Lunes, 23 de abril de 2007 | Hoy
Por Eduardo Febbro
Nicolas Sarkozy es un hombre inquieto, veloz, por momentos fulgurante, capaz de ir de un extremo a otro y de avanzar de pronto con los puños cerrados sin preguntarse a menudo si quien está delante de él es amigo o enemigo. A sus 52 años, Sarkozy es la ambición presidencial encarnada en un hijo de inmigrados húngaros, abogado de negocios, ex intendente de una lujosa localidad situada en las puertas de París. “Hijo y nieto de inmigrados, Francia es mi patria”, dice Sarkozy. Sarkozy es la pugna constante, la energía dirigida hacia un solo objetivo: la acción política y la presidencia. Diputado en 1988, secretario general adjunto –1990– del entonces partido fundado por Jacques Chirac, RPR, ministro del Presupuesto en 1993 cuando tenía 38 años. La historia de Sarkozy se jugó en torno de lo que muchos consideran como una traición. En 1995, Sarkozy decidió apoyar la candidatura presidencial de quien en ese momento era premier, Edouard Balladur. Sarkozy eligió Balladur contra Chirac pero fue Chirac quien ganó la elección presidencial. Pero en 2002, con la reelección de Chirac, Sarkozy volvió al primer plano, primero como ministro de Interior, luego como ministro de Economía, y al final una vez más a la cartera de Interior. Allí, como primer policía de Francia y en un país obsesionado por la seguridad, Sarkozy tejió su ascenso a la candidatura suprema. A finales de 2004 tomó el control de la UMP, el partido de Chirac rebautizado, y empezó su conquista paulatina de la opinión pública. Hiperactivo, Sarkozy parecía tener los días contados cuando prometió limpiar con “kerosene” los suburbios agitados por la violencia. Ninguna adversidad lo destronó. Sarkozy es una paradoja agitada: en un mismo discurso puede lanzar violentas diatribas contra la inmigración clandestina y promover el voto de los extranjeros.
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