Lunes, 7 de abril de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Ahora que el conflicto con “el campo” entró en lo que ese insuperado lugar común denomina como “tensa calma”, uno profundiza el esfuerzo de revisar su postura para ver si acaso no quedó preso de la dinámica de tanto decibel atronador.
Una primera constatación es que, como toda la vida en este país, lo que sube no baja. Y si baja, es hasta niveles que siempre quedan por encima de antes de la subida. Al cabo del putsch rural, alimentos y combustibles pegaron una disparada que, en el mejor de los casos, ya no dejará de ser estirón. Esa cuenta la pagan los sectores más desprotegidos de la sociedad. Y por mucho que los productores y rentistas agropecuarios se amparen en que precios y tarifas son empujados por cadenas de intermediación y empresas de servicios, ¿cómo rebatirán que su lockout fue el factor determinante para que los formadores inflacionarios hallen una excusa injustificable pero efectiva? ¿Qué dirán? ¿Que es justamente sobre esos actores donde debe operar el Gobierno para apropiarse de renta? ¿Lo cortés quita lo valiente? “Paro” del “campo”, inflación agregada y nueva pérdida del poder adquisitivo de los más humildes y de la clase media. ¿Quiere decir que los que desataron, retroalimentaron y apoyaron el lockout agrario concluyeron en favor de la inflación? Impresiona un tanto contestar que sí, pero hay que ponerse a sacar cuentas. Volverán a brillar los instintos más ventajeramente bajos de lo peor del sector comercial. Allí el Gobierno no interviene más que para acordar precios que tanto constituyen la fantasía de Kirchnerlandia, como sirven al objetivo de trazar un consenso con las patronales a fin de que la presión salarial sea manejable.
Algunos datos respecto de los intereses principales que se jugaron en la crisis con “el campo” fueron expuestos en este diario –o más bien recordados, porque no se trata de ningún misterio– por quien es reconocido como uno de los mayores expertos del país en economías regionales, Alejandro Roffman. Desde finales de los ‘80 abandonaron la actividad alrededor de 100 mil productores agropecuarios pequeños y medianos. De los que quedaron en total, muchos se dedicaron a cultivar soja en el verano, para luego hacer trigo, u otra actividad, en invierno. Más o menos 70 mil productores, sumados a apenas unos 2 mil que son los responsables del 80 por ciento de la producción de soja. ¿Qué hace el resto? Roffman cita la enorme gama de procesos de producción: actividad ganadera en todo el país, vacuna, ovina y porcina; frutas de pepita; frutas de carozo; uva; citrus; maíz y girasol; algodón; poroto; tabaco; yerba mate; té; avicultura; arroz; más la actividad hortícola, diseminada por todo el territorio. Esa lista, refuerza Roffman, subraya que el conflicto por el reparto de la ganancia y la renta empresarial de la soja abarca solamente al 20 por ciento de los productores. Es en nombre de sus intereses que se paró el país y, como bien concluye, “ningún sojero corre el peligro de quebrar ni de morirse de hambre, sino que pelea, por sí o por intermediarios, para que no se le rebane el fabuloso incremento de sus beneficios netos”.
Ninguna de estas u otras evidencias sirvió (¿ni servirá?) para frustrar de raíz la arremetida de un complejizado amontonamiento de actores sociales: grandes terratenientes, hoy con forma de grupos concentrados; pequeños-medianos productores, y rentistas, atizados por ver con la ñata contra el vidrio el reparto de una torta fabulosa; pulpos agroexportadores y proveedores de semillas que ni aparecieron en escena ni fueron señalados; y una murga ínfima de tilingaje urbano, en la que se aunaron genética gorila y frivolidad barullera, capaces, por la acción mediática, de construir imaginario de disconformismo profundo. Si esa congregación fue capaz de conmover al oficialismo y al país entero, el Gobierno no sólo debe cuestionarse sus “errores” de implementación económica. Debe replantearse muy seriamente su modo de construcción política, que en la primera prueba de fuerza de magnitud le significó carecer de aliados considerables y suficientes. Llenó la plaza con el aporte preeminente del aparato pejotista. Muy poco para enfrentarse con uno de los bloques de la derecha realmente existente, que no soporta ni siquiera este experimento de reformismo capitalista. Con una economía en crecimiento, la puja por la renta desata apetencias frente a las que es exiguo, y mediocre, continuar apoyados en un puñado de figuras. Este gobierno tiene muy pocos cuadros políticos, y si tiene más quedan sumergidos bajo el estilo autocrático de la pareja comandante. Defender la intervención del Estado en la economía para regular los desequilibrios sociales, apropiando una parte de la renta de la clase dominante, requiere de mucho más que apelar a los recursos de simbología peronista versus gorilaje apátrida.
Es probable que el lockout agrario haya comenzado a marcar o tensionar los límites ideológicos del kirchnerismo, en el sentido de cuáles son las fuerzas sociales a las que sería capaz de recurrir para consolidar su modelo reformista de Estado más o menos presente. Esas fuerzas no existen per se. Tiene que “inventarlas” desde una concepción mucho más horizontal en la forma de construir poder, sin por eso renunciar a lo imprescindible del liderazgo populista; apostar más y mejor al desarrollo de nuevos agentes productivos; animarse a salir del cascarón de aldea provinciana. No será revolucionario, dicho en ortodoxia ideológica, pero es lo que hay. Como apunta Ricardo Aronskind, economista y profesor de Ciencias Sociales, lo que está en discusión no es si con el kirchnerismo se vive bien, sino si podríamos pasar a vivir francamente peor. Sostener y agudizar el esquema de reparto estatista, como acaba de ser comprobado y al margen de las tropelías antipopulares en la distribución de la riqueza, supone la furia de la derecha argentina, que es una de las más salvajes. Y volviendo al comienzo, a la “tensa calma”, uno no ve que se haya equivocado en lo primordial, que es y seguirá siendo no equivocarse de enemigo.
Será difícil, vista la correlación de fuerzas y con los medios en contra, que la mayoría lo interprete firmemente de esa forma, si el sistema de construcción de poder pasa por la tontería indescriptible de agarrárselas con Sábat y confiar en los camiones de Moyano y los micros de los intendentes del conurbano.
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