EL MUNDO › COMO FUE LA RECONQUISTA Y REPRESION ISRAELI DEL CAMPO DE REFUGIADOS
Jenín es un auténtico valle de lágrimas
La batalla de Jenín fue la más dura y sangrienta de la “Operación Muro Defensivo”, en que Israel conquistó las principales ciudades palestinas para ejecutar un plan antiterrorista. Un enviado de Página/12 estuvo allí y cuenta cómo fueron los hechos.
Por Eduardo Febbro
“No estamos muy lejos”, dijo el joven cuando un olor denso y nauseabundo invadió de golpe la atmósfera luego de que el pico separara un montón de piedras y vidrios destrozados. “El cadáver está ahí abajo”, anunció antes de cubrirse el rostro con un pedazo de tela y hundir una pala entre los escombros. Los palestinos del campo de refugiados de Jenín iniciaron mucho antes de que los tanques se fueran de la zona la búsqueda de los familiares y amigos entre las ruinas del campo. Las casas situadas en torno a la plaza central de lo que fuera el campo de Jenín antes de la batalla parecen los restos de un banquete de bárbaros. Ruinas sobre ruinas, piedras sobre colchones, sillas, televisores destrozados y un incontenible olor fétido que envuelve toda la atmósfera. Los combates más rudos se llevaron a cabo en ese sector. Los soldados israelíes, que contaban con una detallada información sobre los meandros del campo, encerraron a los combatientes palestinos en torno al perímetro de la plaza Hawhasin. Abu Jandal, uno de los responsables de los servicios de la seguridad palestina, fue quien dirigió a los más de 200 combatientes palestinos que hicieron frente a las tropas de Israel. Jandal poseía una sólida experiencia del combate adquirida durante los años en que fue miembro de la OLP de Yasser Arafat en el Líbano.
El miércoles 3 de abril, “los palestinos mataron a tres soldados israelíes en el curso de una emboscada”, cuenta Ahmed Tewfiquh. Luego, las tropas se retiraron y regresaron más tarde con refuerzos importantes. Varios testigos de aquellas primeras horas sostienen que Israel mandó al campo de Jenín a los temibles Golani, las tropas especializadas a las que luego se le sumaron comandos de paracaidistas y soldados que habían combatido en el Líbano. La verdadera guerra empezó en ese momento. Las tropas de elite obligaron a los palestinos a encerrarse en una suerte de manzana constituida por las calles Hawashin, Damaj y Dahab. “Ve, es aquí, justamente donde no quedó una casa en pie”, cuenta Mudjaehd delante de un cuadrilátero vacío. “Los soldados empezaron a marcar las puertas de las casas con varios signos distintos. Los bombardeos fueron permanentes, sobre todo desde los helicópteros Apache. Después vinieron las aplanadoras y durante cinco o seis horas destruyeron todo”, dice otro vecino que prefiere conservar en el anonimato su identidad. Otro, Muhammad, precisa que “las tropas de Sharon avanzaban muy lentamente. Los combates fueron metro por metro, casa por casa, calle por calle. Una tarde, uno de los combatientes palestinos se escondió en una casa. Los soldados la tomaron por asalto pero la casa explotó y se derrumbó. Durante unos minutos no se escuchó nada, ni un solo disparo. Los hombres de Tsahal propusieron un alto el fuego a los otros palestinos pero éstos se negaron. Hubo una larga discusión y los palestinos dijeron que nadie vendría a buscar a sus propios heridos”.
El relato de Muhammad encuentra su confirmación en el que hace un militar israelí: “El avance fue lento porque no quisimos bombardear el campo masivamente, al estilo de lo que ocurrió en Afganistán. Actuamos con un esquema casa por casa. Hubo amenazas de emplear los aviones pero estas no fueron llevadas a cabo”. El militar reconoce que la resistencia encontrada “fue mucho más férrea de la esperada”. Para Abu esa resistencia “no tiene nada de anormal. Todas las tendencias palestinas se habían unido con vistas a defender el campo. Vinieron con una promesa: la muerte antes que la rendición”. Policía palestina, Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa, Hamas y Jihad constituyeron el núcleo duro del campo. Yoni Wolf, un soldado reservista israelí, afirma que el ejército “trató de evitar que haya víctimas civiles. Los intimamos a rendirse, a abandonar sus casas.Pero las mujeres, los viejos y los niños fueron de hecho utilizados como escudos humanos”. La versión es “inexacta”, según Ziyad, un hombre de 60 años que logró salir porque obedeció al llamado: “Salimos con las manos en la cabeza, una larga fila de gente mayor, niños y mujeres custodiados por dos tanques. Los soldados comprobaron que no hubiese gente infiltrada y nos acompañaron hasta la salida del campo”.
Yoni Wolf, reservista del pelotón de infantería, recuerda que la “progresión en el campo resultó un infierno. Todas las callejuelas estaban minadas. En cada casa había bombas, incluso en las escaleras, los baños, los cajones... y hasta en las armas abandonadas”. Ahmad dice que vio “cómo los helicópteros Apache disparaban a mansalva contra dos casas ocupadas por civiles. Yo conocía a la gente y ahí no había ningún combatiente”. Reagrupados entre sí, los relatos de los palestinos coinciden en un punto: a aquellos que fueron arrestados se les aplicó el mismo método: “Nos sacaron una foto Polaroid, nos desvistieron y nos dejaron largas horas a la intemperie y con los ojos vendados”. Taha, un palestino de 24 años que tenía familia en la localidad vecina de Rumana, vio cómo su casa era demolida por un misil disparado desde un helicóptero Apache: “El aparato sobrevoló mi casa y abrió fuego sin que nadie a tierra preguntara si había habitantes adentro. Yo me había escapado cinco minutos antes”. Wael alAhmed, un periodista palestino de la agencia Reuters que, en plena ofensiva, informó que los israelíes no aceptaban la rendición de un grupo de 40 personas, dice que, “al final, creo que gracias a la información que salió difundida los palestinos salieron. Todos fueron detenidos”.
La visita a las casas aledañas es elocuente. No hay una sola pared que no tenga una huella de bala ni un solo mueble que no esté agujereado por los disparos. Algunas denuncias desmentidas al principio se van confirmado con el correr de los días. Los habitantes del pueblo vecino de Rummaneh denunciaron al ejército israelí por haber efectuado ejecuciones sumarias. Dos de ellas están confirmadas: la de Wadah Chalabi, y la de un joven de 17 años, Abdel Karim Saadé, asesinado delante de su padre. Este contó que “los soldados entraron de golpe. No había ningún combatiente en la casa. Abrieron fuego con una ametralladora”. Página/12 dio con un testimonio algo similar a 10 kilómetros de Rummaneh. Según Fadal, un palestino de 18 años, “vi un tanque subir por el camino y un hombre avanzar hacia él con las manos en alto. Un soldado asomó la cabeza por la puerta central del tanque, se metió adentro, emergió otra vez y le disparó a quemarropa”.
Huda Fayed mira con tristeza el cráter de la plaza Hawhasin. “Ha vuelto a ocurrir, la historia se repite pero ahora sembrando más muerte... Durante todos esos días de guerra el mundo se olvidó de nosotros. Ha sido una tragedia humana incalculable. Imagínese, los israelíes arrojaron bombas encima de las casas que pertenecen a la gente a las que, en 1948, ellos mismos obligaron a huir de sus pueblitos. Han sido de nuevo víctimas.” Mahmud muestra sus puños enrojecidos por las cuerdas de plástico con que el ejército les ató las manos a todos los hombres del campo que fueron capturados: “Eramos como 200 hombres entre 14 y 50 años. Nos consideraban a todos terroristas, sólo por ser palestinos y hombres. Era humillante porque nos querían obligar a confesar lo que no éramos, es decir, combatientes, lo que en su lenguaje significa terroristas”. La suerte de la plaza central de Hawashin se jugó luego de que 13 israelíes murieran de un golpe tras la explosión de una bomba colocada en una casa: “Ahí empezaron a arrasarlo todo, casa por casa. La muerte de los soldados los volvió furiosos. En vez de correr riesgos y evitar lastimar a los civiles, utilizaron los métodos más expeditivos: todo abajo, caiga quien caiga. Usted ve el resultado. En vez de una batalla parece que acá nos hubiese golpeado un terremoto”, dice Ahmad. Mohamad Abu Ghali, cirujano y director del hospital público de la ciudad situado al lado del campo, cuenta que durante la ofensiva “nadie podía salir no tampoco entrar. Las ambulancias estaban bloqueadas y era preciso negociar horas enteras para que al menos una pudiera pasar. ¡Qué horror! El campo fue bombardeado constantemente. En el jardín del hospital todavía tenemos a los ocho cadáveres que enterramos de manera provisoria para que no se propagaran las epidemias”. Iyad Rub promete venganza: “Dicen que el campo era un nido de kamikazes. Yo no sé, sólo estoy seguro de una cosa. Si antes había 100 ahora son 1000 más. Han matado a mansalva a todos nuestros hermanos, a nuestras familias, han masacrado la carne humana y el honor”. La muerte está en todas las miradas y el odio en cada labio. El dolor es demasiado grande como para que la gente lo exprese masivamente con un grito de venganza. La montaña de escombros impone aún el asombro, la incredulidad, el silencio. Jenín es una desgarradura. “Podemos saber dónde hay cuerpos por el olor –dice un empleado del hospital–. No estamos capacitados para una tarea así, pero deben haber cientos de cuerpos entre todo ese tumulto de destrucción. Nos haría falta ayuda, perros, máquinas. El mundo tiene que saber la verdad. Jenín es un segundo Sabra y Chatila” –los dos campos palestinos situados en el Líbano diseminados cuando Ariel Sharon estaba al mando de las unidades–. Los profesionales de la “búsqueda” llegarán en los próximos días. Hasta hora se encontró una cuarentena de cuerpos, en su mayoría hallados por los mismos familiares entre las ruinas de sus propias casas. Nadie piensa que ese “hijo” o “hermano” tapado por las piedras era un combatiente o un “terrorista”. Es un muerto distinto a los demás. Es un desaparecido tragado por las lenguas de las piedras.