La noticia de la matanza de civiles afganos, entre ellos mujeres y niños, es la última de una cadena de hechos extremadamente violentos que involucran a los soldados norteamericanos en Afganistán. Los dos más recientes son la quema de ejemplares del Corán el mes pasado y un video difundido en enero, en el que se puede ver a unos soldados orinando sobre cadáveres de supuestos insurgentes del talibán. A Estados Unidos le preocupa que se desate una ola de ataques en venganza contra sus tropas y las de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Washington teme que se repitan o incluso sean peores las manifestaciones de protesta que estallaron en los últimos días, tras la quema de algunas copias del Corán en la base Bagram, cerca de Kabul, y que provocaron la muerte de treinta afganos. Además, seis soldados de las fuerzas ocupantes fueron asesinados por miembros de la fuerza de seguridad afgana, que los atacaron en aparente revancha; y dos consejeros militares norteamericanos fueron baleados. Más atrás en el tiempo, en 2010, un grupo de soldados mató al menos a tres afganos y coleccionaron partes de sus cuerpos como trofeos en la provincia de Kandahar. Once militares fueron procesados con varios cargos por ese hecho.

La matanza de ayer vuelve el ambiente más oscuro y espeso. Samad Khan, un campesino que perdió a once miembros de su familia, dijo a la agencia Associated Press que los pobladores de Panwai, un distrito de la provincia de Kandahar, le van a pedir a Estados Unidos que entregue al que disparó –-algo que suena impensable– antes de decidir qué acciones tomar. “Es un acto inhumano y antiislámico –dijo Khan–. Nadie puede en ninguna religión del mundo matar a niños y mujeres.” El Departamento de Estado, la alianza atlántica y la Casa Blanca son conscientes de que esta masacre de inocentes corre el riesgo de hacer explotar el polvorín afgano. Junto a la condena del acto criminal, todos reiteraron la preocupación profunda por una eventual represalia.