Domingo, 24 de abril de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Eric Nepomuceno
A estas alturas, no hay alma viva en Brasil que crea posible lograr que el Senado no abra un juicio político a la presidenta Dilma Rousseff.
La decisión será anunciada en las próximas dos semanas. La fecha prevista es el miércoles 11 o, como plazo máximo, el jueves 12. Se necesitan 41 votos de los senadores reunidos en el Pleno de la Casa, y todas las cuentas, inclusive las del gobierno, indican que 46 de ellos ya están plenamente decididos por la apertura del juicio. Lograr revertir seis votos parece imposible. El mismo PT, junto a sus dos últimos aliados, considera que la batalla está perdida. Lula da Silva también: sabe que perdió, que perdieron.
Aprobada la apertura, vendrá el juicio. Será un trámite lento, que podrá extenderse hasta por 180 días. En esa etapa, Dilma Rousseff tendrá la última oportunidad de defenderse. Para destituirla definitivamente se necesita alcanzar la llamada “mayoría calificada”, o sea, los votos de 54 de los 81 senadores. Parte del gobierno y de los que siguen apoyando a la mandataria creen que son fuertes las posibilidades de impedir que ese número sea obtenido, lo que permitiría a Dilma Rousseff volver a asumir el sillón presidencial. Lula da Silva también, pero él y sus allegados indican que hay que pensar en el futuro o, más exactamente, en las elecciones del 2018.
La cuestión es saber qué pasará en el país mientras tanto. Una vez que se decida por la apertura del juicio, Dilma Rousseff será alejada de su puesto. Su lugar será ocupado por el vicepresidente Michel Temer, que en las últimas semanas conspiró de manera abierta contra la mandataria y, en los últimos días, dedica todas sus horas a componer el nuevo gobierno. Siquiera se habla de “gobierno interino” o “provisional”: se da por seguro que Temer llevará el timón del barco hasta el último día de 2018, cuando termina el mandato originalmente destinado a la primera mujer que se eligió, a bordo de 54 millones 500 mil votos, la primera presidenta de Brasil.
El escenario que espera por Temer es tenebroso. Brasil está literalmente quebrado. En parte, como resultado de políticas económicas profundamente equivocadas llevadas a cabo por Dilma Rousseff a partir de la mitad de su primer mandato. Pero en parte más importante aún gracias a la irresponsabilidad de un Congreso que literalmente no la dejó gobernar desde el mismísimo primer día de enero de 2015, cuando inauguró su segundo mandato. Los resentidos de la derrota hicieron de todo para derrotarla.
La durísima crisis económica que el país enfrenta se traduce en un desempleo que ya alcanzó la casa del 10 por ciento, lo que significa más de diez millones de desempleados. En los últimos doce meses, un millón 800 mil brasileños perdieron sus puestos de trabajo.
La crisis también se traduce en una fuerte retracción en la recaudación central, provincial y municipal, lo que hace que no haya dinero en ninguna parte. El estado de Río de Janeiro, por ejemplo, segunda mayor economía de Brasil, está literalmente en quiebra. Este mes, que llega a su final, no cobraron pensiones los jubilados del servicio público, ni los funcionarios que tienen sueldos superiores a 600 dólares. Hay hospitales en ruinas y escuelas sin luz, hay menos patrulleros en las calles por economía de combustible y las obras públicas están paralizadas.
El gobierno central, a su vez, retrasa gastos básicos, y de inversiones públicas mejor ni hablar. La recesión llegará a alrededor de menos cuatro por ciento del PIB en 2016, y no hay grandes expectativas de recuperación para el 2017.
Pero no sólo la economía está en quiebra: también el sistema político entró en colapso. El dantesco espectáculo ofrecido el pasado domingo en la Cámara de Diputados, cuando se aprobó autorizar al Senado a abrir un juicio contra Dilma Rousseff, ha sido un claro ejemplo de su bajísimo nivel. Con más de 30 partidos políticos representados en el Congreso, es prácticamente imposible armar alianzas sólidas para gobernar. La inmensa mayoría de los partidos no son más que siglas de alquiler, que en épocas electorales negocian apoyo a cambio de beneficios y, claramente, dinero.
Bajo ese cielo de pesados nubarrones asumirá la presidencia Michel Temer. Trae sellada en la frente la palabra “traidor”. Será un presidente que de entrada carece de legitimidad. Los sondeos indican que tendría solamente el dos por ciento de los votos si hubiese una elección.
Es, por cierto, un viejo zorro a la hora de negociar, siempre a base de acuerdos apenas susurrados. Queda por ver si eso será suficiente para dar nuevos ánimos a una economía que se encuentra al borde de la parálisis.
También esperan por Temer las calles. El PT y los demás partidos de izquierda ya anuncian una fuerte oposición en el Congreso. Mientras tanto los movimientos sociales y parte sustancial del electorado de izquierdas anuncian que irán a las calles en protesta permanente contra quien consideran un usurpador de un puesto conquistado por decisión soberana de las urnas electorales. Se esperan huelgas generales, paros parciales, presión constante, un suelo lleno de brasa ardientes.
Mi abuelo paterno, el viejo patriarca José Augusto Nepomuceno, tenía un humor singular. Cada vez que en mi primera juventud yo enfrentaba momentos difíciles, él me decía: “Calma, hijo, calma: días peores vendrán”. Lo recuerdo a cada minuto. Días peores vendrán, y vendrán pronto, no hay dudas. Difícil tener calma.
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