EL PAíS › PANORAMA POLITICO

SENTIMIENTOS

 Por J. M. Pasquini Durán

La decadencia nacional invade cada aspecto de la vida cotidiana, traspasando los límites de los trastornos económico-sociales, como si fuera un gigantesco derrame que va empetrolando todo lo que toca, sean cosas, bestias o personas. No hay valor, institución ni creencia con algún sentido social que sobreviva íntegra y limpia ante el oleaje de miserabilidades y corrupciones que son la materia prima cotidiana de los escándalos mediáticos. Es un proceso con evidentes síntomas perversos: de un lado, la acumulación sensacionalista anestesia las capacidades de asombro y de indignación públicas, las envicia mientras las empalaga. Del otro lado, la crónica roja y el amarillismo noticioso tienen que levantar la apuesta para mantener atrapado el interés diario de las audiencias, para no perder “rating”. Así, no sólo el delito y su autor son legítimos sujetos de la información, sino que además pujan por difundir la mayor cantidad de detalles escabrosos, material que solía estar reservado a los expedientes judiciales, de modo que la perversión completa se convierta en entretenimiento espectacular. En esa competencia, según el criterio de sus programadores, las vidas de centenares de rehenes en un teatro de Moscú tienen menor interés noticioso que la probabilidad de un cura depravado. A lo mejor, esos rusos tendrían mejores chances si se pudiera transmitir en vivo y directo la ejecución de los rehenes o el suicidio de sus captores.
A pesar de esas evidencias, visibles para el que las quiera ver, responsabilizar a los medios de difusión, sobre todo a los electrónicos, por la polución ambiental de las culturas populares es tan grosero como generalizar la acusación, además de desconocer los aportes rigurosos que el periodismo hizo en los últimos veinte años a favor de la libertad y la decencia en las instituciones. No son todos, son algunos, y tampoco son los únicos. Hay funcionarios de gobierno, para citar otro aspecto del mismo fenómeno, que han comenzado en los últimos tiempos a mencionar la tarea de los cartoneros como un oficio más o menos permanente, y encima buscan adaptar “soluciones” vecinales utilizando métodos que fueron pensados en otros lugares del mundo como parte de la calidad ambiental. Salvo por motivos de degradación cultural alguien puede pensar que los niños pobres deben buscar sus alimentos entre los residuos del metabolismo urbano. Impotentes para crear trabajos dignos, comienzan a “acostumbrarse” a considerar un oficio lo que es nada más que una forzada estrategia de supervivencia.
El país necesita producción, empleos y consumo masivos, para devolverle la dignidad a millones de hogares que han sido trastornados hasta el exceso por culpa de políticas públicas diseñadas con plena conciencia de sus autores sobre las consecuencias que podían devenir de su aplicación sistemática y ciega. Es muy loable ahora cualquier esfuerzo que se haga para calmar la urgencia del hambre, siempre que esa solidaridad indispensable no sea usada como un manto de impunidad para los responsables de esa contradicción inexplicable entre un país de incontables riquezas potenciales y una población hambrienta, no sólo de pan sino de todo lo que hoy implica un auténtico progreso humano: educación, salud, cultura, seguridad, medioambiente sano, respeto mutuo y confianza en el futuro. No se trata de una mera discusión ideológica, según la pretensión de algunos exponentes conservadores, porque las políticas de exclusión y de hambre fueron aplicadas con perjudicados y beneficiarios de fácil identificación. Pudo evitarse que la exclusión hiciera estragos como los que hoy registran las estadísticas, si tan sólo los responsables hubieran tomado providencias para asistir a los damnificados, ya que nunca se trató de “daños colaterales” o sorpresivos, sin ninguna voluntad humana aplicada al desastre, puesto que la economía nacional del último cuarto de siglo obedeció a sus mandos que ahorapresumen que ocurrió algún fenómeno natural, incontrolable, incontenible e inexorable. Pudo evitarse, de acuerdo con todas las pruebas depositadas por el tiempo y la experiencia en el país y en el mundo.
Sin este contexto, la interna peronista que hoy domina el panorama de la política podría ser entendida como riñas entre pandillas o tal vez un laberinto inaccesible para los ciudadanos corrientes, un acertijo para elegidos. Las batallas leguleyas, cuya evolución es asunto de pícaros y cruces de influencias, sólo ocultan los trasfondos reales de esas pujas por el control del poder. El tema, sin embargo, no se agota ahí para el votante, cuya pregunta esencial es: ¿el poder para qué? ¿Acaso hace falta erudición histórica para saber en qué lo emplearía el ex presidente Carlos Menem? ¿O para qué lo usaron sus principales contrincantes, empezando por el actual presidente Eduardo Duhalde? Deslindar responsabilidades, entonces, no es vocación para la discordia o el rencor, sino una actitud práctica a la hora de decidir sobre el futuro inmediato. Tal vez, haya ciudadanos que crean que si gritan muy fuerte “que se vayan todos”, alguna divinidad descenderá sobre las pampas al frente de un batallón de ángeles. Si las Abuelas de Plaza de Mayo, que acaban de conmemorar sus veinticinco años institucionales, se hubieran limitado a vociferar “verdad y justicia”, hoy no habría un solo verdugo en prisión ni hubiera sido rescatado ningún joven de la vida de mentiras a la que lo habían condenado al nacer y para siempre.
Las marchas y los gritos fueron necesarios, pero insuficientes para modificar una relación tan desigual entre verdugos y víctimas. Hizo falta una meticulosa construcción de opciones, de acumulación de pruebas, de alianzas, de gestiones, y de tantas otras tareas que se prolongaron, sin aflojar, a través de los años. Hay que insistir en remarcar la trayectoria para salir al cruce de impaciencias y ansiedades: los cambios llevan tiempo y no se producen por combustión espontánea. Por eso, dramatizar la próxima elección como si fuera la única y última oportunidad para trazar el horizonte, puede ser tan equivocado como la indiferencia. A efectos de demostración, puede formularse esta hipótesis: en los comicios venideros se presenta ese caudillo y esa fuerza que vendrían a inaugurar una etapa inédita en el país y ganan por mayoría indiscutible. ¿Terminaría ahí el compromiso de participación de los que demandaban que se vayan todos los otros? Si así fuera, Lula da Silva que está a horas de ganar la presidencia de Brasil, estaría predestinado sin remedio a la frustración de las enormes esperanzas que hoy lo acompañan en la victoria.
Las derechas política y económica creen que el ejercicio del poder, con sus inevitables ciclos de negociaciones y equilibrios, despedazará al partido de Lula, fragmentándolo en sus tendencias de origen y en las que podrán aparecer en adelante. Es obvio, que harán lo posible para que el vaticinio se cumpla cuanto antes. En el otro extremo del arco ideológico, la izquierda más radical, aun la que trabajó con empeño por vencer, espera que los obstáculos serán tan enormes que Lula no podrá vencerlos con alianzas ocasionales o permanentes ni por la búsqueda de consensos entre el capital y el trabajo productivos, y al final tendrá que asumirse en los términos clásicos de la izquierda revolucionaria, así sea a costa de partir al país en facciones irreconciliables. Entre esos dos extremos está la mayoría de los que decidirán con su voto tomar el riesgo de confiar el destino nacional a manos de un tornero mecánico, sin títulos universitarios, que dedicó dos tercios de su vida a edificar opciones nuevas en el sindicalismo y en la política para los trabajadores y los excluidos. “Todo ciudadano brasileño tiene derecho a tres comidas diarias”, aseguró Lula, a manera de síntesis de sus programas de gobierno, pero será imposible cumplir la promesa si lo dejan solo, a merced de las presiones de adversarios y de impacientes. Es una condición de este tiempo: la sociedad no puede delegar todas las responsabilidades en nadie.Por eso, no es mojigatería la consideración de los valores éticos y aún estéticos que forman el espíritu colectivo, pues en algún momento de la fortaleza de ese espíritu dependerá la suerte de la mayoría.

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