo argentina. Y la segunda de América, aclaran, porque había una funcionando en Cuba.
Mientras mantiene los ojos fijos en el chico que está haciendo prácticas en el trapecio a vuelo, Oscar dice que no extraña la vida en la carpa. Y sin embargo, algo diferente parece vibrar en su voz cuando se recuerda a él mismo subido al trapecio, cuando habla de los momentos previos a salir a escena cuando sobreviene el pánico, no al accidente, sino al fracaso. Al rechazo.
–Enseguida uno está volando a ocho o nueve metros de altura: te soltás, quedás en el aire, te agarra el catcher, te lleva para la otra punta, te revolea, te trae otra vez y uno vuelve a la plataforma. Sos el triunfador. Y después viene el goce cuando te aplauden: ese ruido que es extraordinario.
Pero insiste en que no extraña, porque ellos siguen en el métiere. No como otros amigos, que debieron retirarse por la edad o la bancarrota de los circos y ahora pasan sus horas atrás de algún mostrador. A Jorge lo que lo enoja es que se discrimine al circo: que no dejen poner carpas en Buenos Aires, que falten regulaciones, que no se apoye a la actividad oficialmente, como sucede en otros países.
–Ahora está el Cirque du Soleil que es muy bueno, sí, pero acá se vienen haciendo las mismas cosas desde hace mucho tiempo. Sólo que no tenemos plata.
Oscar le dice al hábil chico del trapecio que ya baje y descanse. A su alrededor hay un par de chicas colgadas de las telas y uno haciendo verticales. El admitirá después que algunos alumnos cuando llegan son de madera.
–Duros como el roble. Pero aprenden –sonríe–. Todos se van bien formados.
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