Domingo, 6 de septiembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
El éxito de las drogas radica en su capacidad ansiolítica en el marco de una sociedad altamente ansiógena como la contemporánea. En un mundo incierto, marcado por trabajos inestables y el temor a la inseguridad como trasfondo omnipresente, las drogas se consolidan como –en palabras del especialista francés Iban de Rementería– una farmacopea del alma: sirven para mantener la productividad en el trabajo, asegurar el reposo en el descanso y asumir el dolor en el duelo.
Si los cereales son la panacea de las culturas agrícolas (alimentos de fácil producción y asimilación) y si el azúcar y el alcohol lo son para el capitalismo industrial (calorías para trabajar), las drogas son el elixir de la sociedad posindustrial (reconstituyentes del alma). Y no es raro. Como señala De Rementería, cada época encuentra su instrumento de control social y político por excelencia: el control de la fe (en la Edad Media), el control de la sexualidad (en la Modernidad) y el control de las drogas (en la Era de la Razón).
Lanzada en los ’60 por Estados Unidos como una estrategia global de combate a los estupefacientes, la guerra contra las drogas se basa en la idea de reducir el consumo mediante el control de la oferta. En Globalización, narcotráfico y violencia. Siete ensayos sobre Colombia (Norma), Juan Gabriel Tokatlian explica de manera sencilla pero clarísima el carácter quimérico de esta cruzada. El prohibicionismo, el enfoque en el que descansa la guerra contra las drogas, parte de la idea de que una represión perdurable y eficiente permitirá, en algún momento, extinguir el problema. En otras palabras, la ilusión de que será posible, tarde o temprano y por vía del combate frontal, lograr la abstinencia total.
Nada de esto ha sucedido, por supuesto. La guerra contra las drogas ha generado efectos sociales, medioambientales y de derechos humanos muy negativos. También produjo consecuencias políticas impensadas: la emergencia del liderazgo de Evo Morales no se explica sin considerar la brutal represión a los cocaleros del Chapare por parte de las fuerzas de seguridad boliviana asistidas por la DEA.
Pero para no entrar en estas discusiones pantanosas tal vez alcance con mencionar que la prevalencia del consumo de drogas se ha mantenido más o menos igual en los últimos años, pese a los redoblados esfuerzos guerreros. Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (Onudd), del total de población mundial de entre 15 y 64 años, solo el 5 por ciento consumió drogas en el último año (208 millones de personas). De ese 5 por ciento, solo el 0,6 adquiere un patrón problemático de consumo. La marihuana, la droga más difundida, es consumida por el 4 por ciento de la población mundial (unos 165 millones de personas), y hay alrededor de 16 millones de consumidores de cocaína y 24 millones de anfetaminas.
Y si el fracaso de la estrategia se hace evidente al repasar los números, lo absurdo de sus planteos se revela con unos pocos datos. Va uno: el porcentaje de adultos que consume tabaco es 5 veces mayor que el que consume drogas (25 por ciento de la población mundial) y sus efectos mucho más letales: se estima que cada año mueren por causas atribuibles a las drogas unas 200 mil personas, contra 5 millones que mueren por motivos asociados al tabaquismo.
Las estadísticas del consumo no son las únicas que confirman la ineficacia de la estrategia de tolerancia cero; también las de la oferta. La producción de cocaína, tras el descenso experimentado luego del boom de los ’80, se mantuvo estable en los últimos años, a pesar de los enormes recursos destinados a combatirla. Lo mismo sucede con la de marihuana, en tanto que la producción de heroína y drogas sintéticas se ha incrementado. Pero lo más notable del análisis de la oferta mundial de drogas es su especialización geográfica en territorios con fuerte influencia político-militar de Estados Unidos. Afganistán produce el 80 por ciento de la heroína del mundo, el 60 por ciento de la cual se genera en la provincia de Helmand, en el sur del país. Los talibán, que en el pasado combatieron las plantaciones de amapola por motivos religiosos, aprendieron la lección y ahora las administran (y se benefician de ellas), lo que de paso demuestra que incluso las interpretaciones islamistas más fanáticas admiten cierta flexibilidad. El otro país en donde se concentra la producción es Colombia, que genera el 55 por ciento de la cocaína que se consume en el mundo y al que Estados Unidos destina 800 millones de dólares al año, desde hace una década, en concepto de ayuda militar y al desarrollo.
La marihuana, en cambio, se produce en prácticamente todos los países (alcanza con una maceta y un poco de sol). Hasta en Cuba, que combate las drogas con rigor soviético, es posible ver las plantas a la vera de algunas rutas.
Esto confirma la idea de que el problema pasa tanto por la oferta como por la demanda. Así como todas las culturas que han tenido acceso a ellas han consumido drogas, aunque siempre bajo algún tipo de control social, las sociedades actuales no son una excepción. Y no sólo por el poder de seducción y el valor de uso de la droga, sino también por un dato que a menudo se pasa por alto pero que vale la pena subrayar: su capacidad de generar ingresos para los sectores más pobres de la población.
Las drogas, en efecto, cumplen una función social. Si se analiza el conjunto del negocio, queda claro que los carteles (unos pocos) controlan la producción a gran escala, en tanto que los grandes narcotraficantes (también pocos) se ocupan del traslado mayorista. Sin embargo, es el último segmento, atomizado en miles de pequeños microtraficantes, el que se lleva la parte del león de las ganancias (el 57 por ciento del ingreso total según los número de Iban de Rementería, revista Nueva Sociedad N° 222). Ocurre que, a diferencia de lo que ocurre con los productos legales, cuya distribución se concentra en las grandes cadenas –de supermercados o ropa o lo que sea–, en el caso de las drogas es imposible, por motivos de seguridad, oligopolizar la distribución minorista, que recae en miles y miles de dealers individuales, en general pertenecientes a los sectores excluidos (es un negocio lucrativo pero riesgoso). Para usar una expresión de moda en tiempos K, las drogas contribuyen a la redistribución del ingreso.
Desde que en 1909 se firmó el primer acuerdo de la Comisión sobre el Opio de Shanghai, la normativa internacional en materia de drogas fue avanzando. La Convención Unica sobre Estupefacientes, firmada en 1961, prohibió la cocaína, los opiáceos, la marihuana y las drogas sintéticas (salvo para uso médico). Con el argumento de que el mercado de drogas es global y que, por lo tanto, su solución también debe ser global, las normas internacionales en materia de estupefacientes establecen una forma única de control aplicable a todas las sociedades. Ninguno de los países miembro de las Naciones Unidas puede aceptar el uso recreativo de las drogas mencionadas, y todos tienen la obligación de combatirlas.
Pero la Convención Unica deja algunos espacios grises, aprovechados por cada vez más países para flexibilizar el manejo del consumo y la tenencia de drogas (no su producción), mediante contrarreformas legales tendientes a la despenalización. En Portugal, por ejemplo, se admite la tenencia de dosis personales para hasta diez días (considerando como tal 2,5 gramos de cannabis y 0,2 de cocaína). Austria, por su parte, no considera delito la tenencia de 1,5 gramos de cocaína y 1 gramo de anfetaminas. Y lo mismo sucede –con variaciones en las cantidades admitidas– en España, Alemania y Australia, entre otros.
Uno de los casos más famosos es el de los Países Bajos, donde uno puede fumarse un porro en alguno de los elegantes coffee shops que prosperan por todos lados. Esto es posible gracias a una despenalización de facto del consumo y la venta –no la tenencia– de marihuana. La paradoja es que, como la normativa internacional no admite la despenalización de la producción, los dueños de los cafés deben comprar la marihuana que venden legalmente a clientes legalmente habilitados para consumirla en un mercado considerado ilegal (aunque no muy combatido).
Pero el caso más interesante es el de Estados Unidos. Como se sabe, en la patria de Obama el derecho penal, a diferencia de lo que sucede en la Argentina, es una atribución estatal. Esto genera una diversidad subnacional en materia de drogas mucho más amplia de lo que habitualmente se piensa. Desde que Oregon hizo punta en 1973, 13 estados despenalizaron el consumo o la tenencia de marihuana, y otros 13 aceptan su uso médico. El más importante es California, que en el plebiscito de 1996 aceptó las recetas médicas y donde hoy hay 200 mil personas con autorización para comprar marihuana en los cientos de dispensarios que la venden en el estado. Existen incluso máquinas expendedoras de porros: el paciente entrega la receta, se le toma una foto y su huella digital, y luego puede utilizarlas libremente. Como sostienen Tom Blickman y Martin Jelsman, del Transnational Institute de Holanda, esto demuestra que, mientras Estados Unidos exportaba su política prohibicionista al resto del mundo, no lograba imponerla internamente.
Junto a la tendencia a la despenalización, algunos países comenzaron a desarrollar en los últimos años políticas de control de daños, es decir medidas que no apuntan a frenar el consumo de drogas sino a morigerar sus efectos más perniciosos. En Europa, países como Alemania y Francia distribuyen jeringas gratuitas entre los adictos para prevenir el contagio de enfermedades, habilitaron centros de análisis químicos a los que cualquier persona puede llevar la drogas para que la testeen sin riesgo a ser detenidos y hasta crearon salas de consumo limpias y dignas. Además de los efectos positivos más directos, este tipo de políticas, bien implementadas, pueden abrir oportunidades de contacto con los adictos en pos de su recuperación.
La decisión de la Corte Suprema argentina de declarar inconstitucional una condena por consumo de drogas y el Plan Nacional de Drogas presentado al Gobierno por el Comité de Expertos avanzan en la misma línea de reversión del enfoque prohibicionista. No es el único caso en América latina. La Corte Suprema de Colombia emitió un fallo en el mismo sentido, duramente cuestionado por Uribe, Brasil entrega pipas de crack como parte de experiencias piloto de reducción de daños y el gobierno ecuatoriano de Rafael Correa adoptó una decisión audaz, de pura justicia, que levantó polvareda: el año pasado decidió indultar a tres mil personas, en su gran mayoría mujeres pobrísimas, detenidas por transportar droga al exterior (conocidas como mulas), siempre y cuando no tuvieran una condena anterior.
Desde luego, las políticas deben ser adaptadas a las particularidades de cada país, y es necesario estudiar cuidadosamene su viabilidad. Por ejemplo, una estrategia de reducción de daños debe tener en cuenta que en Argentina, al igual que en el resto de la región, el consumo gira alrededor de la cocaína, la marihuana y los estimulantes (prácticamente no hay heroína). En lugar de repartir jeringas, la venta legal de estimulantes más suaves podría evitar que algunas personas recurran a la cocaína. Finalmente, en Argentina como en América latina la cuestión de las drogas está cruzada, mucho más que en Europa o Estados Unidos, por los problemas de pobreza y exclusión, lo cual no impide desarrollar alternativas al enfoque de tolerancia cero, pero sí advierte sobre los riesgos de copiar las experiencias extranjeras en papel carbónico.
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