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Abusivos

Seducidos y abandonados, con la rabia entre los dientes y la tristeza profunda en la misma mirada donde relampaguea, de tanto en tanto, el deseo insatisfecho de vendetta, con el espíritu abierto a las ganas de creer, pese a todo, en las promesas tantas veces defraudadas, transitan por las ciudades los usuarios, obligados o voluntarios, de los servicios bancarios, o para decirlo en el argot de moda, los “bancarizados”. En las interminables colas a la intemperie, confraternizan gente de izquierda, de derecha o sin la mínima idea, jóvenes profesionales con jubilados más que adultos, pequeños ahorristas que pretendieron saborear desde el margen la vida de rentista, a la manera de los más ricos, con cuentacorrentistas de múltiples vencimientos en las corridas cotidianas. Están allí congregados, por encima de cualquier diferencia, sujetos al cruel arbitrio del banquero abusivo que hasta anteayer les prometía felicidad eterna y hoy les mezquina la mínima compasión. No hay caso: todos los banqueros son iguales, quieren una sola cosa y una vez que la consiguen te hacen a un lado. Esta es la historia de una ilusión no correspondida.
Durante la última década algunos de los argumentos favoritos, repetidos a coro, del poder político y del mercado decían lo siguiente: 1) el sistema bancario es una fortaleza; 2) las reservas del país garantizan cada centavo en circulación y 3) (hasta hace dos semanas) la convertibilidad llegó para quedarse por siempre. Sobre ese trípode calzaron una ilusión para clases medias, según la cual este país, cuya primera minoría malvive entre el tercero y cuarto mundo, podría sostener el valor de su dinero nacional a la par con la moneda-patrón del mundo, un logro que ni el euro alcanzó, con tasas de interés que multiplicaban por cuatro y hasta por diez o por veinte a las que pagaban en el Norte del mundo, en las sociedades de los más satisfechos. En su más amplia acepción, la clase media, por décadas la más distinguida en su tipo de América latina, compró todo. La experiencia de vivir sin inflación, después de sufrir la “híper”, la expansión del crédito (¿para qué alquilar vivienda si podías comprarla por la misma plata mensual?), el libre acceso del peso al dólar y viceversa, entre otros datos, fueron suficientes para convencer a los más desconfiados. Para muchos el certificado del plazo fijo llegó casi a ser el DNI de la clase, o sea de la gente como uno.
Para peor, en sus instantes agónicos, la mismísima madre de la convertibilidad, Domingo Cavallo, “bancarizó” de prepo a los que habían esquivado el influjo. Acto seguido, llegó la traición: lo mismo que en el tango sobre el “desencuentro”, el falso amor “te devoró de atrás hasta el riñón, se rieron de tu abrazo y ahí, no más, te hundieron con rencor todo el arpón”. Un “corralito”, así en diminutivo, bastó para capturar millones de historias de vida traducidas en movimientos bancarios de los más variados. Los bancos que habían justificado las tasas usurarias como protección contra los riesgos del país, se declararon insolventes para cumplir con sus clientes, las reservas se habían esfumado, la convertibilidad era un espejo roto que Alicia no volverá a cruzar hacia el país de las maravillas. Una pompa de jabón que, al estallar, se llevó puestos a cuatro presidentes en quince días y tiene al quinto en la cuerda floja, sobresaltado cada vez que escucha ruido a trastos de cocina.
Desde el comienzo, para decir las cosas como fueron, la ilusión nubló la razón de sus actuales víctimas. La reelección de Carlos Menem en 1995, con el gobierno envuelto en una nube de sospechas por corrupción, fue hija de lo que ahora es desdicha y que entonces alguien bautizó “voto-cuota”. La indignación moral de la ciudadanía contra el latrocinio oficial volvió recién por 1997, cuando el milagro de los primeros dos años, máximo tres, del peso-dólar puso en evidencia el costo social de la euforia inaugural. No obstante, el hábito se prolongó hasta hacerse subcultura y los bancos siguieron expandiendo su codicia sin frenos, dueños de toda la capacidad de decisión que debían ejercer los poderes del Estado. Al amparo de los zumbidos de las computadoras que remesaban ganancias increíbles, propias y ajenas, hacia destinos foráneos, las palmas bancarias se las llevaron los españoles. Tanto es así que en las últimas semanas, en privado y en público, el actual Presidente de la mismísima Madre Patria, ese que se parece a un personaje de Chaplin, asumió el empaque de un emperador sin corona de colonias de ultramar para presionar al Gobierno en favor de la banca de sus connacionales, sin la menor muestra de afecto por los auténticos perjudicados de esta historia sin amor.
Después de casi tres semanas de irregularidades, los bancos regresarán en cualquier momento a cierta simulación de normalidad y el peso devaluado debutará en su nuevo valor legal. Beneficios todavía ligeros alcanzarán a ciertos núcleos de acorraladitos, pero las decisiones de fondo siguen en sala de espera. La década del espejismo no saldrá gratis para nadie, pero sería lógico pensar que la contribución de cada cual, aunque sea por esta vez, siga el equitativo criterio de distribuir las cargas entre los que se llevaron la parte del león. Por el momento, nada ni nadie puede jurar que sucederá de ese modo y sería bueno que, por si las moscas, vayan tomándose dos previsiones: que la concertación de fuerzas políticas y sociales formalice acuerdos sobre esos criterios justicieros y que los “bancarizados”, así fuera como expiación por la credulidad, se dispongan a respaldar a los que de verdad quieren imponer la ley común sobre la voluntad de los banqueros, aunque sean miembros de la desprestigiada estirpe de los políticos. Al fin y al cabo, a los políticos el voto popular los puede poner y sacar de sus poltronas. En cambio, ¿quién elige al banquero? La apropiación de la verdad nunca es fácil ni cómoda, pero ya va siendo hora de recuperar los prestigios perdidos para el país y para las clases medias. Que la rebelión del plazo fijo haga tronar el escarmiento.

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