EL PAíS › OPINION

Idus y venidus de marzo

Menem y su cuarto de hora mediático. Formas truqueras de contar los votos. Retacear quórum, historia de todos. La acusación mutua de cerrar el Congreso, los incentivos de cada cual. Control y gestión, una hipótesis a corroborar. La sociedad civil, la clase política y algo sobre discursos.

 Por Mario Wainfeld

Decir que Carlos Menem tuvo en estos días su cuarto de hora mediático es impropio o, por la parte baja, incompleto. Fue el único presidente que gobernó diez años seguidos en un contexto democrático pleno, el primer (hasta ahora el único) peronista que transmitió el mando a un mandatario de otro partido, dominó la política argentina e impuso un viraje tan infausto como potente en la historia. El ahora senador riojano por la minoría dista de ser Susan Boyle o Ricardo Fort, pues jugó en grandes ligas durante mucho tiempo. Sí es verdad que en su ocaso se dio el gusto de volver a las tapas de los diarios. Lo suyo fue despecho y astucia, que no cambiarán un tablero construido por otros. El escenario más verosímil es que el miércoles volverá al redil de la amalgama opositora, con la que comparte el mínimo común denominador de ser antikirchnerista antes que nada.

Si así fuera, el Grupo “A” lo celebrará, aunque eludiendo la foto con él, tal como hizo en el trance fundacional del rechazo de las retenciones móviles.

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Calavera no chilla...: Es un didáctico adagio tanguero, poco atendido por la corporación política. “La oposición” adujo contar con 37 senadores para definir la integración de las comisiones de la Cámara. Se mentó una supuesta acta, que incluía todas sus firmas. El valor del documento era político, señalaba lealtades, precavía transfugueadas. Legalmente era una mera hoja de papel ya que las reglas de funcionamiento del Congreso son decimonónicas, minga de voto a distancia o teleconferencias. Los legisladores deben poner el cuerpo en las sesiones, su voto sólo vale si tienen las asentaderas sobre las bancas. En otros países, es usual ver a un parlamentario hablando ante un recinto vacío, sus colegas andan por ahí, en sus despachos, mirando la sesión o ignorándola.

El acta, tal como se declamó, no existió. Por eso no se la exhibió ni antes ni después del desaire de Menem. ¿Se habló de ella con ligereza, con mendacidad, fue un bluff admisible en una partida de truco? Cada cual lo sabrá. Lo cabal es que “la oposición” (ese singular que es bien plural y faccioso) ansiaba imponer la ley del número sin contar con todos los apoyos necesarios. Sin acuerdo ni negociación cerrada, el esquema de las comisiones hacía primar una mayoría ajustada. Muy sesgada pues dejaba afuera al partido que está cargo del poder ejecutivo al que accedió en comicios tan limpios como los de junio pasado. Que fue (por exigua diferencia) primera minoría en esas elecciones. Y que es primera minoría en las dos Cámaras del Congreso. A ese criterio excluyente se apoda “consenso” en esta etapa y en estos lares.

El faltazo de Menem desnudó el voluntarismo opositor, la falta de unidad y de comunicación entre sus variados piélagos. Fue una revelación transitoria que, presumiblemente, no cambiará el cuadro de situación parlamentaria pero que constituye un alerta.

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Me voy porque no quieres que me vaya: El Frente para la Victoria (FpV) negó el quórum, una movida parlamentaria convencional, desde ya polémica pero lícita. El “Grupo A” puso el grito en el cielo, sin legitimidad. Sus integrantes se valieron de ese recurso muchísimas veces, entre las más recientes está la ausencia de una fracción sustantiva de sus diputados cuando se empezaba a tratar la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. La redondearon hurtando el cuerpo a la votación y al debate en especial.

El Senado, por lo demás, no es un cuerpo de antecedentes excelsos. En este siglo, que recién comienza, una porción gruesa del cuerpo (mezcla rara de peronistas y radicales) recibió sobornos para votar una nefasta ley de Reforma laboral, cercenando derechos básicos de los trabajadores. Los compañeros eran opositores, los correligionarios que recibieron su dádiva eran oficialistas, que cobraron por acompañar a su gobierno, un caso digno del Guinness. El tigre porta sus manchas, aunque se autotitule honorable.

La retirada del bloque que comanda el senador Miguel Pichetto es una jugada de cortísimo plazo, que no resuelve el dilema del oficialismo: cómo gobernar en un escenario más adverso, en la opinión pública, en las urnas y en el esquema institucional.

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“El empezó primero, señorita”: Pichetto alertó que hay intención de cogobernar o de atar las manos al Ejecutivo. El diputado peronista federal Felipe Solá denunció que el oficialismo quiere paralizar el Congreso. Las acusaciones cruzadas trasuntan realismo: ambos sectores pueden (y quizás anhelan) trabar el despliegue del adversario. Está por verse el impacto de esa paridad y de la mala onda mutua en la gobernabilidad. Las conductas futuras medirán las respectivas responsabilidades y no es serio dar por sentado lo que vendrá. A cuenta, el cronista apunta que el arco opositor tiene más incentivos prácticos para promover el empate bobo y la parálisis. Al oficialismo le urge mejorar su posición relativa (la foto de hoy lo muestra perdedor en 2011) y eso sólo puede lograrlo vía efectivas acciones de gobierno. El quietismo favorece a sus contrarios.

Los dirigentes opositores participan de un curioso juego: a todos los beneficia, ante un amplio espectro de ciudadanos, mostrarse unidos contra el kirchnerismo. Cada acción en ese sentido devenga un bonus colectivo. Amucharse, a como hubiera lograr, para vetar eleva su piso compartido. Un aliciente formidable para conformar un repetido Frente del Rechazo. El móvil se fortalece, paradoja sólo aparente, porque aquel que osara despegarse ofrecería su pellejo para ser destripado por sus compañeros de ruta, como se reseñará en el párrafo siguiente.

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Muchos aspirantes a un solo sillón. Fuera de ese interés conjunto, las confluencias de los referentes opositores oscilan entre lo escaso y lo nulo. Ocurre que tienen otro objetivo en mente, en paralelo. Es la competencia electoral donde ya asoman unos cuantos precandidatos a presidente: Julio Cobos, Carlos Reutemann, Francisco de Narváez, Felipe Solá, Elisa Carrió, Fernando “Pino” Solanas, Mauricio Macri, Hermes Binner, Eduardo Alberto Duhalde y siguen las firmas. La uniformidad resta virtualidad a los que no encabezan el pelotón, deben moverse para recuperar terreno, lo que encierra riesgos. Reñir entre ellos los debilita, retrae sus apoyos, genera reclamos y reproches encendidos de los poderes fácticos que los alientan. Los multimedios, la jerarquía de la Iglesia Católica, la Mesa de Enlace, los capitostes de la Unión Industrial Argentina (UIA) y la Asociación Empresaria Argentina y siguen las firmas.

Como fuera, la interna pluripartidaria continúa, acicateada por la certeza compartida de que la victoria está al alcance de la mano de quien sea el primus entre ese haz de pares. Una visión acaso estática que menoscaba los daños autoinfligidos y la hipótesis de algún cambio de humor social.

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Control y gestión. En un océano de discrepancias, los antagonistas tienen una isla de acuerdo: el control parlamentario compete (básicamente) a la oposición y la gestión al partido de gobierno. En ese mínimo terreno, al cronista le parece abusivo y paralizante el diseño de comisiones senatoriales trazado por el “Grupo A”. El oficialismo no cuenta con los recursos para llevar al recinto cuestiones ejecutivas, si la oposición se empaca. Es demasiada obstrucción, porque no se le retacea la aprobación de las leyes (supeditada a la decisión del pleno de la Cámara) sino someterlas a votación.

A su turno, el oficialismo debería estar más abierto a admitir que la oposición, si aúna las voluntades necesarias, consiga plasmar leyes que podrían calibrarse como “de control”. Por ejemplo, de las que están en danza, la restauración del Indec, la reforma del Consejo de la Magistratura o la abolición de los “Superpoderes”. El discurso prevaleciente en Olivos y zonas de influencia predica la inminencia de vetos sucesivos. Sería una praxis excesiva. El veto presidencial es constitucional y no tiene un quantum máximo, más vale. Pero, nuevamente, la legalidad es una vara incompleta para medir la calidad de las acciones políticas.

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La semana que (se) viene. Mañana mismo, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner abrirá las sesiones ordinarias, en un año que pinta para extraordinario, stricto sensu. Lo hará en un marco tensado, hostil en la mayoría de los escaños. Sin aspirar a la originalidad, el cronista opina que la comunicación del oficialismo renguea y mucho. Una de sus falencias es la sobreexposición de la presidenta, contracara de la escasez de funcionarios o legisladores que defiendan sus políticas con nivel, soltura, audibilidad y vocación para ampliar su auditorio. Ese faltante es estructural en el kirchnerismo y no se debe sólo a la limitación de los cuadros no pingüinos.

En su maratón discursivo, la Presidenta suele recaer en una tendencia común con Néstor Kirchner. A menudo parecen ser más opositores de sus adversarios o enemigos, que representantes de un gobierno que tiene propuestas para el futuro. El cronista, contra lo que suele proclamarse aquí y acullá, piensa que esos adversarios y aun esos enemigos existen, que son intolerantes en muchos casos y filodestituyentes en unos pocos. Pero la representación democrática tiene una lógica compleja. La Presidenta (elegida siempre por un sector de la ciudadanía) representa a todos, tirios y troyanos. A todos debería enfilar su discurso, apelando a lo que debe ser artículo de fe de la oratoria pública: no todos están definidos, encuadrados ni tienen posturas inamovibles.

Los Kirchner son desafectos a anunciar medidas, asombraría que Cristina Fernández revisara mañana ese criterio. Pero sería deseable que, amén de la lógica recorrida por lo construido en su mandato, enunciara un rumbo, un conjunto de objetivos (y pistas sobre algunos instrumentos) para los años venideros, distintos a los que ya pasaron. Quien endilga a sus contendientes poner palos en la rueda debería arrimar precisiones acerca de hacia dónde girará ésta.

Es predecible que la sesión dará juego para sobreactuaciones y gestos estridentes desde las bancadas. Sería interesante que todos los protagonistas contuvieran el histrionismo. La institucionalidad es una flor frágil que germina con dificultad y se marchita, ay, bastante más fácil.

Comenzará así un año arduo, un experimento sobre la gobernabilidad con escasos precedentes domésticos. Con más equivalencia de fuerzas, con una perspectiva factible de alternancia, las cargas son compartidas.

La performance del sistema político en lo que va del año no incita al optimismo, cabrá esperar introspección, autocrítica y rectificaciones desde las dos trincheras.

Las perspectivas de crecimiento económico son pasables, la lluvia aguó el capital político de Mauricio Macri pero propiciará una cosecha de soja formidable con su consecuente impacto fiscal. La sociedad civil tiene sus peripecias pero prodiga semana a semana hechos auspiciosos, algunos excelsos. En la semana pasada vale resaltar la nueva sentencia admitiendo el matrimonio gay, muy pronto estará en la agenda de Diputados el proyecto de ley respectivo. Y poner en un cuadrito la emocionante y edificante aparición del centésimo primer hijo recuperado, una prueba viva de lo que pueden la voluntad militante y la inclaudicable porfía democrática de las Abuelas.

En lo que va del año, gratifica más asomarse a ese mundo real que al escenario político. Claro, siempre hay tiempo para mejorar pero queda mucho por repensar, por comprender, por rectificar.

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Imagen: AFP
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