EL PAíS › OPINION

El estado de la discusión

El empleo como objetivo, los instrumentos novedosos. Dos grandes empresas en salvataje, casos testigo con analogías y diferencias. El cuadro de situación económica, lejos de los catastrofismos. El optimismo y la desconfianza de las corporaciones empresarias. Y un apunte sobre discusiones necesarias y pendientes.

 Por Mario Wainfeld

El colapso económico global fuerza reformulaciones sobre el rol del Estado. Las respuestas, por doquier, son niveles asombrosos de inversión pública, gotas de agua para el incendio. Los salvatajes se deciden en cuestión de horas. Cientos o, si cuadra, miles de millones de dólares intentan dar oxígeno a empresas o bancos en estado de agonía. En ninguna economía capitalista avanzada se retacean recursos, el debate es cómo orientarlos. En este confín del Sur, la discusión es usualmente más primitiva. La negación de los hechos es una tendencia llamativa, la fruición por los rumores de conventillo reemplaza al análisis comparado. Quizá, dentro de diez o veinte años, cuando se juzgue lo realizado, primarán las líneas maestras de la acción estatal sobre las anécdotas de Guillermo Moreno. Si se intentara comenzar hoy con ese debate, acaso se notaría que la Argentina se encolumna, sí que con criterios propios y siempre opinables, en el sentido común general.

El Estado se inmiscuye en el sector real de la economía, con activismo digno de mención y de elogio. Un objetivo básico es la preservación de los puestos de trabajo ganados en el último sexenio, una cantidad enorme. Sólo aquel que nunca estuvo desempleado puede subestimar la diferencia que existe entre la charra desocupación y tener algún laburo, así no fuera el mejor, el tutelado dignamente, el bien pagado. Ese abismo debe medirse con distintas varas, no exclusivamente por las diferencias de ingresos. También valen, y cómo, los cambios en las trayectorias individuales de los que lograron conchabo, su aporte a la coherencia social. Es un salto de calidad en la autoestima, en la organización de la vida personal y familiar. Funge también como un incentivo keynesiano que agrega demanda al mercado local. Tal el pensamiento del Gobierno que, ante un escenario bien diferente al de años atrás, reacomoda sus objetivos, los recuantifica pero los sostiene, tratando de encontrar los instrumentos adecuados. Acá, como en todas las demás comarcas, es tiempo de innovación y experimentación. Como Barack Obama o Nicolas Sarkozy o José Luis Rodríguez Zapatero, cuyos países caen más desde mucho más arriba, se definen acciones a puro ensayo y error. Mucha plata se pone en juego; en otros lares se controvierte su imputación; acá algunos vivos refutan ese sesgo protectivo, se hacen cruces cuando el Estado dedica ingentes recursos a preservar el trabajo. Usualmente, lo hacen con recursos panfletarios: demonizan la “caja”, pues en su jerga eso es mala palabra.

Las políticas públicas locales se obstinan en defender los niveles actuales de empleo o en aminorar su merma. Se otorga una maraña de subsidios y créditos blandos, siempre estableciendo “la cláusula de empleo” para las patronales beneficiadas. El programa de Reproducción productiva, Repro, sostiene ya sueldos de alrededor de 70.000 trabajadores, una cifra sin precedente en la historia local. El afán es evitar la dispersión de la mano de obra. Hay memoria fresca de los costos sociales de la desocupación masiva. También se memora –son referencias cercanas– qué arduo fue reinstalar la industria sin personal capacitado tras años de desmantelamiento suicida del aparato productivo. Apenas ayer, las automotrices se encontraron con mercados y prosperidad antes que con matriceros calificados. La construcción se reactivó antes de conseguir capataces o electricistas de buen nivel. Hasta los usualmente poco perspicaces empresarios locales escarmentaron con la experiencia: un operario especializado no puede recuperarse en un santiamén.

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Dos casos testigo: La papelera Massuh y la autopartista Mahle son dos ejemplos sugestivos de la acción pública, también dan cuenta de tácticas diferentes. Mahle cierra por decisión de una multinacional, no inspirada en lo que pasa acá sino en una estrategia global en la cual la Argentina es una referencia parcial, menor. Massuh es una gran empresa “nacional”, que cae por mala administración. La primera está afincada en Santa Fe, gobernada por socialistas. La segunda en Buenos Aires, feudo oficialista.

La intervención estatal en Mahle aspira a ser un puente entre el cierre y la reapertura, en manos de otro dueño. Se da por hecho que la empresa, de insustituible primer nivel en su ramo, podrá sobrevivir a los vaivenes del mercado. La finalidad es evitar que se desperdigue su plantel de empleados, un capital social y empresario. La inversión, confían en la Rosada, en Trabajo y en Producción, se extenderá por un lapso acotado, permitiendo la transferencia de los activos llave en mano. “Somos –bromea con fines pedagógicos uno de los funcionarios concernidos en la tarea– como una consultora que vende un fondo de comercio.” La cooperación entre la Nación y la gobernación socialista nada tiene que ver con los clarines de campaña. Aun con ese horizonte optimista entre ceja y ceja, hay una resolución con contenido ideológico: el mercado no se da maña para evitar la muerte prematura de una fábrica de primer nivel, lo que habilita (o exige) la intervención del Estado, digamos como intermediario.

En Massuh todo es mayor: la intervención, la erogación imaginada, la injerencia estatal en la gestión de la empresa. Hay fideicomisos para darle aire financiero, el Estado orienta sus compras para favorecer el salvataje, un funcionario (Moreno, tan luego) forma parte del directorio y es parte activa en las decisiones cotidianas de la papelera. No es la primera vez que el Estado toma a su cargo una empresa desventurada, hubo experiencias análogas décadas atrás. Pero no fue praxis corriente en trances de crisis general. Los riesgos que se toman y los costos materiales son mayores. El objetivo es el mismo que en Mahle, los instrumentos más pesados y por ende más controversiales. El periodista Héctor A. Huergo, también lobbista y asesor de grandes productores agropecuarios, elige este ejemplo para fustigar la política oficial. En el Clarín Rural de ayer, bajo la volanta “Discutiendo el modelo” y el título “Vistiendo a todos los santos” fulmina el rescate de la papelera. Su análisis, pleno de ideología, justifica un vistazo. Se pregunta cuánto valen 600 puestos de trabajo y hace una sola cuenta, lo que pone el Estado para dar aire a Massuh. Calcula cuál es la deuda con el Fisco, prorratea el monto sideral por la cantidad de empleados, da una cápita de 400.000 pesos por empleo. El criterio es falaz, es improbable que una empresa casi quebrada honre sus deudas impositivas. Si lo sabrá Huergo, panegirista de un sector corporativo pionero en evadir impuestos y cargas sociales, así sea en tiempos de bonanza. Su razonamiento no pondera otras variables, por ejemplo no destina una línea a ponderar lo que dolerán 600 familias diezmadas, la caída del consumo en Quilmes. Este cronista sabe que esas sumas algebraicas son arduas y no siempre arrojan resultados deseables, sólo propone que la cuenta los incluya. Para leer una columna que sí lo hace basta apelar a la de ayer de Alfredo Zaiat en este diario.

La presencia de Moreno empioja la causa del Gobierno, complica las cosas ante la opinión pública. Con sus tropelías en el Indec, Moreno mancilló una bandera valiosa que pretende reivindicar: la intervención estatal. Les dio argumentos atendibles a sus adversarios, damnificó el patrimonio colectivo. Claro que hay quien quiere arrojar al chico con el agua, pero los errores del oficialismo le allanan el camino.

Volvamos al núcleo. Queda dicho, el caso Massuh es un límite de la acción, el extremo de una tendencia estimable. Es imaginable, por qué no, la adhesión al concepto central y la crítica al caso. De cualquier modo las definiciones básicas del Gobierno son sugestivas, reveladoras de un imaginario sepultado años atrás. El silencio de las campañas sobre todos estos temas, millones del erario puestos para mantener los niveles de empleo, es una prueba adicional sobre su baja calidad. Desde luego las políticas de subsidios tienen un implícito que es la finitud, no remota, de la crisis. Ningún Estado puede sostener eterna ni prolongadamente esas inversiones, que van in crescendo, para paliar la caída de la economía.

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Optimismo y pesimismo corporativo: Cunde entre los empresarios una percepción optimista, que gotea en trascendidos emanados de la UIA y de la AEA: la caída de la economía doméstica parece haberse detenido, en abril comenzó un repunte. Este cronista aconseja ser muy cauto con las predicciones referidas a un fenómeno que nadie entiende del todo. Y agrega que las corporaciones patronales locales son, de ordinario, tan pobres de pensamiento que no es sensato creer lo que dicen y tan taimadas que tampoco puede creerse lo contrario. Pero las percepciones inciden en las conductas y hay un aire de alivio. La desconfianza hacia el Gobierno persiste. Dos hechos previnieron a los capitalistas autóctonos: la estatización del sistema jubilatorio y el adelanto de las elecciones. Los leyeron como prueba de descontrol del oficialismo, de pérdida del timón. En sus momentos, propiciaron una lluvia de agorerías. A menos de dos meses de las elecciones, ninguna se corroboró. El dólar se mantiene estable, las reservas son suficientes, el fantasma del default se desvanece, las pérdidas de puestos de trabajo son escasas, comparadas con los parámetros mundiales.

El economista Miguel Bein va más allá. Afirma que “la próxima administración encontrará una economía desendeudada, sin desequilibrios estructurales básicos y un amplio margen para avanzar en la agenda de largo plazo”. Hasta se permite ironizar: “¿Será ésta la intuición que está llevando a la Argentina a la proliferación de candidatos presidenciales?”. Una mirada no capciosa de esa potencial “pesada herencia” agregaría a la virtual “pesada herencia” otros hitos de previsibilidad y, aunque usted no lo crea, institucionalidad. Una Corte Suprema de calidad, una política de derechos humanos que sintetiza los mejores aportes de 25 años de democracia, leyes educativas de largo plazo aprobadas por amplias mayorías parlamentarias, Consejo del Salario, paritarias regulares, legislación laboral que recupera conquistas perdidas, la jubilación móvil consagrada por ley, la recuperación de la jubilación pública. Por cierto, mucho puede mejorarse en esos standards, sería bastante sencillo. Por ejemplo, bastaría cambiar el índice (un artículo de una ley) para incrementar los haberes de los jubilados, una bandera de la oposición de centroderecha, soslayada en gobiernos anteriores.

La enumeración da razón a uno de los pocos opositores con discurso racional y progresista, Martín Sabbatella, cuando explica que el kirchnerismo estableció “un piso alto”. Para el ex intendente de Morón el problema es que ese techo es bajo, lo que lo lleva a mocionar un cambio hacia adelante en vez de la regresión, que es el mínimo común denominador de opositores panradicales y panperonistas.

La destrucción de la credibilidad del Indec es tan grave como la obstinación en no repararla. El oficialismo lo omite en el discurso pero aspira a conseguir 2500 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional, el tramo que se supone de fácil acceso. Pero el FMI hizo conocer un requisito “hecho a medida” para acceder a ese toquito de plata: la confiabilidad de las estadísticas públicas. La necesidad acaso fuerce a la virtud, a rehacer lo que nunca debió desmoronarse.

Y, claro, también achatan el techo la falta de finura política, la dificultad para explicar los logros propios o para retener aliados.

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Introspecciones: El país atraviesa una coyuntura local y mundial compleja, de desemboque impredecible, aun en lo referido a la duración de la caída de la economía global. Alemania, la locomotora de Europa, acelera hacia atrás y hace presumir años difíciles en el techo del mundo. La Argentina, que cayó muy bajo desde 1975 hasta entrados el siglo XXI, está mejor que cinco años atrás. Los fundamentos de la economía distan mucho de la hecatombe de diez, veinte o treinta años atrás. La situación pide, a gritos, abordajes racionales y un pensamiento estratégico ausente por doquier.

El oficialismo, que defiende con uñas y dientes lo conquistado, no da señales de registrar que todo cambió, que “el modelo”, en el mejor de los casos, debe readecuarse mucho. En su haber se cuentan acciones contracíclicas que no se le reconocen y que son inéditas en la experiencia nacional: la caja sólida, los fundamentos económicos bajo control, hoy día los reflejos ante “el despido fácil”.

Pero falta introspección para hacerse cargo de sus limitaciones en la época más fértil, la ausencia de políticas sociales universales, su desaprensión por la construcción de consensos, la carencia de un expandido seguro de desempleo. El énfasis de la campaña oficial es mostrar lo hecho, un rumbo clásico de cualquier oficialismo, acaso insuficiente en un escenario tan cambiante.

La mayoría de la oposición, aquella que aspira a triunfos distritales por separado, tampoco provee propuestas, para qué hablar de planeamiento estratégico. Sus dirigentes olfatean que les bastará con capturar el descontento con los “K” y compiten en críticas sobre estilos o generalidades. Una pena, porque las campañas pueden ser una instancia para politizar a la población, para proponer horizontes novedosos, para enriquecer la agenda pública.

Las idas y venidas de la campaña dan poca miga, se tratan en nota aparte. En los pagos de “Gran Cuñado”, cuando quedan menos de dos meses, prima la gambeta corta.

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Imagen: Alberto Gentilcore
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