Domingo, 18 de enero de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Con el puente internacional cortado, amenazas de bloqueos en Colón y Concordia, una redoblada presión política y hasta la posibilidad de un contrapiquete anticarnaval, el conflicto por las papeleras vivió una semana particularmente tensa. Lejos de la coyuntura, esta nota intenta conectar esta dinámica enloquecida con algunos episodios de nuestra historia reciente, como la crisis del 2001 y el conflicto con el campo, como punto de partida para una reflexión sobre los límites de la asamblea, el método elegido por los vecinos de Gualeguaychú para expresar sus reclamos.
Aunque resulta difícil afirmarlo de manera tajante, es lógico pensar que la estrategia adoptada en Gualeguaychú no hubiera sido posible sin el auge asambleísta de diciembre del 2001. Lógico resultado del desplome del sistema económico de una década y expresión natural de la crisis de representación, el clima anti-político de aquellos meses generó un amplio entusiasmo mediático y un apoyo no menos notable de unos cuantos intelectuales. Con la distancia del tiempo, es curioso comprobar la cantidad de investigaciones y libros –la increíble multiplicación de Ubacyts– que produjeron fenómenos como las empresas recuperadas o los microemprendimientos comunitarios, interesantes como experiencias de laboratorio social pero definitivamente irrelevantes en una mirada de conjunto de la economía o la política.
En realidad, la Argentina superó la crisis no por el impulso participacionista ni por el entusiasmo de los soviets de Caballito, sino por un camino muy diferente, en cierto modo totalmente opuesto: la institución más desprestigiada de la democracia (el Parlamento de la Banelco) designó como presidente a un líder político tradicional que no sólo no había sido votado, sino que incluso había sido derrotado en las urnas hacía apenas dos años (Eduardo Duhalde), quien formó un gobierno que se apoyaba no sólo en los dos grandes partidos, sino en sus sectores más tradicionales (el peronismo bonaerense y el alfonsinismo) para conducir una salida casi parlamentaria, como bien explicó Fabián Bosoer en “El auto-rescate de las democracias sudamericanas” (Flacso).
En otras palabras, la clase política se autonomizó de la sociedad y tomó una distancia de dos años que permitió ordenar el país, construir las bases de un nuevo modelo económico y elegir un presidente que inauguró un nuevo ciclo político.
En el camino, las asambleas se fueron desmembrando y hoy quedan apenas algunos resabios de aquellos fuegos de descontento. Y es en este punto donde conviene discutir una idea que quedó flotando luego de diciembre. Muchos intelectuales, como Waldo Ansaldi (en su excelente artículo “Tanto andar a los mandobles para terminar a los besuqueos: acerca de la relegitimación de los políticos argentinos”) o Juan Manuel Abal Medina (en un artículo en Clarín) responsabilizaron por el ocaso del movimiento asambleísta a los partidos de izquierda tradicional, a quienes acusaron de haber copado con sus aparatos aceitados y sus dogmas oxidados un fenómeno que nunca lograron entender del todo.
Aunque, desde luego, las agrupaciones de izquierda hicieron todo esto, la hipótesis que se defiende aquí es que las asambleas del 2001 estaban destinadas a fracasar. Bajo sistemas republicanos y representativos, los movimientos horizontales de raíz participacionista a gran escala rara vez logran prosperar: o desaparecen lentamente, como en la Argentina del 2001 y en el Ecuador de la rebelión de los forajidos, o se transforman en bases sociales para el acceso al poder por la vía tradicional de las urnas, como en Bolivia, o son cooptados por pequeños grupos, en general intransigentes, que los alejan progresivamente de la sociedad. Lo cual nos lleva a Gualeguaychú.
Podrían haber elegido otro sistema: una comisión de vecinos encargada de negociar, la votación de un mandato para el gobernador o el intendente o, más tecnocráticamente, la designación de un comité de especialistas en medio ambiente. Sin embargo, los vecinos de Gualeguaychú optaron por la asamblea: cualquier decisión es sometida a la consideración general en reuniones totalmente abiertas y horizontales, donde todos tienen la posibilidad de participar, hablar y votar.
Como método de decisión política, la asamblea puede ser útil y democrática en ambientes pequeños, como la asamblea de trabajadores de una fábrica o una reunión de consorcistas, y también puede ser un mecanismo eficaz para destrabar algún tema puntual, por ejemplo a través de un plebiscito. El problema de la asamblea –que es el problema de la democracia directa en las sociedades de masas– es que se distorsiona cuando se trata de consultar a poblaciones grandes o de desarrollar estrategias sostenidas en el tiempo. Y es que en toda asamblea tiende a imponerse una dinámica gravitatoria que impulsa la radicalización de las posiciones y que se agudiza cuando, como en Gualeguaychú, se actúa con una lógica de ciudad sitiada, de desastre inminente. En estos casos, las voces moderadas se apagan y los halcones se comen a las palomas.
Al anularse los mecanismos de representación que permiten elegir una conducción, las negociaciones se complican, pues cualquier decisión debe ser sometida a la consideración de todos los vecinos, en vivo y en directo. Los atributos básicos de un buen negociador –prudencia, astucia, secreto– son imposibles en una asamblea. En este marco, una eventual rectificación del rumbo inicial se torna muy difícil.
Esta dinámica, casi una ley natural, se agrava por la estrategia adoptada por la asamblea de Gualeguaychú. Como sostienen Vicente Palermo y Carlos Reboratti en el estudio más completo sobre el tema (Del otro lado del río, Edhasa), la consigna de los vecinos, sintetizada en el slogan “No a las papeleras”, no apuntó al control de la contaminación, sino directamente a frenar la construcción de las plantas. Si el único objetivo era detener a Botnia, cualquier alternativa que excluyera la desaparición de la planta –como la intervención de un tercer lado, por ejemplo mediante un estudio de impacto ambiental– quedaba automáticamente bloqueada. Por otra parte, la negativa a aceptar un plebiscito, como en su momento propuso Jorge Busti, demuestra que el amor de los asambleístas por los métodos de la democracia directa se disuelve ante el riesgo de que se imponga una decisión distinta a la original.
No se trata de cargar las tintas sobre los vecinos de Gualeguaychú. Lógicamente asustados por lo que se creía podía ser un desastre ambiental, reaccionaron del modo más directo posible, impulsados por la excitación que es el modo de funcionamiento natural de casi todos los medios, especialmente de la televisión, empujados por un Busti que privilegió el estado de ánimo de la opinión pública por sobre cualquier otra consideración, y amparados por un Gobierno nacional que actuó de manera confusa. Botnia se negó siempre a cooperar y el gobierno uruguayo aportó lo suyo. Sin embargo, a dos años de la puesta en marcha de la planta y sin que un solo estudio haya demostrado seriamente la supuesta contaminación, el reclamo se debilita.
Pero el objetivo de esta nota no es analizar el conflicto, sino conectar el método de la asamblea –que en buena medida explica la dinámica que adquirió el caso– con algunas tendencias históricas y con eso que los nacionalistas de antes llamaban “ser nacional” (y que más sofisticadamente podríamos definir como “cultura política”). Porque los vecinos de Gualeguaychú no sólo recurrieron a la Asamblea para tomar sus decisiones, sino que además apelaron desde el comienzo a lo que cualquier manual de táctica y estrategia recomendaría dejar como último recurso: el daño a terceros, en este caso a través del corte del puente internacional.
No es el único ejemplo de los últimos años. Descartemos la comparación con los piquetes de desocupados del 2001/2002, pues se trataba de personas invisibilizadas y desindicalizadas que apelaban a este mecanismo como única forma de conseguir atención y comida. Pero sí conviene prestar atención a lo que ocurrió dos años después del inicio del bloqueo del puente internacional, cuando el conflicto entre el Gobierno y los productores rurales adquirió un formato asombrosamente parecido al de Gualeguaychú: el mismo método de decisión (la Asamblea), para una misma herramienta (el corte de rutas), adoptada por grupos de personas de similar extracción social (al menos clase media) y hasta algunos liderazgos coincidentes (Alfredo de Angeli).
Hay, por supuesto, enormes diferencias: al fin y al cabo, no es lo mismo pensar que uno se va a morir envenenado, por más exagerado que sea el miedo, que defender una hiperrenta. Y además el daño producido por los productores rurales –aumento de precios, desabastecimiento– fue mucho más directo que el de los vecinos de Gualeguaychú (aunque, ¿a cuántas toneladas de soja equivale el deterioro de la relación con Uruguay?). En cualquier caso, las coincidencias son llamativas.
Retomando la idea central: el asambleísmo es un método de decisión política que funciona sólo en ciertas circunstancias y que a menudo resulta poco práctico y escasamente constructivo, y sobre el cual pesa, además, un interrogante central: ¿cuántos habitantes deben participar de una asamblea para que sea representativa?
Pese a ello, es innegable que genera entusiasmo en buena parte de la sociedad, lo cual explica su traslado a otros ámbitos. A partir del conflicto con el campo, un grupo de intelectuales, reunidos bajo el título de Carta Abierta, optó también por discutir en asambleas abiertas sus propuestas. Y si la asamblea encuentra enormes limitaciones como método de decisión política, esas limitaciones se acrecientan cuando se la utiliza como herramienta de elaboración intelectual, proceso complejo que exige ciertas reglas, jerarquías y procedimientos. Por ejemplo, ¿el director de un hospital debe ser elegido en una asamblea de médicos, pacientes y enfermeros? ¿El rector de una universidad debe elegirse por el voto directo de los alumnos? Y en la cuestión de la seguridad, ¿los comisarios del conurbano deberían elegirse en una reunión de vecinos o por el voto de los habitantes, como sucede en Inglaterra? ¿Nos daría esto mejores comisarios?
En el final de esta nota, un ejemplo especialmente delicado: en 1989, la sociedad uruguaya aprobó en un plebiscito la Ley de Caducidad, que permitió la amnistía a los represores de la dictadura y frenó los juicios pendientes contra ellos. ¿El juzgamiento de los delitos de lesa humanidad debe someterse a la aprobación de la población? ¿Cuál es el límite de la voluntad popular? Como demostró dramáticamente la crisis del 2001, la democracia representativa tiene tremendos problemas, pero sería insensato pensar que la democracia directa es la solución automática a todos ellos.
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