Domingo, 26 de julio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Aunque su origen puede rastrearse hasta los gremios medievales, el corporativismo moderno surgió en Europa a fines del siglo XIX y cobró impulso con las dos guerras mundiales, ante la necesidad de consensuar pactos de convivencia entre la burguesía y el proletariado para enfrentar al enemigo común. El sesgo corporativo del nazismo –y, sobre todo, del fascismo italiano– lo convirtió en una categoría vergonzante, muchas veces no reconocida, aunque muy útil en la práctica. De hecho, la representación corporativa se fue afianzando en la Europa continental de posguerra, en un contexto de altísimo crecimiento y consolidación del Estado de bienestar.
En este marco, muchos países europeos desarrollaron mecanismos neocorporativos –según la clásica definición de Philippe Schmitter– para sumar a los sectores económicos y sociales no sólo en la fase de consulta, sino incluso en la formulación e implementación de políticas públicas. El objetivo era triple: atenuar los choques de clase, transparentar los intereses que defiende cada sector (que ya no lo haría desde las oscuras sombras de los lobbies sino de manera institucional y pública) y comprometerlos con las decisiones del Estado, lo que contribuiría a reforzar el consenso social y la legitimidad de la democracia.
A veces limitados a la negociación de precios y salarios, a veces comprometidos con decisiones más amplias (planes de infraestructura, políticas de estímulo sectorial y hasta la regulación de la inversión privada), los países europeos construyeron diferentes consejos o mesas corporativas. En 1957 se inauguró en Austria el sistema de cámaras en las que los grupos organizados tienen la obligación de participar en tanto “corporaciones públicas”, con representación igualitaria de trabajadores y empresarios. En Alemania, las organizaciones de intereses se encuentran regularmente en la Konzertierte Aktion, que funciona bajo la órbita del Ministerio de Economía y que contribuye a la definición de las grandes líneas de políticas. Y hay otros casos, como las mesas corporativas noruegas o el Consejo Económico y Social español.
La experiencia europea ha demostrado que la representación corporativa no sólo no es incompatible con la democracia representativa sino que, bien utilizada, puede ayudar a complementarla (las credenciales democráticas de estos países son impecables). Pero en América latina las cosas son más difíciles. El primer problema es la debilidad organizativa de las entidades que se sientan a la mesa, tanto del lado de los trabajadores como del lado de los empresarios, en ambos casos afectadas por la fragmentación y la heterogeneización de la economía, lo que impide hablar, como en algunas naciones de Europa, de actores más o menos unificados.
Veamos caso por caso. En los países en desarrollo como el nuestro, el factor trabajo no es una entidad monolítica y uniforme, sino un magma heterogéneo de trabajadores en blanco, empleados en negro, tercerizados, desocupados, subocupados, pobres e indigentes. E incluso dentro del –relativamente pequeño– universo de los trabajadores formales, las cosas son bastante confusas: el hecho de que en Aerolíneas Argentinas, por ejemplo, convivan malamente siete sindicatos, o que los docentes porteños se dividan en ¡14 gremios! son muestras de la fragmentación por la que atraviesa al mundo sindical.
Algo similar ocurre con los empresarios. La apertura económica de los ’90 y el ingreso de la inversión extranjera reconfiguraron el mundo de los negocios, lo que se reflejó en sus representaciones corporativas. Así, hoy existe la Cámara Argentina de la Construcción, pero también la Unión Argentina de la Construcción; la Asociación de Bancos de la República Argentina (APRA), pero también la Asociación de Bancos Argentinos (ABA) y la Asociación de Bancos Privados Argentinos (Abapra). En cuanto a las pymes, está la Asamblea de Pequeños y Medianos Empresarios, pero también la Confederación General de la Industria y el Consejo Argentino de la Industria.
En palabras de Lautaro Lissin (“Acción colectiva empresaria, ¿homogeneidad dada o construida”, Idaes), “si bien el empresariado argentino ya se caracterizaba por la heterogeneidad de sus intereses, la apertura fragmentó aún más el campo empresarial, desplazando a las entidades y debilitándolas en su capacidad de presentar propuestas articuladas y representativas”.
Esta heterogeneidad estructural se refleja en la debilidad organizativa de las entidades empresariales y sindicales y en la dificultad para expresar cabalmente los intereses de quienes supuestamente deberían representar. Así como suena curioso que Hugo Moyano se defina como el representante de “todos los trabajadores”, también resultan notables las dificultades de las entidades agropecuarias para contener a eso que ellos llaman sus “bases”, como han demostrado los reiterados episodios de desobediencia de Alfredo De Angeli.
Este cuadro bien tercermundista se agrava por una tendencia mundial, que Zygmunt Baumann definió como “modernidad líquida”: un contexto en el cual las estructuras sociales ya no duran lo suficiente como para gobernar las costumbres de los ciudadanos, los grandes referentes desaparecen o se debilitan y las sociedades pierden su centro, en un mundo que asume la principal característica de los líquidos –la fluidez– y donde las cosas mutan acelerada, inesperada y permanentemente.
Un último dato complica aún más la representación de intereses en países como el nuestro. Como escribieron Mario Grossi y Mario R. Dos Santos (“La concertación social. Una perspectiva sobre instrumentos de regulación económico-social en procesos de democratización”), existe una diferencia fundamental con las iniciativas corporativas europeas. En Argentina, como en el resto de la América latina, no se trata de gestionar o perfeccionar un modelo de desarrollo en funcionamiento, alrededor del cual existe un razonable consenso, como en Alemania o Austria, sino de crearlo. Y eso es siempre mucho más difícil.
Pero quizá la mayor dificultad para crear una mesa de diálogo inclusiva y con una mínima efectividad radique en la (i)representatividad de los sectores no organizados. Hay, en efecto, sectores cuya representación es difícil, si no imposible de determinar, como los jubilados, los pequeños empresarios y negociantes informales, los consumidores –una categoría cada vez más importante– y los trabajadores en negro. En un país en el que alrededor del 40 por ciento de la población trabaja de manera informal, con una tasa de sindicalización que no supera el 37 y que se reduce al 20 si se cuentan los empleados no registrados, sólo un peronista muy antiguo puede pensar que los sindicalistas son los “verdaderos” representantes de los trabajadores.
Y está también el tema de quienes no sólo carecen de un empleo formal o una obra social, sino que se encuentran directamente excluidos del sistema. Categoría indefinible pero no por eso menos real, los excluidos son, como señala Robert Castel (Las trampas de la exclusión, Topía), una sumatoria de trayectorias individuales, una agregación de historias de vida dispersas, paralelas, que no dan forma a un todo unitario. No conforman una clase, ni siquiera una clase en sí: no se encuentran en la fábrica todos los días a compartir sus penurias y tienen orígenes e intereses muy diferentes (convive la ex clase media con los pobres estructurales, con los migrantes internos, con los migrantes externos, con los desocupados, con los informales...).
Todo esto crea serias dificultades para la articulación de los excluidos y enormes problemas para traducir su desventajosa situación en acción colectiva. Un caso interesante es el de Luis D’Elía, a quien habría que criticarlo no tanto por sus pintorescos exabruptos televisivos a lo Guido Suller, sino más bien por el hecho de que se reivindique como el líder de un sector que a todas luces no lo sigue (al menos electoralmente). En su última incursión como candidato, en las elecciones de gobernador bonaerense del 2003, D’Elía obtuvo el 0,7 por ciento de los votos.
Y es que al final los excluidos casi siempre terminan volcándose por el peronismo: en los ’90, Carlos Menem ganaba sobre todo en los sectores más empobrecidos, el duhaldismo construyó su hegemonía bonaerense a partir del segundo cordón y en la última elección sus votos se dividieron entre Kirchner y Francisco De Narváez. Hasta ahora, la idea de que los excluidos podrán constituirse en un actor político autónomo y potente no se ha verificado sino en los papers de algunos intelectuales extraviados, lo que hace muy difícil sumar a estos sectores a una mesa de diálogo.
La representación corporativa es más compleja que la democrática, que tiene muchos problemas pero que finalmente se reduce a la fórmula básica de un hombre-un voto, sobre la cual descansa en ultimísima instancia el vínculo representativo. Pero en el caso corporativo, como no se trata de representar voluntades individuales sino intereses, el voto no es una opción, por lo que se apela a diferentes instancias, como consejos, mesas de negociación o cámaras.
La larga tradición histórica y la eficacia que han alcanzado estas instituciones en algunos países de Europa alientan las expectativas de que el proyecto del gobierno de crear un consejo económico y social genere resultados alentadores. Sin embargo, la realidad argentina es muy distinta de la alemana o la española, lo que sugiere la necesidad de moderar las expectativas y al mismo tiempo explorar alternativas innovadoras que permitan dar cuenta de la heterogeneidad, la fragmentación y la exclusión que caracterizan a nuestra sociedad.
El problema no es nuevo. Desde su asunción, el kirchnerismo ha sido muy activo en la tarea de redistribuir recursos hacia adentro del Estado de bienestar. Para ello apeló a diferentes instrumentos: aumentos del salario mínimo y las asignaciones familiares, rebajas del impuesto a las ganancias, incrementos jubilatorios. Produjo algunos avances, también, en la tarea, mucho más difícil, de incorporar a los sectores excluidos, empujándolos dentro de los límites de las instituciones de bienestar, a través de la extensión de los beneficios jubilatorios a quienes no los tenían, la creación de empleo y el énfasis en las obras de infraestructura.
Su mayor asignatura pendiente siguen siendo sectores que se encuentran irremediablemente excluidos y que quizá nunca podrán insertarse de manera permanente en el sistema. La idea de incorporación social mediante el trabajo es excelente, pero insuficiente para atender las necesidades de una sociedad cuya economía excluye estructuralmente a un porcentaje importante de la población. La política social kirchnerista, su inexplicable obstinación en descartar programas masivísimos como el brasileño Bolsa Familia, nunca pudo dar cuenta de este problema, que la inflación fue agravando en los últimos años.
Con el consejo económico y social sucede lo mismo. El riesgo es que se convierta en una entidad limitada a las fuerzas organizadas, aquellas que de un modo u otro se mueven dentro de los límites de nuestro maltrecho Estado de bienestar, dejando afuera a vastos sectores sociales, lo que le daría a la buena iniciativa un sesgo elitista que le restaría legitimidad y eficacia y que, al final, podría convertirla en un instrumento decorativo.
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