EL MUNDO › OPINION
Un dictador dentro y fuera
Por Ralph Nader*
Este es un momento extraordinario en la historia de Estados Unidos. Una docena de hombres y una mujer están tomando decisiones muy arriesgadas y aisladas del silenciado disenso dentro del Pentágono, el Departamento de Estado, la CIA y otras agencias que han advertido al presidente y a su pequeña banda de cohortes ideológicos que tienen que pensar con más profundidad antes de saltar. Están mandando a nuestra nación en una guerra que ya se da por ganada y más tarde provocará batallas que tal vez no se puedan ganar. Por lo menos no sin un gran costo económico y humano para nuestro país.
Pero retrocedamos un momento. Los padres de nuestra nación enfáticamente pusieron el poder de hacer la guerra en manos del Congreso. No querían que algún arrogante sucesor del rey George III metiera al país en una guerra. Querían que un cuerpo colegiado compuesto por varios representantes electos decidieran sobre el tema en forma abierta (Artículo I, inciso 8).
El año pasado, el Congreso, con líderes de ambos partidos, capitularon su poder de decidir la guerra ante George W. Bush. Esto, en sí mismo, es ilegal. Pero, desafortunadamente, no hay un remedio judicial por el que cualquier ciudadano pueda disputar este poder al presidente. El senador demócrata Robert Byrd objetó repetidas veces y con gran elocuencia esta abdicación constitucional. La gran mayoría del Parlamento simplemente se encogió de hombros. Sabía que no hay castigo para este crimen institucional.
Bush, por otro lado, simplemente estaba demasiado ansioso por sacarle al Congreso esa autoridad, del mismo modo que el fiscal general, por medio de ese golpe a las libertades civiles que se llama Patriot Act, estaba ansioso por disminuir el papel del sistema judicial. Habiendo convertido nuestro sistema federal de separación de poderes en tres ramas en la hegemonía de una sola rama, Bush procedió a burlarse de la Carta de las Naciones Unidas, que Estados Unidos ayudó a diseñar, y cuya Carta firmó en 1945.
Su guerra preventiva –la primera en la historia estadounidense– contra una nación que ni atacó ni amenazó a nuestro país no puede justificarse como defensa propia y por lo tanto viola la ley internacional. Ciertamente Washington alegaría este mismo punto si otra nación atacara a un país simplemente porque le parece dañino.
El presidente Bush trató varias veces de vincular a Irak con Al-Qaida. No hay pruebas que sostengan estas acusaciones. Los dos son enemigos mortales: uno es secular y el otro fundamentalista. La CIA informó al Congreso que, enfrentado a un ataque estadounidense dirigido a derrocarlo, nuestro ex aliado y protegido, Saddam Hussein, “probablemente se sentiría con menos trabas para adoptar acciones terroristas”. Aun así, los analistas habían publicado artículos que ponían en duda la eficacia de cualquier arma de destrucción masiva que pudiera tener Saddam contra los ataques de modernos misiles por aire seguidos de un despliegue de vehículos blindados que correrían hacia un ejército rendido. Los inspectores de la ONU no encontraron nada en las incursiones en Irak antes de que Bush detuviera su inspección en ese régimen.
El 18 de marzo, el Washington Post, que está a favor de la guerra, se sintió obligado a publicar una historia que dos de sus periodistas estrella titularon “Bush se agarra de acusaciones dudosas contra Irak”. El artículo cuestionaba una “cantidad de acusaciones” que la administración Bush está haciendo contra Irak, que “han sido desafiadas” –y en algunos casos desaprobadas– por la ONU, gobiernos europeos e incluso informes de la inteligencia estadounidense.
Ahora que la corta guerra ha empezado, se espera que haya un mínimo de víctimas en ambos lados. Pero después de que los militares estadounidenses triunfen, van a empezar las largas batallas de la ocupación. Habrá incendios, enfermedades, hambre y saqueos de gente desesperada y delincuentes y derramamiento de sangre entre las principales religiones y facciones étnicas. Las agencias de inteligencia estadounidenses dicen que la guerra en Irak probablemente aumentará el terrorismo global y dentro de Estados Unidos. Generales y almirantes retirados muy respetados, como el general de Marina Anthony Zinni, creen que desestabilizará Medio Oriente, socavará la guerra contra el terrorismo y distraerá del conflicto israelo-palestino. El “rey George” no los escucha a ellos ni a otros líderes retirados del departamento de Estado, el Pentágono o las agencias de inteligencia más importantes, incluyendo al que fue asesor de Seguridad Nacional de su padre, Brent Scowcroft.
Esta debe ser la única guerra en nuestra historia promovida por pichones de halcón –antes, beligerantes evasores del reclutamiento de las fuerzas armadas– y rechazada por muchos que sirvieron en las fuerzas armadas y están dentro o fuera del gobierno.
Sin embargo, el militarista mesiánico de la Casa Blanca se niega a escuchar las opiniones en contra de millones de norteamericanos o los puntos de vista de aquellos que le recomiendan conseguir sus objetivos en Irak sin ir a la guerra. De hecho, se negó a reunirse con cualquier grupo antiguerra estadounidense. Las asociaciones que representan a los veteranos, obreros, empresarios, mujeres, funcionarios municipales, autoridades religiosas, médicos y profesores con formación intelectual le han escrito para pedir una audiencia.
Michael Kingsley es un columnista sobrio y brillante que dijo que “en términos de poder, George W. Bush es ahora lo más cercano que hubo en años a un dictador del mundo”. Uno también podría usar una frase canadiense: un dictador electo. Me corrijo: un dictador judicialmente elegido.
* Ex candidato presidencial norteamericano por el Partido Verde.