Sábado, 1 de noviembre de 2014 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Florencia Saintout *
Estos días están marcados por la indignación dolorosa ante el asesinato y desaparición de los estudiantes normalistas mexicanos, que hace gritar a la región una y otra vez más la aparición con vida. Con vida se los llevaron, con vida los queremos.
También en estos días en Argentina protestamos contra la violencia institucional y caminamos con la Marcha de la Gorra: nunca más un pibe muerto en manos de la policía.
Mientras se desarrolla un congreso internacional sobre juventud en La Plata, las comparaciones sobre el estatuto de las juventudes en los diferentes países son las que mueven a debates que permiten tener visiones complejas sobre un mapa que no puede leerse con idénticos signos.
Luego de dar un panorama nefasto sobre la situación de su país, el antropólogo mexicano José Manuel Valenzuela Arce pregunta a los argentinos acerca de “la magia entre el kirchnerismo y los jóvenes”. Las respuestas posibles son tantas que habilitan hasta la crisis de la pregunta (¿sólo apelando a la magia podrán algunos explicarse una juventud politizada por convicciones?). Pero lo más importante son las diferencias de las miradas, situadas en lugares del mundo comunes, a la vez tan próximos y tan distantes. Una en Argentina, que afirma la recuperación de la política y los derechos para los jóvenes. Otra, en el México que denuncia juvenicidios luego de ser uno de los primeros países que incorporó la figura del femicidio para señalar un crimen del que sólo se hablaba con la categoría de muerte (“las muertas de Juárez”, como si las hubieran matado la lluvia o los vientos). Un México que se dice ya tiene más de 150 mil asesinados desde el 2006. Que en estos días vivió la brutal masacre en Guerrero de los estudiantes que estaban tratando de movilizarse para recordar los asesinatos de otros jóvenes, los de Tlatelolco. La matanza que en 1968 Jacobo Zabludosky de Televisa ignoró anunciando como principal noticia que “había sido un día soleado”.
Dos realidades distintas las de México y Argentina, sin lugar a dudas.
En México, un Estado que en décadas y décadas no para de aumentar su faz represiva y no deja de reprimir sus posibilidades democráticas. En Argentina, un Estado que se presenta como garante de la capacidad de expandir y universalizar derechos humanos (lo que no implica negar la persistencia en su seno de fuerzas siniestras que atentan contra los derechos humanos mismos: sólo con mencionar a Luciano Arruga esto queda claro).
Pero en los dos países, con sus diferencias de listados infinitos, existe una misma televisión. Independientemente de los marcos legislativos vigentes en cada lugar (la modificación de la ley en México se basó en la ampliación del poder de los grandes grupos, Televisa y Azteca), los dos países tienen en común una lengua del espectáculo y la crueldad. Y esto lo hacen desde tres lugares:
1. La pedagogía de la crueldad
Los públicos no nacen, sino que se hacen. Los medios participan de esa hechura. Podrían hacerlo de múltiples maneras, pero especialmente la televisión hegemónica lo hace enseñando a mirar con crueldad el cuerpo de los otros: de las mujeres, de los jóvenes, de los pobres.
Para eso utilizan dos mecanismos básicos que ya no son sólo los del ocultamiento de la información, sino los de la banalización y mercantilización del dolor de los demás.
Es una pedagogía porque al público se le está enseñando a ser cruel y a ser indiferente. Con la repetición al infinito de lo que llaman casos; con la serialización casi industrial de las muertes; con la absoluta banalización de lo profundo y la profundización de lo banal (da lo mismo hablar de sida que de chismes, o el sida se transforma en un chisme) es que el público va aprendiendo a mirar lo que es posible de ser visto/no visto.
El ojo que ve no lo hace solamente desde una biología. Ve también desde una cultura y un tiempo que va incorporando. Que lo habilita a ver de un cierto modo. Si esa cultura está marcada por la crueldad y el desprecio sobre los otros, entonces aprenderá a ver a los otros como objetos de descarte.
Los medios, sus operadores, van enseñando entonces a aceptar lo que podría ser inaceptable: que a los pibes pobres se los mate en la calle; que sus vidas no valgan ni siquiera la pena de ser lloradas; que los cuerpos de las mujeres sean exclusivamente para el goce masculino; que hay que cerrar la puerta al extraño.
Los públicos terminan creyendo que están viendo la sociedad tal cual es, cuando lo que están viendo es aquello que desde la lente de los dueños (en su más poderoso sentido) se les ha enseñando a ver.
2. La imposición del espectáculo
Es la lógica del espectáculo la que domina la comunicación. “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada a través de imágenes”, escribió Guy Debord. En esa relación se confisca la experiencia de lo real para las mayorías. O al menos se intenta.
La televisión tan atroz trata de tener el monopolio de la visualidad legítima. Tanto en México como en Argentina todos los días los conductores “populares” se burlan de lo popular. Lo subalterno para ellos puede ser tema, objeto, estética y hasta pueden jugar a ser ellos mismos lo popular. Lo único que no puede pasar es que lo popular sea sujeto de poder. Se veda su capacidad de intervención: se trata sólo de mirar desde afuera.
3. La gestión del miedo
Finalmente, en ambos países la televisión aparece como maquinaria privilegiada de construcción y gestión del miedo, poniendo a unos como los principales responsables del mal vivir de la sociedad.
El miedo no es natural. Siempre es histórico y cultural.
En la actualidad es la televisión la que gestiona el miedo de las sociedades. Son los famosos del espectáculo los que dicen “la sociedad tiene miedo”. Es la producción serial de noticias repetidas las que dicen hay miedo (y ocultan al mismo tiempo datos comparados, complejos; fuentes; análisis de soluciones posibles que no impliquen sólo más policía corporativa y manchada ya hace tiempo de la sangre de los sectores populares).
Y esto no quiere decir que no hay nada a qué temer, sino simplemente que son los medios los que dicen a qué y a quiénes hay que temer. En la televisión de nuestros países, más allá de todas las diferencias, queda muy claro a quiénes se supone que hay que temerles: a los pibes pobres; a las mujeres no domesticadas; a los que son Otros para una racionalidad blanca dominante. Así lo anuncian hora a hora los conductores del entretenimiento.
¿Podrán devorarnos otra vez?
* Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, UNLP.
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