EL PAíS › OPINIóN

La Plaza, a ras de piso

 Por Mario Wainfeld

La lluvia tuvo la deferencia de descargarse sobre la Plaza recién cuando el discurso de Cristina Fernández de Kirchner buscaba su final. La multitud escuchó a la Presidenta, con marcada atención y silencio durante sus párrafos más largos. Aplaudió con frecuencia a una oradora que no incita a la ovación ni busca el aplauso en cada párrafo. Aunque la mayoría de los asistentes llegó encolumnada, no hubo pocos los que fueron por la libre. Estos portaban aspecto de clase media urbana, tanto que si hubieran estado en otro acto hubieran podido calzar en la categoría mediática de “gente”. La Plaza se colmó y la asistencia “coleó” un par de cuadras por Diagonal Sur.

La percepción del cronista, que deberá mejorarse con información de otras procedencias, es que la mayoría de los manifestantes fueron trabajadores sindicalizados, que muchos concurrieron conducidos por los movimientos sociales. Y que “el territorio” no tuvo la primacía que lo caracterizaba en tiempos de Eduardo Duhalde. Vaya un ejemplo de muestra: la columna de Santa Fe, provincia gobernada por el socialismo, superaba las tres mil almas. No dieron esa talla las columnas de varios populosos distritos bonaerenses donde arrasó la coalición FPV-PJ. Quizá la fragmentación electoral de octubre cobró su precio, quizá faltó voluntad.

Habría que sondear también cuáles son los efectos políticos (v.gr. eventual desmovilización) del desabastecimiento en el conurbano, seguramente el lugar más castigado por el lockout rural.

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Nada es igual: La asistencia ponía en escena el mapa de la actual condición proletaria en la Argentina: trabajadores formales, informales, desocupados.

Las columnas de camioneros y de UPCN congregaron miles de personas. En un día laborable, muchos acudieron con la ropa de trabajo, uniformando sus columnas y aportando a la policromía general.

Los trabajadores que cobran por sobre se distinguen con relativa facilidad de sus compañeros de clase, más relegados. El trabajo regular, la atención médica, la alimentación y seguramente la autoestima marcan diferencias en el aspecto, los dientes, quizá en el peso, hasta en la talla, en la pilcha. La (nueva para la Argentina) desigualdad entre los humildes se palpa al verlos separados por metros. Porque estuvieron todos: los ocupados, los desocupados, los que changuean o cobran en negro pusieron el cuerpo. Ninguna fuerza política argentina congrega en ese número esa vastedad social.

Las columnas gremiales tuvieron cierta preeminencia varonil, obviamente matizada por la rama de actividad. De los barrios humildes llegaron muchas familias, las mujeres empardaron o superaron en número a los hombres. Todos fueron respetuosos del espacio público: los bares de las diagonales de acceso y de Avenida de Mayo permanecieron abiertos y con mesas en la vereda, los artesanos de Perú y Florida mantuvieron sus alfombras sobre la vereda sin bardo alguno. Cero incordio para transeúntes desprevenidos o curiosos que pasaban por ahí o tomaban café. Un personaje VIP, el arzobispo Jorge Bergoglio atravesó tranquilo la acera que separa a la Catedral Metropolitana de la Jefatura de Gobierno, solito su alma con un portafolio en la mano. Nadie lo molestó, ni siquiera lo chistaron aunque no faltaron los que lo reconocían.

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Cotillón: El cronista llegó dos horas antes de que hablara Cristina, recorrió de arriba hasta abajo las avenidas y la Plaza. Su visión siempre será acotada, impresionista, algún conejo se le habrá escapado. Pero relata lo que vio con sus propios ojos, no se somete a los estereotipos que detona todo acto de masas. Sigamos la panorámica.

Mucha banderita indicando procedencia, mucho pasacalle de dirigentes o intendentes del conurbano. Bombos y redoblantes como es de estilo, mucha afirmación de identidad (en pancartas o en gritos) y contadas consignas políticas, muchas de ellas añosas incluyendo a “la gloriosa Jotapé”.

Un acto flagrantemente peronista por el humus social, por la pertenencia de casi todos los manifestantes. Pero muy apaciguado en la liturgia. Pocas insignias tradicionales, algunos intentos dispersos de cantar la marchita. Los organizadores no la pusieron en el sistema de parlantes ni antes ni después del discurso, una decisión con mensaje. El Himno precedió a la palabra presidencial, muchas manos hicieron la “V”, algún puño cerrado por ahí. El discurso, ya un clásico de Cristina Kirchner, sin alusiones a Eva o a Juan Domingo Perón.

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Las palabras: La Presidenta usó palabras drásticas para cuestionar la acción directa de los ruralistas. Sus críticos dirán que fue despiadada, sin embargo no amagó con la represión, no convocó a vendettas ni psicopateó con el poder del Estado. Cuestionó el desabastecimiento de modo severo para pedir (o “rogar”) “por favor” que se pusiera fin a los cortes de rutas. No es poca templanza, ante una agresión al derecho de terceros.

Desde la Plaza sonaban más gritos contra los caceroleros que contra el “campo”. Y más pedidos de “fuerza, Cristina” que el clásico “y pegue...” La oradora, que no pudo establecer contrapunto con la concurrencia, sintonizó con ese clima. No fue la Evita crispada, ni fue el suyo un discurso de barricada o de confrontación. Hizo base en el desempeño económico social desde 2003 y en la necesidad de prolongarlo en paz. Un criterio valorable y sensato, aún en términos de mantener su legitimidad.

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La hora del recuento: Hace demasiados años el cronista escuchó al chaqueño Deolindo Felipe Bittel, dirigente peronista típico y cazurro una particular interpretación sobre las colectas anuales que hacía el Partido Comunista. “La plata no la necesitan, eso les llega desde Moscú. Se hacen para medir el nivel de compromiso y de adhesiones.” Tuviera o no razón con el ejemplo, es real que en los actos de partidos populares se cuentan las costillas de los dirigentes. Néstor Kirchner (que llegó al lado de la Presidenta a diferencia de lo que acostumbra) habrá anotado la dimensión de las columnas. Y habrá trazado un ranking de los que convocaron y los que defraudaron. Ya llegarán, expeditos, los reconocimientos o las recriminaciones.

Las peores facturas, con todo, serán para los que hurtaron el cuerpo, empezando por el gobernador cordobés, Juan Schiaretti, y el pintoresco representante de la peonada rural, el Momo Venegas.

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Cierre: Cuando empezaba a gotear, Hebe de Bonafini le dio su pañuelo a Cristina, que pudo entonces dar rienda a su emoción. Néstor Kirchner lucía exultante. Los cálculos previos, voluntaristas, tal vez estimaban más gente pero la Plaza estuvo de bote en bote con una presencia social que expresa la alquimia del kirchnerismo: obreros, desocupados, informales, movimientos sociales y de derechos humanos. Todo aglutinado precariamente con la corroída argamasa del PJ cuya flor y nata dirigencial, da toda la sensación, no puso toda la carne en el asador.

Cuando baje la adrenalina, bien le valdría al oficialismo mirarse al espejo y, sin resignar los reproches a los antagonistas, preguntarse cuánto cooperó para que brotara un escenario de confrontación que no favorece su base de sustentación, que es la gobernabilidad con llamativos desempeños económico-sociales. Pero, si llega esa necesaria introspección, será recién hoy.

Ayer la pasaron bien: los manifestantes avalaron a la Presidenta, que recibió su calidez y el apoyo que buscaba. La movida les salió conforme lo esperaban y, como en el truco, la primera vale dos.

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Imagen: Alfredo Srur
 
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