EL MUNDO › POR QUE LAS FARC ACORDARON SEGUIR EN EL DIALOGO

Qué se perdía con la guerra

Por Pilar Lozano
Desde San Vicente del Caguán

“Nada; no perdemos nada. Somos guerreros, ¡seguiremos combatiendo al enemigo!”. Así de rotundo contestó Jaime, un guerrillero de las FARC, cuando se le preguntó: “¿No pierden ustedes mucho si se acaba el proceso de paz, si abandonan la zona de distensión?”. Siguió concentrado en el refresco que tomaba en una cafetería de San Vicente del Caguán, epicentro de la zona de distensión. “Pero no podría estar aquí, tranquilo como está ahora...”, inquirió esta cronista. Ante la insistencia, levantó la cara, mostró sus ojos azules y su piel tostada y respondió: “¡Para eso estamos armados; podemos entrar en cualquier parte!”.
Se mostró arrogante, como también se mostró arrogante Raúl Reyes, uno de los portavoces de esta guerrilla cuando hace poco amenazó con dejar los cinco municipios, como si poco les importara una zona tan grande en la que desde hace tres años son los que mandan. Pero era mucho lo que estaba en juego. Si se terminaban el proceso y la zona de distensión, las FARC, un ejército de 17.000 hombres, hubieran perdido de inmediato el estatuto político que les permite tutearse con el poder. Es la categoría que hace borrable el rótulo de narcoterroristas que les colocó EE.UU. hace tiempo.
“Podríamos entregar los cascos urbanos, pero no nos vamos de la zona porque aquí siempre hemos estado”, han repetido los comandantes guerrilleros. “Se van para el monte; a sus refugios”, aseguran los lugareños. El regreso a la ilegalidad significa la pérdida de la tranquilidad.
Mesetas, Macarena, Uribe y Vista Hermosa son los otros cuatro municipios despejados. Hay selva, llano y montaña. Están comunicados por una red de ríos y de trochas abiertas por la colonización y ampliadas y mantenidas por la guerrilla. Una tarea que ya hacían antes del despeje y han reforzado en estos tres años con el trabajo de los que incumplen sus leyes. Cuando se creó este escenario para el diálogo de paz había menos de 10.000 hectáreas de coca. “Se incrementaron un poco; los campesinos no tienen otra alternativa”, asegura el alcalde, Néstor Ramírez. “Sí, tenemos coca, pero poca. Una o dos hectáreas”, confiesa un hombre de San Francisco de la Sombra, un caserío de unas 50 casas de madera, en el camino que une San Vicente con la Macarena. Allí, los domingos se comercia la pasta de coca. El negocio, si cambian las cosas, seguirá, como sigue en las otras regiones cocaleras del país donde hay guerrilla, ejército y paramilitares.
En San Francisco, en La Machaca –una población a la que para llegar hay que pagar peaje a las FARC, en Los Pozos, sede de los diálogos, en San Vicente– se vieron durante toda la semana pasada caras largas y preocupadas. “Esto es tremendo. Si se acaba el nuevo plazo llegan los paramilitares y nos acaban”, decía un hombre mayor.
Hace tres años, por decreto presidencial, se volvió legal vivir, saludar, comerciar con una guerrilla que echó raíces hace 50 años cuando los comunistas crearon las autodefensas campesinas para salvarse del exterminio. Si las cosas no hubieran resultado en la noche del domingo, cualquier excusa hubiera sido válida para que los paras dispararan.

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