Martes, 22 de julio de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Daniel Goldman *
Si quisiésemos superficializar lo que nos pasó hace 14 años, nos alcanza con decir que el arma más poderosa de la que disponen los acomodados es la globalización, que el mundo manifiesta una peligrosa combinación entre vacío y omnipotencia, y que el hombre nunca ha tenido en la historia tanto poder, unido a tan poca capacidad conductora para su utilización. Con esto basta para fundamentar y definir que un atentado solo “atenta” y es como un accidente: imprevisible. Y que fue el arribo de un acto fundamentalista y que como si fuese la fisura en una pared se coló un conflicto de afuera. Y que los sospechosos están en otro continente y que hay que traerlos para saber algo más. Todo esto es verdad.
Pero es una verdad expiatoria, una verdad como si fuese una factura que hay que cobrársela a otro. Una verdad pequeña, que en realidad oculta la Verdad con mayúscula que no podemos socavar.
En verdad, la Verdad con mayúscula se pregona sosteniendo que para que haya tal demolición edilicia que produzca un dolor tan agudo y constante y que haga emitir un grito tan grave que te hace pasar por todos los estadios (la pena, la bronca, la tristeza, la caída de espaldas, levantarse, la impasividad, la credulidad, la incredulidad, la paciencia, la impaciencia, los testigos falsos, y los cassettes nunca grabados)... para que haya tal demolición edilicia se precisa de una gran verdad: “la demolición ética de una sociedad”, porque en materia de calamidades, que esto haya pasado expone el obsceno testimonio de que ésta no es una sociedad inocente. Esta es una sociedad que permite que los monstruos puedan seguir conviviendo con nosotros en las calles y plazas, en los bares, los edificios públicos y privados, los ascensores y pasillos, los templos y casas de estudio. Casi todos los monstruos son impunes. Y son impunes por algunas razones.
Somos una sociedad con características dictatoriales. Nuestra historia de dictaduras dejó resabios. Marcas, huellas indelebles. Invadieron con terror de Estado a toda una generación que no está en el estar. Y sobre esto hay que hablar en cada acto de denuncia, como lo es el de este día. Hay una línea ideológica muy clara entre lo que pasó en la dictadura militar y lo que ocurrió en el menemato. No hay contradicción entre un caso y otro. Hay únicamente complementariedad. Las amenazas no desaparecieron. Desaparecieron los seres humanos en el ’76 y la humanidad de los seres en el ’94. Venimos de una cultura inaudita en la que cada tanto nos quieren hacer comprar que los crímenes de lesa humanidad fueron simples errores producto de una guerra sucia pero guerra al fin, que los robos de bebés fueron meros excesos. Del mismo modo que la bomba pudo haber sido una autobomba. Argumentos execrables.
Si bien se han hecho denodados esfuerzos por cambiar, tuvimos un aparataje de seguridad que fue un semillero de odio, de insolvencia profesional, sobre el cual claramente debe caer la sospecha de protagonismo y colaboración en el ataque perpetrado a la AMIA. Cadetes del Ejército que en la década del ’90 todavía memorizaban poemarios procesistas con un hedor antisemita que podía olerse en los cuarteles. El patetismo de quienes nos debían cuidar los transformó en monstruosos y deformados seres temerarios, porque ellos son también el producto de una sociedad fascista.
Somos una sociedad corrupta. Si podías pasar containers de tela sin declarar, y aparatos electrónicos sin declarar, ¿por que no podrías pasar explosivos sin declarar?
Obviamente la valoración es distinta. Los primeros dos rubros no son nocivos. Pero lo común que tienen los tres casos es que el acto es nocivo. Es corrupción. Somos todos cómplices de una sociedad que se maneja con parámetros de corrupción. El cortoplacismo de la corrupción significa tautológicamente que nos conviene ser cómplices de una sociedad corrupta. Pero el largoplacismo significa el deterioro salvaje de nuestra dignidad humana. En la corrupción todo vale. En la corrupción la vida no se preserva y la muerte termina siendo moneda corriente.
Somos una sociedad injusta. Esta semana, nomás, murieron dos nenes en una casilla de madera. Somos una sociedad que permite la masacre de los más débiles y la considera solamente una falta social. Una sociedad que abandona la garantía de los derechos y que muchas veces se convierte en gendarme de la injusticia.
Como dice Alberto Morlachetti, estos pibes, que murieron quemados vivos, son víctimas de mecanismos que desconocen, pero que los sentenciaron a muerte.
Estos pibes, que murieron quemados vivos, ni siquiera se enteraron de los memorables debates alrededor de la resolución 125. Y para ellos la retención falló porque no pudimos retenerles la vida. Una sociedad que permite que se sentencie a pibes pobres, y que del mismo modo se preocupa frívolamente de encontrar a la escoria que provocó el acto de lesa humanidad del ‘94, es una sociedad injusta que refleja una sostenida brutalidad.
Somos una sociedad sin justicia. Añadiendo a lo que mis amigos de Memoria Activa dijeron, en estos años se fraguó una conjura para ocultar datos, confundir pistas y sellar complicidades criminales. Los eslabones que habrían podido delatar a los culpables de manera directa fueron desarticulados por los mismos aparatos de la Justicia que debían perseguir y castigar. Nada garantiza de ahora en adelante que la verdad y la ley se impongan en juicios que por la falta de pruebas y simplemente por formalidad prometen ser ceremonias incompletas para acabar de una vez por todas con el estruendo y las molestias del caso. Como decía en esta plaza Tununa Mercado: “Cerrar es el verbo, cerrar, es decir legitimar una matanza cuyo signo antijudío de alguna manera contenta a fascistas de arriba y de abajo, y aun a ese 17 por ciento que prefiere no tener vecinos judíos”. Sepamos que el verdadero acto de solidaridad es únicamente la justicia.
Somos una sociedad individualista. Que critica la injusticia que se comete con mi ombligo, pero que no le interesa la injusticia que se produce con el otro. Y si puedo sacar ventaja de la injusticia del otro, mejor. El “no te metás” nos ha constituido como nación. Para salir al profundo encuentro de la vida, como sociedad todavía nos falta mucho para conjugar con plenitud la palabra nosotros. La ley bíblica dice “no matarás”, pero presume que nos debemos hacer responsables de cada asesinato y denunciarlos hasta que se aclaren.
Somos una sociedad que vive solo el presente como si fuese perpetuo, y ni siquiera considera propia la sociedad que heredarán sus hijos.
Sin nostalgias, las generaciones anteriores trabajaban con gran esfuerzo por las ulteriores. Hoy invertimos todo y las generaciones futuras terminan trabajando a favor de la actual. Cuando somos indiferentes a la injusticia del presente, lo que hacemos es expropiar el futuro. Cuando los problemas más agudos, ligados a dolores actuales, se arrojan hacia delante, ni más ni menos que para aliviar los compromisos del presente, arruinamos el acontecer de nuestros hijos. Instalamos la inmoralidad presente con la gravedad de dejar sin porvenir moral a lo que viene.
Somos una sociedad que discrimina. Da la sensación de que nuestra identidad en vez de constituirnos nos diferencia. Somos especialistas en limitar, clasificar y segregar al otro. Colocamos al otro no como “nuestro” sino como lo amenazante y a veces y sólo a veces le damos al otro el sitio que la ley le asigna. Cuando la otra identidad parece amenazadora, discriminar implica la incapacidad de aceptar las formas de ser de otras personas y la imposibilidad de respetar sus culturas. Toda actitud de discriminación en su caso agudo deriva en genocidio. Somos una sociedad que no asume al otro, al diferente, al supuestamente distinto, al que tiene una piel extraña, al que es más gordo o más desgarbado, para ahí derivar a otro tipo de diferencias, las sexuales, las de religión, o las políticas. En el caso del antisemitismo, mi maestro Marshall Meyer solía decir: “el enemigo del judío es el enemigo de la libertad”. Aquellos que organizan el pogrom de hoy, sin duda atacarán mañana las verdaderas bases de la libertad. La historia prueba que la estatura moral de una nación que mantiene silencio frente al antisemitismo colabora en la preparación de su propia esclavitud.
Somos una sociedad desmemoriada. No existe peor castigo que el desarraigo de la memoria. Antiguamente desheredar significaba dejar a alguien sin apellido, y dejar a alguien sin apellido implicaba el pesado lastre de dejarlo sin pasado. Una sociedad que no encuentra la necesidad de ejercitar la memoria es una sociedad a la que la vida no le significa. Decía Meyer que la falta de memoria lleva al alma a vivir prisionera de un pasado condenado a la eterna repetición en el cual sentimientos, emociones, frustraciones, errores y dolor están destinados a ser repetidos, donde los árboles no tienen raíces y la identidad es artificialmente fabricada.
La sangre de nuestros seres amados que no están corre por las venas de nuestra memoria. Olvido es sinónimo de impunidad. La lucha por recapturar la memoria del ayer es el motor que nos impulsa a conseguir la justicia que tendremos en el mañana.
Y por eso hay esperanza.
La esperanza es un concepto etéreo y vacío si hay gente que está dispuesta a no cambiar las cosas. Nuestra sociedad está llena de personas heridas. Pero hay algo más grave: nuestra sociedad está llena de personas dañadas en su ser más íntimo.
Y por ellos, y por la memoria de los que no están, no debemos dejar anestesiar nuestra capacidad de amor, de lucha por la justicia, no debemos abandonar nuestro sentido de solidaridad. Porque hay esperanza. Porque hay movimientos sociales, porque hay gente que cree en algo y en mucho, Y fundamentalmente porque las cosas deben cambiar.
Siempre que alguien luche por denunciar con memoria, y siempre que haya un corazón que escuche las confidencias con memoria, las cosas pueden cambiar.
* Rabino. Discurso pronunciado ayer en Plaza Lavalle durante el acto de Memoria Activa.
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