Domingo, 25 de abril de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Las elecciones presidenciales de 2011 son la referencia ordenadora de la agitada escena política. Y no se trata, como es habitual en las democracias estabilizadas, del interrogante sobre si el partido de gobierno logrará mantenerse en ese sitio o dejará su lugar al principal partido de oposición. Lo que está en juego ya no es si el próximo gobierno será peronista, radical o de alguna de las coaliciones que puedan rodear a cada uno de los partidos. La cuestión pasa a ser cómo se va a relacionar el nuevo gobierno con la etapa política abierta en 2003, lo que equivale a decir si habrá o no continuidad en el rumbo. La perspectiva electoral se carga de un dramatismo que no era habitual en los años previos a la crisis de 2001. Recordemos, por ejemplo, la elección de 1995 en la que se discutía si el “modelo” de la convertibilidad podía o no perfeccionarse con un gobierno que tuviera mayor sensibilidad social e institucional que el de Menem. O la de 1999, en la que el candidato opositor juraba varias veces por día en la pantalla de la televisión que si él ganaba un dólar, seguiría cambiándose en pie de igualdad por un peso.
Entre fines del año pasado y principios de éste, se generó un clima en el que se daba por descontado el avance arrollador de la oposición política, sostenida y coordinada por los principales medios de comunicación. Desde el avance sobre la composición y la presidencia de las comisiones parlamentarias hasta el amotinamiento de Redrado en el Banco Central, los acontecimientos insinuaban el irreversible acorralamiento del Gobierno, al que no le quedaban sino dos opciones, la de negociar en retirada o enfrentar una crisis terminal.
En las últimas semanas, la gran ofensiva devino en una cadena de traspiés político-legales del Grupo A, que incluye, como su eslabón más preocupante, la intención de aprobar una modificación de la llamada ley del cheque sin las mayorías que la Constitución establece para ese tipo de normas. El estado mayor mediático se ha puesto impaciente con el desempeño de los dirigentes opositores. Y en estos días se ha agregado a la nerviosa atmósfera en la que escriben sus análisis, la difusión de encuestas que coinciden en mostrar a Néstor Kirchner primero en intención de voto para las presidenciales. Paralelamente se aprecia una caída importante de la popularidad del vicepresidente Cobos.
Para la elección presidencial falta, sin embargo, mucho tiempo. La importancia mayor de esos registros de opinión tiene que ver, sobre todo, con el presente político. Muchos de los movimientos que la política tendrá que ir dando en estos meses están signados por las expectativas hacia el futuro. En primer lugar, los pasos que el país tiene que dar en cuestiones como el avance hacia el completamiento de la negociación de la deuda de 2005 o el cierre de acuerdos comerciales y de inversión con otros países están claramente condicionados por esas expectativas. A un país envuelto en una crisis económica e institucional le es mucho más difícil arreglar sus relaciones internacionales que a uno que está relativamente estabilizado. En el plano interno, está claro que para un gobierno en retirada todo es mucho más costoso. Hace falta imaginar cómo se habría desarrollado la escena si, por ejemplo, Redrado hubiera conseguido apoyo parlamentario mayoritario para su épica resistencia, o si la nueva autoridad del Banco Central hubiera emergido de la voluntad de mayorías opositoras en el Congreso. O comparar la actual situación con la que hubiera sobrevenido si al Gobierno le hubieran ya volteado los DNU en relación con el uso de reservas, sin esperanza de poder tratar una ley que los habilite.
El empantanamiento de la pretendida ofensiva opositora y cierto oxigenamiento del Gobierno proveen la clave para entender el compás de espera abierto en algunas definiciones político-electorales. En primer lugar, claro está, en el peronismo. Asistimos a una sucesión de operativos mediáticos de lanzamiento de candidaturas, ninguna de las cuales ha logrado permanecer más de un par de días en cartelera: ni Duhalde, ni De Narváez ni Solá han logrado abrir la grieta que progresivamente desmorone el edificio federal del kirchnerismo; Reutemann recibe las sistemáticas amonestaciones del frente mediático por su reticencia a salir al ruedo, pero las prefiere al incierto horizonte de tener que lidiar durante más de un año contra un gobierno decidido a ejercer el poder. Todos los días algún analista de Clarín percibe un rumor de diáspora general en el peronismo del conurbano, pero el rumor no termina de constituirse en noticia. En el territorio del panradicalismo se observa la virtual división del Acuerdo Cívico, ante el enfrentamiento entre Cobos y Carrió. El macrismo parece haber encontrado en sus propios problemas de gestión en la Ciudad de Buenos Aires un límite para sus aspiraciones de gobierno.
El conglomerado opositor se ha especializado en el uso de los sets televisivos. Preguntas, respuestas y repreguntas previsibles y monotemáticas “instalan” temas y exponen saberes de determinados dirigentes. El liderazgo político contemporáneo no puede prescindir de la arena mediática. Pero el rodaje mediático no es una condición suficiente para el ejercicio del liderazgo, mal que les pese a los profetas de la política sin partidos. La política es una actividad que exige labor colectiva, persuasión, entramados de confianza y lealtades partidarias, manejo de tiempos, cálculo de escenarios. Una comparación rápida de las personalidades de Julio Cobos y Raúl Alfonsín permitiría ilustrar adecuadamente qué se dice cuando se dice que a la oposición le faltan líderes.
Algo del orden de la previsión de un rápido derrumbe del oficialismo parece haber estado en la raíz de la estrategia adoptada por un sector del progresismo, concretamente el que se referencia en la figura de Pino Solanas. Seguros de esa inminente caída, los integrantes de ese espacio –algunos de ellos militaban en sitios de alta visibilidad en el kirchnerismo hasta hace muy poco– concibieron que era la hora de acumular políticamente en el antikirchnerismo: cualquier sospecha de apoyo o de defensa a alguna de las iniciativas oficiales los haría caer juntos en la rodada. El provisorio estancamiento de la ofensiva los ha dejado en un sitio algo incómodo. La confluencia con la derecha en el Congreso debilita su perfil progresista y los hace caer en contradicciones delicadas: han hecho una feroz campaña pública contra el uso de reservas para el pago de deuda pública, después de sostener hace menos de un año, como recurso para sustentar el proyecto de asignación universal para la niñez, ¡el uso de reservas para pagar vencimientos de la deuda! En medio del torbellino mediático, estas cosas pesan poco, pero, una vez más, la política no es solamente la televisión.
De todos modos, los vientos de la política argentina son muy cambiantes. Los partidos políticos, reducidos a agencias electorales que giran alrededor de algún protocandidato, no cumplen ningún papel de estabilizador y moderador del conflicto. Los intentos de bloqueo sistemático a las iniciativas oficiales seguramente seguirán y lograrán más de una vez su objetivo. Y si el Gobierno no encuentra alguna forma de saltar los duros límites de sus apoyos en la opinión pública, el vacío, tarde o temprano, será ocupado. Pero hay algo que a esta altura es una novedad política: la disputa está viva y la suerte del proceso político que se abrió en 2003 no está sellada.
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