EL MUNDO › PAGINA/12 EN EL PUESTO DE CONTROL DE GILO
En la frontera de la guerra
Por Eduardo Febbro
Otra vez el límite, la frontera que antes no existía. Parece una ironía del destino. Los tanques cortan la ruta pero las banderas de Israel y de Palestina flamean en el viento una junto a la otra sobre el techo de un imponente edificio blanco. Entre Gilo y Beit Jala, el camino a Belén está cortado. Por esa ruta, Gilo es el último espacio autorizado. Después está el muro de los tanques y las consignas. En pleno territorio ocupado por el ejército israelí, los hombres del Tsahal están consagrados a la tarea de cargar el cañón de un tanque: “Como usted puede comprobarlo, estamos listos para el gran viaje. Lo sentimos por ustedes, pero los turistas no son bienvenidos en Belén”, dice el oficial, ironizando. Sus hombres estallan en una carcajada sonora. Diez kilómetros más adelante “está el área de los combates”, explica un soldado.
La escuela botánica ya no recibe a estudiantes en su recinto. Ahora está ocupada por militares. Después de unos cuantos tires y aflojes, los soldados aceptan acompañar a Página/12 hasta el check-point de Gilo. Una vez allí, el oficial dice: “Hasta aquí llegamos. El tour militar se acaba en este sector”. A la izquierda están las banderas, la israelí y la palestina, intactas, emblema de una esperanza muerta, símbolo de las épocas en que israelíes y palestinos se hablaban sin ametralladoras ni tanques. Yariv Eldar, un militar reservista casado con una francesa, afirma que, a pesar de lo que está ocurriendo, “detrás de esos muros blancos todavía se organizan reuniones entre israelíes y palestinos”. Primero accedió al pedido de poder hablar con esos “negociadores” palestinos, pero después se arrepiente. “El último bastión de paz”, comenta otro oficial del check point. Al lado del edificio blanco hay una casa aún habitada por una familia de palestinos. Dos hombres con el rostro marcado por el cansancio juegan a las damas. Ninguna pregunta parece llegar a sus oídos. Hacen como si afuera nadie los estuviese llamando. ¿Miedo? ¿Ordenes? Cuando al fin se dignan a mirar, simulan no entender ni una sola palabra de inglés. En sus ojos se ve que entienden, pero sus lenguas están amordazadas. Por fin, después de mucho llamar, una mujer abre la puerta. “No puedo decir absolutamente nada delante de ellos”, explica, nerviosa, señalando con los ojos a los soldados que se han quedado un poco atrás. Después agrega, un poco asustada: “Si digo la más mínima palabra nos van a obligar a regresar a casa. Es terrible. Estoy en mi propia tierra y, desde hace dos años, no tengo trabajo y carezco de recursos. Tenemos hambre y ni siquiera podemos salir a comprar comida”.
Detrás de la mujer hay una señora de edad. Esta sentada en un sillón desvencijado. Mira con un cansancio infinito, con una resignación que aumenta a medida que levanta el brazo. Apunta con el dedo tembloroso hacia un Cristo colgado en la pared y dice, como si se estuviera rompiendo en mil pedazos: “¿Qué podemos hacer los palestinos? Los israelíes no toleran ni siquiera nuestro Dios y nos impiden acudir a nuestras iglesias”. La familia vive aislada. Las tropas ni siquiera la autorizan a comprar tarjetas telefónicas para enterarse de cómo están los demás miembros de su familia, que viven en Belén. Ante tal situación, el capitán Olivier Rafawiz argumenta: “Todos los métodos empleados para sacar a los terroristas son duros. Pero van a seguir siendo empleados hasta que el líder palestino deje de alentar el terrorismo. Aplicaremos las medidas de todo Estado soberano, las medidas que hacen falta para que se acabe el terrorismo. Poco importan las reacciones en el mundo”.
La gente cierra la puerta. Las banderas flamean caprichosamente. Esos retazos de telas servirán algún día para limpiar las lágrimas o enterrar los muertos por estos caminos.