EL MUNDO
El Saddam Hussein que yo conocí a fines de los ‘70
El periodista británico Robert Fisk estuvo en Bagdad a fines de la década del 70 para una cumbre de países opuestos a la paz entre Egipto e Israel. Aquí describe al Saddam que conoció: amable pero terrorífico.
Por Robert Fisk*
Desde Bagdad
¿Era éste en verdad el hombre cuya mano estreché hace casi un cuarto de siglo? Pasé 24 horas mirando una y otra vez esos videos. Mientras más los veo, más se convierte Saddam Hussein en un animal salvaje. Un estadounidense entrevistado por una agencia de noticias señaló que se había dirigido de inmediato a una iglesia a orar por él.
El rostro que recuerdo de mi encuentro con él en aquella fecha era mofletudo en una forma que algo tenía de insolente, con el bigote tan bien recortado que daba la impresión de que se lo habían pegado con goma, y ese enorme traje cruzado como los que usaban los líderes nazis, demasiado holgado y flojo en los hombros.
Así pues, volví a mirar esos videos. Cierto, la criatura acosada que muestran no puede retroceder la película. Sus días, como dicen, han terminado. ¿Pensaba ya en escribir sus memorias? Después de encontrar su pequeña biblioteca al lado de su último escondrijo en el Tigris, no me sorprendería. Durante su largo y terrible reinado solía inundar a los reporteros con tratados sobre relaciones internacionales y los derechos de la mujer, y acabó su reinado inundando a su pueblo con novelas rosas. Ayer encontré la filosofía de Ibn Khaldun entre sus libros.
Allá a fines de los ‘70 estuve sentado junto a él en la reunión cumbre del “frente del rechazo”, cuando Bagdad encabezó la resistencia a la iniciativa de paz de Anuar Sadat con Israel. Allí estaban Hafez Assad, de Siria; el rey Hussein de Jordania y una porción de grandes personajes de Medio Oriente, hoy difuntos. Cómo caen los poderosos.
Ahora recuerdo que cuando sonreía –lo cual hacía con demasiada frecuencia– los labios se le retraían demasiado de los dientes, de modo que su calidez se transformaba en una especie de gesto maligno y bestial. En televisión no tenía ese aspecto. Pero cuando uno estaba junto a él, respirando el mismo aire, eso era lo que veía.
Fue esa la ocasión en que Saddam Hussein llevó a mi colega Tony Clifton al centro de Bagdad en su Range Rover y lo desafió a encontrar un solo hombre que se opusiera a su régimen. Inútil es decir que todos los siervos temblorosos llevados ante mi amigo para que los interrogara ofrecían dar la vida y el alma por la figura paterna de la revolución baazista que estaba junto a él.
En aquellos días lo llamábamos autócrata –una agencia estadounidense de noticias lo denominaba “hombre fuerte de Irak”–, porque era amigo de Estados Unidos. Pero sabíamos todo de él, las habitaciones donde violaban mujeres, los extractores de dientes, los cuchillos y las cámaras de concreto donde se colgaba a los prisioneros, con sus puertas de metal y los cepos de ejecución. Esta vez los trajes del dictador eran más finos, de hechura francesa, mejor cortados, grises en vez de marrones. Incluso había aprendido a fumar habano, sujetándolo con dos dedos en vez de con los cinco.
Después de la invasión de este año a Irak, los periodistas –y vaya por ello todo elogio a Paul Wood, de la BBC– tuvimos en las manos videos que contenían algo de la más pornográfica violencia que cualquiera de nosotros haya podido soportar. Durante 45 minutos la policía de seguridad de Saddam aporreaba y azotaba prisioneros chiítas semidesnudos en el patio de su cuartel Mukhabarat. Los prisioneros, cubiertos de sangre, gritaban y gemían. Los pateaban, les destrozaban los testículos, les metían pedazos de madera entre los dientes, los arrojaban a alcantarillas y les daban de garrotazos en la cara.
Los videos mostraban que había espectadores, baazistas en uniforme, y hasta un Mercedes estacionado en el fondo, a la sombra de un álamo plateado.
Mostré unos segundos de estas películas en conferencias que di en Irlanda y Estados Unidos este verano, y algunos de los asistentes se marchaban asqueados ante la evidencia de la naturaleza perversa de Saddam. Después de todo, ¿para quién se hacían esos videos? ¿Para el dictador? ¿O para que los vieran los parientes de las víctimas y así volvieran a sufrir la tortura de sus seres queridos?
Y era fácil, al mirar esas imágenes del sadismo de Hussein, suponer que los iraquíes estarían agradecidos con nosotros esta semana. Hemos capturado a Saddam, hemos destruido a la bestia. Los años de pesadilla han terminado. Si sólo nos hubiéramos deshecho de este hombre hace 15 o 20 años, qué cálida sería nuestra bienvenida a Irak hoy. Pero no fue así.
Y por eso su captura no salvará a los soldados estadounidenses: el dictador sigue vivo. Igual que Hitler sigue vivo en la memoria y los temores de millones. Y está en la naturaleza de esos regímenes terribles generar réplicas en la mente.
Anoche, cuando volvía de Tikrit, la ciudad natal del dictador, la carretera estaba bloqueada por miles de musulmanes sunnitas que coreaban su nombre, agitaban su retrato y disparaban al aire sus rifles automáticos. “¡Saddam acaba de sacar otra grabación!”, me gritó un joven. “¡Sigue con nosotros! ¡Los estadounidenses capturaron a su doble!”
No pude encontrar a nadie que de veras hubiera escuchado esa grabación, pero entendí lo que significaba. Los dictadores permanecen en la mente para envenenar de nuevo, para torturar una vez más. Saddam se ha ido, Saddam vive. ¡Y creemos que la guerra ha terminado!
* De The Independent. Especial para Página/12.
Traducción: Jorge Anaya.