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Otra vez los militares
Por Miguel Bonasso
El golpe frustrado contra el presidente Hugo Chávez volvió a introducir en la agenda latinoamericana un tema que parecía confinado a los años setenta: el papel de los militares, tanto para contener la protesta social como para frenar o revertir cambios estructurales que intenten establecer gobiernos de raigambre popular. (Como ocurrió con el mandatario chileno Salvador Allende en 1973 y con el líder venezolano en estos días.) Y junto con esta preocupación, más que justificada por la historia regional, el temor de que Washington pudiera propiciar el retorno de las legiones para desalojar a los gobiernos que no se doblegan a sus dictados. En Argentina, la intentona golpista de la patronal venezolana Fedecámaras resonó con mayor intensidad que en otras latitudes, no sólo por las heridas aún abiertas de la última dictadura militar, sino por las informaciones –desechadas con ligereza por algunos comentaristas– sobre contactos non sanctos entre generales y banqueros y por el temor de que la represión sangrienta y generalizada sea la única respuesta de los que mandan para contener el desborde del conflicto social. Un desborde que puede estar a la vuelta de la esquina si los indicadores económicos siguen precipitándose al vacío.
Un pensamiento algo mecanicista podría suponer que la reversión del golpe antichavista y sus onerosas consecuencias diplomáticas para Estados Unidos, España, Colombia y el FMI (que se apresuraron a congratular a los golpistas) habrían desalentado a los Carmona Estanga vernáculos, pero no hay que apresurarse a festejar. A este cronista le bastó una conversación con un importante empresario argentino enrolado en lo que solía llamarse “la derecha liberal” para advertir que el fracaso de Fedecámaras no alcanzó a desalentarlos. Su especulación es sencilla: habrá presión para aumentar los ingresos, se producirá entonces la clásica carrera entre salarios y precios y la hiperinflación se abatirá sobre un país que ya está al borde del colapso por la prolongada recesión, la dilución del Estado y el quiebre del sistema financiero.
“Entonces –dijo el empresario– el inútil que nos desgobierna se caerá solo y habrá llegado la hora de reemplazarlo por alguien serio, como (Ricardo) López Murphy. Que imponga orden.” Ni a este empresario ni a otros parece preocuparles mucho el fracaso vertiginoso de López Murphy, que no alcanzó a estar quince días como ministro de Economía de Fernando de la Rúa. Piensan que aquel fracaso no fue producto de un rechazo social, sino de una conspiración de ciertos políticos agazapados en el Parlamento. Y descuentan, como lo descontó Pedro Carmona en sus quince minutos de fama, que un regreso del economista de los bigotes castrenses ya no tendrá como contraparte esa molestia que es el Congreso. Y mucho menos, desde luego, los piquetes y las cacerolas del parlamento callejero.
El empresario puede ser más o menos representativo, pero hay algo indudable: todos los que proponen una solución encabezada por economistas o empresarios neoliberales saben que no disponen en sus alforjas ni siquiera de baratijas y vidrios de colores para recuperar la confianza de la clase media y alejarla de su peligrosa cercanía con los desocupados. Les pasa algo parecido a lo que siempre le reprocharon a la izquierda: diagnostican con acierto las burradas que perpetra día a día el gobierno de Eduardo Duhalde pero carecen de una oferta atractiva para construir un Berlusconi local. De allí que piensen todo en términos represivos y antidemocráticos. Y algunos, los más audaces, vuelvan los ojos nostálgicos hacia las legiones.
Por su parte, Duhalde, como Isabel Perón en 1975, profundiza sus medidas antipopulares, beneficia a los bancos y a los grupos empresarios más concentrados y no logra, a pesar de todas esas pruebas de amor, que el establishment (nacional e internacional) lo vea de un modo distinto al que lo califica privadamente en sus cenáculos: como el jefe de “la banda bonaerense”, el vacilante e imprevisible chofer de un gobierno lumpen.
No hay, por tanto, ningún parentesco con el caso venezolano. A Chávez no quisieron derribarlo por sus errores –como ha dicho el coro de observadores de la prensa mundial– sino por sus aciertos. Entre los que sobresalen tres: la profunda reforma política que otorga un nuevo protagonismo a la base social, la decisión constitucional de no privatizar la petrolera estatal y el impuesto progresivo a la tierra improductiva que ha encendido el odio de la ociosa oligarquía venezolana.
Los golpistas se tropezaron allí con la evidencia de que millones de venezolanos pobres estaban dispuestos a pelear por el líder que eligieron y en el que siguen creyendo y con un sector muy fuerte de las Fuerzas Armadas que defendió al presidente constitucional por distintas razones. Algunos oficiales lo hicieron porque son “bolivarianos” y “chavistas”, muchos otros (posiblemente la mayoría) porque son “legalistas”, “constitucionalistas” que responden a una tradición democrática y tolerante que distingue a la milicia venezolana de otros ejércitos del subcontinente. ¿Durará esta correlación de fuerzas? ¿Será puesta a prueba en una nueva intentona?
Deberían evitarse ciertas comparaciones simplistas con el Perón de los cincuenta, según las cuales el golpe frustrado de Venezuela equivaldría a la chirinada antiperonista del general Benjamín Menéndez en 1951 o al bombardeo de Plaza de Mayo en junio de 1955 y, por tanto, “el verdadero golpe”, el “definitivo”, aún estaría por producirse. Lo cual no significa de ninguna manera que el peligro esté conjurado. A los llamados a la reconciliación nacional formulados por el presidente repuesto, los núcleos duros de la conspiración (como el partido Acción Democrática) han respondido con desplantes que sí se parecen mucho a la respuesta intransigente que los opositores argentinos le dieron al llamado, también conciliador, del Perón de 1955. Y Estados Unidos no ha hecho demasiados esfuerzos para disimular su frustración ante el regreso del mandatario constitucional al Palacio de Miraflores. El peligro, por tanto, está latente y Chávez y su Movimiento Bolivariano deberán afrontarlo con astucia, sin dar excusas a la conspiración con ningún “revanchismo”, pero sometiendo a los conspiradores al imperio de la ley. Cualquier actitud “generosa” en este campo puede ser interpretada como muestra de blandura y debilidad. Y sería terrible para toda América latina que un nuevo intento pudiera triunfar.
En Argentina esa derecha liberal, plana, émula de Fedecámaras, que se prepara para trepar a la Rosada con una eventual hiperinflación, debería también sacar algunas lecciones del caso venezolano. Y resignarse a que se desemboque en alternativas democráticas, eleccionarias, ante un eventual derrumbe del gobierno Duhalde. No vaya a ser que se lleve la sorpresa que se llevó el derrocado De la Rúa cuando decretó el estado de sitio y el pueblo salió a la calle a derribarlo. O venga a descubrir que su prédica no seduce a los cuadros medios del Ejército y la Fuerza Aérea, en la medida en que lo hace con ciertos generales todavía comprometidos con el oneroso pasado, que se consideran a sí mismos la última ratio del Estado.