Domingo, 8 de enero de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
¿Se llevará Ariel Sharon su secreto a la tumba? Es posible que ya no sepamos nunca cuál es la verdadera personalidad del líder israelí: si el general que propugnó durante la mayor parte de su vida la construcción del Gran Israel, del Mediterráneo hasta más allá del Jordán; o un aspirante a estadista, al que tantos y tan amables observadores adjudicaban la intención de llegar a una paz viable con el pueblo palestino.
El antiguo embajador norteamericano en Israel, Martin Indyk, que ha seguido de cerca la evolución del personaje, elaboraba el mes pasado en una reunión del Centro Internacional de Toledo una teoría como de la Santísima Trinidad aplicada a Sharon. En su persona, decía, viven tres encarnaciones: el soldado, el político y el estadista. La primera, digamos el “padre”, es el general que ha hecho siempre la guerra a los palestinos; el que en junio de 1982, como ministro de Defensa, juran que engañó al primer ministro de su partido, el Likud, Menajem Beguin, haciéndole creer que se trataría sólo de una incursión rutinaria, para embarcar a Israel en una invasión en toda regla del Líbano. En la contienda, las tropas israelíes facilitaron transporte y vía libre a través de sus líneas a los guerrilleros cristianos de Eli Hobeika, para que masacraran a más de un millar de palestinos no combatientes, mujeres y niños entre ellos, en los campos de Sabra y Chatila, cerca de Beirut.
Sharon, que hubo de pagar por ello con que lo cambiaran de cartera, se hallaba a distancia de prismáticos del campo, sin que moviera un dedo para detener la carnicería. Ese Sharon no cree sino en la paz de la victoria militar, de la rendición palestina y su eventual deportación a los países árabes limítrofes.
La segunda persona, el “hijo”, como surgido del choque entre el militar –el “padre”– y la cruda realidad de una opinión internacional que haría muy difícil la aplicación de la sola fuerza, es el político, el operador, sin duda, más inicialmente subestimado de Israel, a quien hasta algunos de sus próximos no atribuían capacidad de teorización alguna sobre el conflicto. Ese Sharon ha sido, en cambio, el que ha corrido el espectro político israelí hacia la derecha del Likud, de forma que los que permanecieran, como él, en el ala menos ultra o pragmática del mismo, se encontraban como por ensalmo en el centro de un nuevo arco de voluntades. Eso le ha permitido abandonar la formación que contribuyó a fundar en 1974 sobre el bloque del Gahal y el liberal Herut, que eran los partidos herederos del revisionismo de Zeev Jabotinsky, favorable a la construcción de un Gran Israel a ambas orillas del Jordán. Y así es como, sintiéndose lastrado por un Likud en el que la extrema derecha pedía una votación para levantarse cada mañana de la cama, el pasado 25 de noviembre se libraba de esa formación para fundar un nuevo partido, “Kadima” (Adelante), centrista al menos en el carnet de identidad. No hay ideología que avergüence al primer ministro, excepto la del camino más corto para asegurar siempre la supervivencia del Estado de Israel.
Y, finalmente, inefable como el “Espíritu Santo”, hay un tercer Sharon, el aspirante a estadista ávido del reconocimiento universal; ése es el que, mientras aplicaba la más dura represión del terrorismo y aun del mero movimiento político palestino, planificaba el futuro sobre la base de una cierta idea de la paz, cuya primera etapa sería la evacuación unilateral de Gaza concluida en septiembre pasado.
Shlomo Ben Ami, ex canciller israelí, subraya que el gran aporte de Sharon en sus cinco años de gobierno –desde marzo de 2001– ha sido un cambio de paradigma. Si al firmarse el acuerdo entre palestinos e israelíes del 13 de septiembre de 1993, el leitmotiv de las conversaciones que siguieron inútilmente durante años era el canje de Territorios –que sólo podía dar Israel– por Paz –que sólo podían garantizar los palestinos–, Sharon ha logrado instalar ahora a la opinión nacional en una ecuación muy distinta: la de Territorios por Seguridad. No hace falta que los palestinos firmen nada, que tampoco piensan cumplir, sostiene esa teoría, sino que Israel evacuará toda la Cisjordania –pero nada de la Jerusalén árabe– que sea compatible con el máximo posible de seguridad para Israel; es decir, cuanto menos territorio, mejor.
Este personaje en el que, según Indyk, no se estorban sino que conviven las tres encarnaciones para que cada una emerja cuando se la solicite, estaba ahora a punto de dar el mayor salto político de su carrera. Si hubiera ganado las elecciones del 28 de marzo, Ariel Sharon habría, seguramente, formulado la propuesta más desgarradora de su vida. Tras la retirada de Gaza, llegaría la hora de una evacuación unilateral de –quizá– unos dos tercios de Cisjordania –pero ni de una baldosa de Jerusalén– para que éstos no tuvieran más remedio que fundar allí su Estado presuntamente independiente. Y ese “plan de paz” iría acompañado de una nota al pie: el acuerdo sería interino, a la espera de que la AP acabara con el terrorismo e Israel “pudiera” entonces negociar. Esa interinidad sería por tiempo, sin duda, indefinido.
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