Martes, 3 de julio de 2012 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Gerardo Albarrán de Alba
Había una vez un profesor de primaria que se volvió político y fue todo lo que quiso ser, excepto presidente de la República. Cuando más lo anhelaba, hace 30 años, estaba vetado constitucionalmente por ser hijo de un migrante alemán, porque entonces el poder estaba reservado a descendientes de padre y madre mexicanos. Frustrado en sus aspiraciones, Carlos Hank González (1927-2001) continuó con lo que mejor sabía hacer: política y negocios como simbiosis. Así llegó a acumular más de 1300 millones de dólares, según le contabilizó alguna vez Forbes, y se convirtió en el patriarca del Grupo Atlacomulco, uno de los más poderosos clanes detrás del poder.
El llamado “Profesor” fue epítome del partido que fue expulsado de Los Pinos en 2000, un PRI cuyos dirigentes y cuadros no han dejado de operar durante más de seis décadas guiados por el máximo apotegma de Hank González: “Un político pobre es un pobre político”.
Y el heredero del negocio político del grupo priísta que encabezó Carlos Hank González durante la segunda mitad del siglo XX es Enrique Peña Nieto, virtual ganador de la elección presidencial del domingo pasado.
Casi a la medianoche del día de la elección, luego de que el Instituto Federal Electoral le dio una ventaja prácticamente irreversible y de que el presidente Felipe Calderón lo felicitara primero por teléfono y luego por televisión, en cadena nacional, Peña Nieto aseguró que el retorno del PRI al poder no es un retroceso, como aseguran sus opositores.
Algunos le creen, pero basta un ejercicio de memoria para poner a prueba el mayor reto del hoy virtual nuevo presidente de México: demostrar que el sistema priísta al cual representa no es el mismo que aquel responsable de los peores vicios de la política mexicana, desde la más rampante corrupción gubernamental hasta la infiltración de las instituciones del Estado por el narcotráfico. Es cierto, también, que los dos gobiernos consecutivos del PAN que ahora terminan no inventaron ninguno de los grandes males estructurales del país. Sólo los explotaron desde su propia corrupción moral hasta ser desbordados por el crimen organizado como consecuencia de su incapacidad política.
La gran paradoja de la anecdótica imposibilidad de Hank González para ser presidente de México en 1982 es que quien sacó al PRI del poder en 2000 fue otro descendiente de alemanes nacionalizados estadounidenses: Vicente Fox, gracias a una reforma constitucional promovida por Carlos Salinas de Gortari. Doce años después, los más de 60 mil muertos con que terminará la administración de Felipe Calderón sellaron el retorno de un PRI más cohesionado y disciplinado, menos dispuesto a volver a dejar el poder.
Es un PRI incapaz de renovarse y que sigue dirigido por los cuadros políticos formados en los ’70. Más allá del rostro telegénico de Peña Nieto, la estructura dinosáurica de ese partido se prepara para repartirse el poder que durante 71 años usufructuó. Aunque su delfín se rebele.
“Somos una nueva generación, no hay regreso al pasado”, dice Peña Nieto. Y el viejo PRI sonríe al escuchar el discurso de su cachorro, pronunciado en el auditorio Plutarco Elías Calles, nombrado así en honor del hombre que en 1929 institucionalizó a la revolución mexicana. La rupestre política de Calles es el origen de todas las reglas no escritas del acceso al poder, muchas de ellas aún vigentes.
“Mi gobierno tendrá puesta su visión en el futuro, en el México de grandeza y esperanza que todos queremos y anhelamos”, promete el casi seguro próximo presidente, y las fuerzas vivas estallan en un júbilo que oculta un hecho histórico: ver hacia delante en el PRI casi siempre ha significado mirar el espejo retrovisor.
El PRI es una falla democrática de origen, porque este país nunca lo fue plenamente bajo su régimen, ahora a punto de ser restaurado. Es un partido cuya máxima virtud siempre ha sido renovarse sin cambiar, el gatopardismo elevado a razón de Estado.
La dictadura perfecta, como llamó Mario Vargas Llosa al régimen priísta en 1990, es hoy la República del Masoquismo, según pronosticó a finales de 2009 que sería el país “si es que es verdad el posible el triunfo del PRI, y si es que es el mismo PRI que el pueblo mexicano rechazó en unas elecciones”.
Vargas Llosa evidentemente había olvidado el célebre microrrelato de Augusto Monterroso, hoy más que nunca un lugar común en el imaginario mexicano: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
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