EL MUNDO › OPINION
El Papa que ganó la guerra fría
Por Claudio Uriarte
“¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”
Josef Stalin
Por el carácter visceral de su anticomunismo, uno se sentiría tentado a compararlo a Pio XII, el Papa que silenciosamente dio el visto bueno a las atrocidades de los nazis y de los fascistas en el entendimiento de que representaban la barrera de choque de la Cristiandad contra la Rusia de Stalin. Pero a Pio XII, después de la Segunda Guerra Mundial, le tocó presidir en medio del ascenso de esa Rusia dentro de lo que sería la formidable potencia militar de la Unión Soviética, mientras que Karol Wojtyla, el primer papa en salir de una Polonia católica convertida en semicolonia soviética, fue quien inició, en estrecha alianza con los cuadros sindicales liderados por el electricista portuario Lech Walesa, el desmoronamiento de ese imperio. En ese sentido, su paralelo histórico más correcto no es con Pio XII –a quien, no obstante, quiso canonizar– sino con su gran colaborador contemporáneo, el presidente norteamericano Ronald Reagan, muerto –en poética simetría– el año pasado.
Fue, en cierto modo, un espectacular movimiento de pinzas, por el que la potencia espiritual de mayor ascendencia en la zona del mundo bajo dominio más estricto del imperio soviético –la Europa Oriental– y la mayor potencia económica y militar del mundo se unieron para atacar a ese imperio con dos profundos arietes: la Iglesia Católica, con una nueva militancia destinada a espolear una religiosidad ascendente en medio de la esterilidad del ateísmo oficial, y Estados Unidos, con un gasto sin precedentes en armamentos ofensivos. Esta doble política tenía dos objetivos: 1) obligar a limitar toda nueva excursión del “imperio del Mal” fuera de sus fronteras; y 2) doblegarlo por medios económicos, hacerlo boquear en su prosecución de unas Fuerzas Armadas y de una industria pesada del viejo estilo que estaban claramente en desventajosa asimetría respecto a las altas tecnologías militares y las economías de escala del capitalismo post-keynesiano. Así, mientras las huelgas y las misas se multiplicaban a la luz de las velas en la gris y contaminada Polonia de la industrialización forzada, los planes quinquenales y la agricultura destruida, simuladores de rayos láser y estaciones de alerta electrónica temprana se aprestaban en el Pentágono para cerrar los cielos norteamericanos a los misiles soviéticos y posibilitar así un primer golpe devastador a la amenaza que se presumía desde el Este. Si se quisiera una representación cinematográfica, fue como una mezcla de La Pasión de Cristo con La Guerra de las Galaxias.
Y fue Polonia, primero con el golpe de Estado del general Wojciech Jaruzelski en 1981 y luego con la elección negociada del primer gobierno no comunista de la historia medio lustro después, la pieza que puso en marcha el desmoronamiento de la fortaleza entera del Pacto de Varsovia y luego de la propia Unión Soviética. Aparte de su penuria económica, el viejo mundo comunista padecía de penuria espiritual. Y no sólo a nivel popular, sino en el de la misma nomenklatura. Los jerarcas ya no creían en lo que hacían; habían perdido la confianza en sí mismos. Cuando Mijail Gorbachov subió al poder en 1985, ese agotamiento de la fibra moral del antiguo comunismo ya se había completado. Desde ese momento, el temido bloque del Este del pasado pasó a asemejarse más bien a una casamata devorada desde adentro y desde sus cimientos por las termitas, a la espera del mínimo golpe de viento para desplomarse y deshacerse en polvo.
Ese golpe no tardó en llegar, con el redoble de las fugas de ciudadanos de Alemania Oriental en 1989. Erich Honecker claramente necesitaba de tanques soviéticos para impedir el derrumbe del Muro de Berlín y de su gobierno, pero Gorbachov no estuvo dispuesto a dárselos. La consecuencia fue no sólo su caída y la de su régimen sino la de todo el resto de Europa Oriental, que a su vez abrió el camino para la implosión de la URSS en 1991. Pero este triunfo de la cruzada anticomunista redentora de Wojtyla no demoraría en generar dialécticamente su opuesto, con el abrupto y dramático paso del Papa a las trincheras de los enemigos del capitalismo. “El comunismo tenía semillas de verdad”, proclamó asombrosamente en su encíclica Centessimus Annus, el mismo año en que se derrumbó la URSS. En el fondo, su conversión no era tan asombrosa, ni tampoco era una conversión. Como católico, Juan Pablo II había identificado al comunismo ateo, y supresor sistemático de las libertades religiosas, como el enemigo principal, pero el triunfo del capitalismo no venía acompañado por un renacer de la devoción y de la cristiandad sino por todo lo contrario: la entronización del materialismo del dinero, de la busca de la satisfacción instantánea, de un paradójico reino gnóstico del “haz lo que quieras, que ésa será ley general”. Y con todo ello, del aborto, la pornografía, la libertad sexual, las drogas y el SIDA.
En el fondo, el triunfo del capitalismo globalizado terminó resultando en la constitución de un enemigo mucho más formidable que el comunismo. Bajo el comunismo, los cristianos podían reunirse secretamente a rezar en su versión moderna de las catacumbas, pero el capitalismo barrió con todo eso sembrando el planeta de luces, consumismo e indiferencia moral. Por eso Karol Wojtyla pasó sus últimos años como un pontífice cada vez más fuera de época, obstinado en políticas cada vez más retrógradas –como la censura al uso de los preservativos–, enclaustrado entre una vida que ya no podía comprender y una muerte política y espiritual que hace mucho que ya había llegado a él.
En ese sentido, su heredero más vigente no será quien lo suceda en el trono de Pedro sino quien representa su combinación más parecida entre ejercicio del poder y vocación de cruzado: el presidente norteamericano George W. Bush. Y no porque Bush esté muerto política ni espiritualmente –y menos aún por Medio Oriente, que los encontró en veredas irremediablemente opuestas–, sino porque es quien puede traer al nuevo milenio algo del credo del hombre que fue el compañero de ruta anticomunista del mayor referente de W. antes de que la guerra volviera a ser caliente.