Viernes, 21 de julio de 2006 | Hoy
Las embarcaciones de EE.UU. y Europa no llegaron para salvar a los libaneses, sino a sus ciudadanos.
Por Robert Fisk *
Qué valientes parecían nuestros barcos de guerra al amanecer. Esparcidos sobre el Mediterráneo azul pálido, repletos de cañones y ametralladoras y misiles, era una armada conducida por el destructor “Gloucester” y el “USS Nashville” y el “York” y la elegante fragata antisubmarina francesa “Jeande-Vienne”. Nos representaban esos barcos que los libaneses miraban con tanta intensidad ayer. Representaban nuestro poder occidental, la fuerza militar de nuestras economías de miles de millones de dólares. ¿Quién se animaría a desafiar este poderío naval?
Nuestros periodistas nos dijeron que sería la mayor evacuación desde Dunkerque. Ahí estaba nuevamente, la Segunda Guerra Mundial. Y era otra mentira cruel que los libaneses descubrieron enseguida. Porque esas embarcaciones poderosas no llegaron para salvar al Líbano, para salvar una nación que estaba siendo destruida por el aliado de Estados Unidos, Israel. El Líbano, cuya floreciente democracia fue aclamada por nuestros líderes el año pasado como una rosa en medio de las dictaduras del mundo árabe. No, los barcos aparecieron sigilosamente durante el amanecer después de pedirle permiso a Israel para ayudar a escapar a sus ciudadanos. Estos grandes barcos de guerra habían sido enviados por los líderes occidentales (con excepción de Chirac), demasiado cobardes, faltos de agallas, demasiado inmorales, como para decir una simple palabra de conmiseración por el sufrimiento del Líbano.
Hasta Lord Blair de Kut al-Amara sólo podía condenar a Hezbolá por atacar a los israelíes la semana pasada –sí, por supuesto Lord Blair, ellos “comenzaron esto”, como no cesa de decir nuestro canciller– sin mencionar la salvaje matanza por parte de Israel de más de 300 civiles libaneses. No, esos barcos que yo vi entrando en el puerto de Beirut ayer no representaban a Dunkerque. Representaban a Munich.
Hasta las historias de los diarios y la televisión consiguieron eludir la realidad. Mientras nuestros alegres piratas ayudaban a subir a bordo a los ancianos, y marines de Estados Unidos desembarcaron –o, para citar al informe inolvidable de Associated Press “tomaron la playa por asalto”– para proteger su embarcación, los equipos de televisión buscaban a través de la multitud a refugiados que fueran adecuados para la imagen. Su problema, por supuesto, era que casi toda la evacuación es de libaneses que tienen doble ciudadanía. Las cámaras se movían inexorablemente hacia los pocos hombres de ojos azules y mujeres rubias del tipo familia, cualquiera que no se pareciera ni remotamente a la mayoría del resto de los refugiados. Era patético. Aunque estábamos traicionando a los libaneses, tratamos de no filmar a los pocos dichosos que podían escapar en nuestros barcos.
Por supuesto, hay varios tipos de escape y uno de los más adeptos de los Houdini políticos es Su Excelencia, Jeffrey Feldman, el embajador de Estados Unidos en el Líbano. Durante las últimas horas había tenido que escuchar personalmente cómo el primer ministro libanés, Fouad Siniora, pedía desesperadamente un cese de fuego, para terminar con la destrucción del Líbano por parte de la fuerza aérea israelí. “¿El valor de una vida humana libanesa es menor que la de los ciudadanos de otros países”?, preguntó Siniora. “¿Puede la comunidad internacional mantenerse al margen mientras Israel nos inflige un castigo tan cruel?” Respuesta: sí.
Este era el mismo Feldman, recuerdan, que había llenado de laureles a Siniora y a su gobierno electo democráticamente el año pasado por su “Revolución del Cedro”, por sacar al ejército sirio del Líbano. Pero, si alababa el discurso de Siniora condenando a Israel, Feldman, sin duda, sería llamado de vuelta al Departamento de Estado en Washington y despachado a la embajada de Estados Unidos en Ulan Bator. De manera que, ¿qué debía decir cuando se le pidiera un comentario sobre el discurso de Siniora? Fue, dijo Feldman, “articulado y enternecedor”. Articulado como “él-sabe-cómo-unir-las-palabras” y enternecedor, como “triste”. Ahora al Departamento Interior de la Verdad. Siniora no mencionó a Hezbolá. No dijo que no había podido detener su insensato ataque a Israel la semana pasada. No quiso criticar a este poderoso ejército guerrillero en un momento que probó que Siria todavía controla los hechos en este hermoso y dañado país. Y no se animó a criticar a Sayed Hassan Nasrallá, el líder de Hezbolá, a quien Israel trató de asesinar unas pocas horas después, lanzando una bomba masiva en lo que dijo que era un “bunker” en los suburbios al sur de Beirut, una explosión de sacudió físicamente a toda la ciudad. Falso, gritó Hezbolá. Era el edificio para una nueva mezquita. Umm. Uno tiene que decir que en realidad era un edificio el que había sido impactado y unas pocas de las paredes sin terminar parecían ser de diseño islámico. Pero mirando más de cerca, también tenía un gran sótano. Un inmenso sótano. “Bueno –como me dijo un colega–. Supongo que hasta las mezquitas tienen sótanos, pero...”.
Es verdad. Nadie cree nada en estos días. Y esto se aplica a la promesa del presidente Bush de pedirle a Israel que deje de destruir más infraestructura del Líbano. Era un gesto elocuente. Y sin duda enternecedor. Pero no queda mucha infraestructura en el Líbano para destruir.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12. Traducción: Celita Doyhambéhère.
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