Sábado, 30 de diciembre de 2006 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por Alfredo Zaiat
En el Gobierno afirman que la discusión salarial recién comenzará en marzo, a medida que vayan venciendo los convenios suscriptos este año. Por ansiedad o porque saben que este tema no se puede empezar a negociar sin preparar el terreno con suficiente antelación, sindicatos y empresas empezaron a mostrar su juego. Como toda transacción en el mercado persa, las partes tiran valores extremos sobre la mesa para luego ir acercando posiciones, esperando la aparición del Estado como árbitro final de esa contienda. La administración Kirchner ha construido de esa manera una peculiar forma de Pacto Social. Tras esa meta, una de las herramientas principales a la que ha apelado es la estrategia de terminar el año con el índice de inflación en un dígito. La persistente miopía del mundo empresario y sus voceros que lo acompaña no les permite comprender que lo que tanto critican –los acuerdos de precios– resulta funcional a sus aspiraciones de contener los reclamos salariales. Tanto han insistido con que las cifras de inflación no son reales que los sindicatos, con sentido común, reclaman ajustes de sueldos más elevados tomando en cuenta ese índice teórico más alto. Si han repetido con liviandad durante meses que los precios han subido más que lo que registra el Indec, resulta lógico que los trabajadores quieran, por lo menos, mantener su poder adquisitivo acompañando ese indicador hipotético construido por los economistas del establishment. Por la reiterada contaminación que emana de esas usinas, la discusión sobre ingresos, tasa de ganancia y reparto de riquezas queda confundida.
Aunque parezca lo contrario para el universo de ejecutivos de empresas, el Gobierno es el principal disciplinador de las demandas salariales. Con esa suerte de Pacto Social digitado desde la Casa Rosada, estableciendo un pauta indicativa de ajuste de sueldos y una política de acuerdos de precios, los sindicatos –que han recuperado poder pero lejos del que en algún momento supieron detentar– negocian dentro de esos estrechos márgenes. No se pone en la mesa el aumento de la productividad laboral, las crecientes utilidades ni las condiciones laborales. Todo se reduce a una cifra uniforme como sendero a transitar en las negociaciones salariales. El año pasado fue el 19 por ciento, y en éste algunos miembros del Gobierno miran con simpatía el 13 por ciento, variación que es el ajuste que recibirán las jubilaciones a partir de enero. Esta forma de saldar la negociación tiene como base la idea de que el salario aumente unos puntos por encima de la inflación y, de ese modo, aspirar a una mejora de la distribución de ingresos. Pero esa política, fundamentalmente, actúa como un factor determinante de ordenamiento del conflicto social.
Esa estrategia sirve para homogeneizar la discusión pero, a la vez, genera distorsiones porque existen marcadas diferencias por sectores e incluso por establecimientos de una misma rama. Por caso, para los trabajadores de aluminio o los siderúrgicos que operan en economías muy dinámicas, con utilidades elevadas por el favorable contexto internacional de precios altos, con el recuperado mercado doméstico y con posición dominante, el tope oficial al ajuste salarial implica para ello una pérdida considerable. Restricción que significa preservar márgenes de ganancias extraordinarios para esas empresas y, por lo tanto, la convalidación de la sobreexplotación de esa fuerza laboral.
El panorama en los sectores vinculados a los servicios es más complicada, por ejemplo en los rubros educación, mantenimiento de edificios (expensas) o salud. Se trata de rubros con una elevada incidencia del salario en la estructura de costos. El ajuste de sueldos entonces es trasladado directamente al precio del servicio. La definición del Gobierno de una cifra de aumento de sueldos provoca fuertes tensiones en esos campos, como se observa en el controvertido acuerdo que se acaba de sellar con las prepagas. O en el mundo docente, donde los estados provinciales –Buenos Aires a la cabeza– se enfrentan a fuertes limitaciones presupuestarias para hacer frente a los ajustes salariales. En los colegios privados, los aranceles mensuales reflejan esas variaciones maquilladas en cuotas extraordinarias.
Como se ve, la cuestión es sumamente compleja. El Estado interviene para evitar el desborde social por la puja trabajadores-empresarios que puede impactar en su construcción política. A la vez, esa participación permite a los trabajadores recuperar poder adquisitivo en términos reales, pero genera inequidades por las diferentes realidades de cada sector. También los acuerdos de precios y el dedo salarial son claves en el mantenimiento del modelo del dólar alto al evitar una apreciación del tipo de cambio real, base del actual proceso de crecimiento acelerado. Por su parte, los trabajadores aceptan esas reglas de juego porque recién se están recuperando de décadas de haber estado castigados, aunque todavía sus ingresos reales siguen rezagados en términos históricos. En tanto, las empresas no cuestionan los límites impuestos por el Gobierno a los aumentos salariales, pero todos se quejan bajo la bandera de la “libre competencia” cuando el Estado interviene en la formación de precios con la esquiva misión de limitar la tasa de ganancias extraordinarias. Pero, en realidad, ese tope oficial a los sueldos les alivia la pelea con los sindicatos. Todo esto en un escenario laboral en reconstrucción con una manifiesta heterogeneidad: la discusión salarial sólo abarca al 38,8 por ciento de la fuerza laboral. Al respecto, el economista y diputado Claudio Lozano apuntó en un reciente documento que el alza de los salarios en negro y en blanco mantiene la misma proporcionalidad, “lo que indica que la suba está más vinculada con la dinámica de la economía antes que con la celebración de convenios colectivos”.
En ese sentido, una investigación de Hugo Nochteff y Nicolás Güell (Distribución del ingreso, empleo y salarios) destaca que “hasta antes de la dictadura el grueso de los sectores populares tenía empleos plenos (en términos horarios), registrados y no precarios y por ello sus ingresos (así como la distribución de ingresos del país) dependían muy fuertemente de lo que ocurría con los salarios reales de los trabajadores registrados en el sector privado”. Esto significaba que si los salarios reales se incrementaban producían –directa e indirectamente– la suba de los ingresos de la mayor parte de los sectores bajos y medios de la población. Ahora, pese a la lenta recomposición del tejido laboral, las subas salariales no alcanzan por sí mismo para tener un impacto contundente en los ingresos como antes del desembarco de la política neoliberal.
Lo que sucede es que discutir hoy salarios no es lo mismo que cuando se pactaban paritarias en los ’70, ni cuando la inflación mordía aceleradamente los ajustes de ingresos en los ’80, ni cuando retrocedió la capacidad de negociación de los trabajadores, por complicidad de la dirigencia gremial o por la presión que ejercía el ejército de desocupados, en los ’90. En cada uno de esos momentos, coronados por traumáticas crisis, los salarios quedaron por debajo de los existentes previamente. Hoy el mercado laboral no es el que era: precariedad, informalidad, no pocos sobreocupados, aún elevado sub y desempleo, escasez de mano de obra calificada y bajas retribuciones. Hasta ahora el Estado, en forma tímida o en la forma en que pudo, según como se mire, ha inducido para que el incremento de la productividad traducido en ganancias crecientes derrame, al menos un poco, hacia los trabajadores en relación de dependencia. Pese a ello, se sabe que esa intervención no es suficiente para responder a las demandas del complejo mundo laboral.
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