Martes, 3 de julio de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Horacio González *
En los últimos tiempos, ha resurgido en el vocabulario político argentino una palabra: corporaciones. Nunca dejó de flamear en el subconsciente de la historia nacional. Alfonsín la empleó en su momento como una de las claves críticas de su relación con el sindicalismo. La Presidenta volvió a recordarla a propósito de las conflictivas relaciones con el gremio de camioneros. Y ciertamente, en la álgida cuestión de los medios de la comunicación, la expresión “la corpo” se constituyó en una abreviatura humorística, plena de intencionadas alusiones.
No es inadecuado llamar corporaciones a los grandes medios de difusión y comunicación. Más allá de sus fuertes lazos con la vida empresarial, ellos mismos son empresas cuya materia prima es el lenguaje, la subjetividad, la sensualidad de las imágenes y la retórica general humana. En ese sentido, son grandes corporaciones que logran asombrosos resultados en la creación de identidades, que aun difusas, tienden a aglomerar la conciencia colectiva. No parece tampoco
inopinado decir corporaciones en el caso de la mayoría de las prácticas gremiales, así como es obligatorio en estos casos ampliar la lista a las grandes entidades financieras, empresariales o tecnológicas, que entrelazadas o no, succionan las dispersas energías sociales en lógicas unificadoras compulsivas.
No es menos una corporación Clarín que Monsanto; no lo es menos Google que General Food; no lo es menos British Petroleum que Barrick. Es el capitalismo mismo que consiste en un metaagregado de corporaciones que compiten, se alían o anarquizan entre sí. No obstante, no son iguales todas las corporaciones, pues combinan con distintos grados formas de feudalización de la organización del trabajo, las audiencias y el deseo colectivo. El sindicalismo de masas de cuño corporativo es una realidad diferente, si se quiere una réplica defensiva y defectuosa a la historia corporativa de las empresas y grandes compañías mundializadas. Si por un lado se parece demasiado a las corporaciones con las que trata, por otro lado no debe perder de vista la vida popular y los derechos consagrados del trabajo, por más que no los trate como una hipótesis genérica emanada del proletariado universal, sino como un hecho que debe medirse en relación con las crudas realidades del Estado, de las empresas y del cuadro económico general dominante.
En el caso del sindicalismo de los camioneros, no es fácil un juicio sobre el tipo de corporación que constituye. Tiene en la esfera de su gestión una poderosa obra social, empresas subsidiarias que son proveedoras de esa misma obra social, iniciativas económicas de mercado, compra de predios y clubes donde lo que luce es un tipo de capitalismo sindical-empresarial que mantiene distintos contactos con la vida popular y reivindicativa. Como toda corporación, subsume a todos sus miembros en una fuerte identificación profesional, existencial y simbólica, al punto de quedar en segundo plano el ser genérico de las prácticas laborales. Basta ver al Patón Basile, el camionero boxeador, con todo su cuerpo tatuado a la manera de un tótem orgánico, que está tomado íntegramente por la corporación y al mismo tiempo no deja de ser la forma viva de una cultura ornamental burlesca, excesiva y teatralizadamente popular. ¿Cuál es la mediación cuya espesura torna esta figura de lo popular, o de la clase obrera, en un arquetipo funambulesco? Una corporación, finalmente, es un extremo de mediación que opaca no solo al individuo, sino a cualquier forma de ciudadanía social o de universalismo social-ciudadano. ¿Es solo esto lo que significa realmente?
La teoría corporativa de la sociedad tiene antiguos antecedentes que prácticamente envuelven toda la historia del pensamiento social. Si una corporación es una institución que se convierte en una mediadora absorbente que toma a su cargo todas las relaciones de cada individuo con la sociedad, entonces flaquea la institución. Una institución, entonces, es lo contrario de una corporación. Aglutina a sus miembros lo necesario como para no diluirse su identificación, objetivos y signos adecuados de pertenencia, pero no los esfuma en su excedente universal. Una institución lo es cuando fuera de sus límites e intereses particulares, sus miembros se despliegan en diversas formas de ciudadanía, recogiendo en sus prácticas otros múltiples intereses. En una corporación, los signos identificatorios, en cambio, abarcan explícita o implícitamente variadas zonas de la vida privada post-laboral o las secuencias vitales de índole familiar proyectadas en el tiempo.
Pero el drama de las corporaciones es que surgen del privilegio de la seguridad, no de la libertad. La Iglesia lo representa mucho mejor que los grandes sindicatos verticales, sin que éstos dejen de hacerlo también. En su extremo, el corporativismo no piensa que es la autonomía de conciencia la que producirá el orden social, sino que es la seguridad lo que permitirá la vida en común. Por lo que todos deberían privilegiar la sumisión para obtener el pan, todo coronado por el amor a los Príncipes. Sin embargo, los sindicatos modernos descienden de las corporaciones de oficio de lejanas edades, donde las luchas profesionales de la humanidad mucho tenían que ver con el elevado establecimiento de saberes y su proyección alquímica, y desde luego filosófica. En el gran ciclo histórico de la modernidad, fueron en gran parte los sindicatos los que contribuyeron a no poner la seguridad por encima de la lucha por el pan.
En muchos sentidos, la vocación de autodefensa profesional con el agregado que le dieron las filosofías sociales volcó a las corporaciones sindicales hacia la generalización de la idea de trabajo como canon definitorio del conjunto de las prácticas sociales. Ya se trate del homo laborans con su establecido ideal de bienestar como fundamento general de la vida social, tal como lo expresaron las socialdemocracias. Ya se trate del sujeto social de la gran crítica a la explotación por la vía del “excedente del tiempo laboral no remunerado”, considerado la forma moderna de la esclavitud en los escritos originales de Marx.
Estos modelos sindicales no eran aun las grandes uniones gremiales que provienen del reflejo del Estado de Bienestar, que en todos los países del mundo se fueron tornando más corporativas. No tanto en términos del resguardo de la fragilidad humana que encarnaban los proletarios, sino como un nuevo estilo de fortaleza negociadora con el Estado, donde podían presentarse muy variadas situaciones. Por un lado, la razón socialdemócrata, donde los sindicatos mantenían un difícil equilibrio con el Partido, típico de la época de Bebel, Kautsky, Bernstein. Estos eran jefes socialistas generalmente de origen obrero que realizaban innumerables peripecias para conciliar el ámbito partidario con el sindical. El peronismo, que muchas veces fue equivocadamente tachado de filofascista, hereda en verdad esta dificultad socialdemócrata. Recuérdese el trocadillo de las “ramas gremiales del partido” y su espejo invertido o complementario en las “ramas políticas del gremialismo”. Aquellas famosas “seis-dos”, sigla cuya mera pronunciación imponía un secreto temblor.
Este doble sentido circular de la relación del partido con el sindicato pertenece cabalmente al peronismo, sentido que ahora se ha quebrado, sin que nunca haya sido un lecho de rosas. El Partido se definía como un mero “instrumento electoral”, mientras que las “62”, lejos de ser menoscabadas, eran admirativamente aludidas como la fuerza que “podía parar el país”. Cuestión muy diferente es la de los movimientos nacional-sindicalistas de la entreguerra europea. En muchos casos admitieron la forma integral del corporativismo, incluyendo en él toda la cadena productiva y reproductiva en tanto cuestión biopolítica –como no sin cierto abuso la llamaríamos hoy–. Empresarios, técnicos, obreros, el ámbito familiar de todos ellos, la vivienda, la salud, las simbologías genéricas de identificación, eran órdenes estamentales, discursos macizos, integralismos que segmentaban la acción social. Combinado todo esto con las demás congregaciones campesinas, universitarias, religiosas, militares, etc., se precisaba entonces la mirada inmanente del Jefe Integral para conjugar en idílica armonía estas columnas verticales en que se había diluido el ser social.
El fracaso sangriento de estas experiencias a mediados del Siglo XX europeo fue una lección para toda la humanidad. En nuestro ámbito aldeano, la noción de “comunidad organizada”, teñida de cierto organicismo y una utopía de cancelación final de la disputa entre poseedores y desposeídos, corrió la suerte paradójica que el peronismo supo imprimirles a casi todos sus conceptos fundamentales. Postuló una felicidad comunitaria que distaba mucho de la drástica idea jacobina de “felicidad pública”, pero inesperadamente tuvo que recoger la idea de resistencia, que venía de los maquis antifascistas. Esta crónica peronista no es ajena entonces a cierto jacobinismo que suele cantarse en los agregados de su himno fundante. Este himno admite el apogeo, la caída, la herencia y el “no nos han vencido”. De tal modo, la idea de comunidad, legado esencial del peronismo clásico, es también un elemento fuertemente paradójico.
Lo retrata bien el film de Jorge Cedrón con guión del propio Walsh, Operación Masacre: a uno de los trabajadores comprometidos con la resistencia, un jefe policial lo interroga sobre si era peronista. La respuesta es: “¿Cómo voy a ser peronista, si yo voy de casa al trabajo y del trabajo a casa?”. La frase era una autodenuncia, un chasco del metalenguaje. Quería ser una ingenua declaración de descompromiso, pero en su misma hechura ya estaba inscripto un destino. En el peronismo, la comunidad organizada recorrió el camino del obrero bucólico al resistente fusilado. No hay comunidad sin su reverso, la tragedia, la disparidad, el cisma. No hay democracia sin instituciones gremiales fuertes y representativas, en las que su propia democracia interna esté fundada en ciertas columnas organizativas, que sin ser corporaciones, puedan sostenerse en energías colectivas que restrinjan el universalismo abstracto con un gremialismo representativo y democrático, no frágil ante las patronales capitalistas o el Estado, pero con noción cierta de que son instituciones genéricas de la sociedad.
Quizás el acto realizado en Plaza de Mayo por Hugo Moyano –no debió llegarse a él, pero debe ser motivo de reflexión general por qué ese evento ha ocurrido– permita pensar muchas más cosas, al margen de la coyuntura y el exorciso. Una de ellas es la posibilidad de que el país se acerque a la antigua demanda de un sindicalismo con márgenes de pluralismo más amplios y a tratos electorales internos que disminuyan sus petrificaciones de larga duración. Por otra parte, también es oportuno el momento para pensar en una forma extensa de ciudadanía social. Muchos pasos se han dado ya en ese sentido, pero convertirla en concepto ayudaría a descorporativizar sindicatos, medios de comunicación, empresas, universidades, clubes de fútbol, etc., con reflejos incluso en las instituciones educativas religiosas, recreando una nueva subjetividad ciudadana con sus enlaces públicos y nuevas calidades institucionales. Sería necesaria ahora una actividad intelectual universal no alcanzada por prejuicios ni elitismos, sino considerada con el derecho general a crear símbolos de pertenencia, compromiso y litigio, junto a la necesaria autocontención de todo interés particularista: todo esto llevaría el nombre de una ciudadanía social.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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