Domingo, 20 de junio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Los grandes acontecimientos deportivos producen efectos económicos y políticos. Con la avalancha de turistas y los ingresos por entradas y patrocinadores, pueden funcionar como un poderoso motor económico, aunque con resultados de corto plazo y no siempre garantizados. En una nota publicada en la última edición de El Diplo, Soninha Francine recuerda que el Mundial Corea-Japón 2002 terminó en rojo (se esperaban 540 mil turistas y llegaron 450 mil) y que el impulso económico de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 no alcanzó para evitar el déficit fiscal ni el endeudamiento explosivo de Grecia.
Desde el punto de vista político, las movidas de este tipo sirven para confirmar el peso geopolítico de potencias emergentes, como sucedió con las Olimpíadas de Beijing 2008 y como probablemente ocurra con las de Río 2016. Pueden ser, también, una vía para premiar procesos de apertura democrática (Sudáfrica 2010), para inyectarle autoestima a un país en ruinas, como el Mundial de Alemania 1954, o pueden funcionar como un recurso de legitimación de regímenes autoritarios (el Mundial de Argentina ’78 o las Olimpíadas de Berlín 1936).
No se trata, por lo tanto, de negar el impacto amplio de un acontecimiento que es deportivo pero también económico y político, pero de ahí a establecer una correlación automática entre victorias deportivas y triunfos electorales... Hay miles de ejemplos de hazañas con la pelota seguidas de estrepitosas derrotas oficialistas: la victoria argentina en México ’86 no logró torcer la creciente corriente antialfonsinista que se venía gestando de antes, desde el fracaso del Plan Austral, y que se reflejó en la derrota radical en las elecciones de 1987.
Descartada por pava la hipótesis acerca de una relación automática entre la buena performance de la selección de Maradona y una mejora en la imagen del Gobierno, digamos que los triunfos deportivos pueden alimentar, en el corto plazo, un clima social ya constituido. Y tal vez esto sea lo que está sucediendo hoy. Dos semanas atrás, La Nación sorprendió con una encuesta de Poliarquía que señalaba, por primera vez de manera clara, un cambio en el humor social: el Indice de Optimismo Ciudadano elaborado por la consultora registra un quiebre de la tendencia descendente a partir de los primeros meses de este año y un ascenso lento pero sostenido de las expectativas sociales. Otros sondeos confirman este diagnóstico y añaden un dato extra: la mejora de las expectativas llega junto con un incremento de la imagen positiva del Gobierno.
El nuevo clima se explica por diferentes motivos. En primer lugar, con medidas como la ley de medios y la Asignación Universal, el Gobierno logró recuperar la iniciativa política tras su derrota en las últimas elecciones. Y, en paralelo, los problemas del anti-kirchnerismo. En cualquier país del mundo, la oposición debe desempeñar dos funciones básicas: entorpecer la gestión del gobierno y producir una perspectiva política. El Grupo A logró dificultosamente la primera, pero está lejos de conseguir la segunda. Y aún más: la imposición de los sectores más duros e intransigentes del arco opositor por sobre las voces de los más moderados podría haber asustado a una parte de la sociedad, que descree del kirchnerismo pero también de los saltos al vacío, generando un reflujo que, a la larga, contribuye a fortalecer al Gobierno.
Por supuesto, nada de esto sería posible sin la reactivación económica registrada desde hace algunos meses y confirmada por analistas de todas las tendencias: Miguel Bein estima un 4,2 por ciento de crecimiento del PBI para este año; Mario Brodersohn, un 3 por ciento; Orlando Ferreres, un 3,5 y Rogelio Frigerio, un 3. Otros datos complementarios: la cantidad de llamados de telefonía celular aumentó 21,7 por ciento en abril (comparando con abril del año pasado), la cantidad de vehículos que pasaron por los peajes de la Ciudad de Buenos Aires creció el 11,6 por ciento y los pasajeros de colectivos el 4,3. La demanda de LCD, empujada por el Mundial y los planes de cuotas, se multiplicó por cinco en el primer semestre del 2010: Fedecámaras estima que este año se venderán, en total, 1.200.000 aparatos.
Y así llegamos al tema que ocupa al país político: ¿la recuperación económica se reflejará en las elecciones?
La relación no es automática. La experiencia internacional demuestra que hay más de un caso de alto crecimiento con estrepitosas derrotas oficiales. Durante sus cinco años de mandato, el peruano Alejandro Toledo ordenó las cuentas fiscales, redujo la deuda externa y mantuvo la inflación controlada, siempre por debajo del 3 por ciento. El sol se mantuvo estable, las reservas internacionales aumentaron y la balanza comercial logró amplios superávit. Empujado por las exportaciones de manufacturas, pero sobre todo por la minería y los hidrocarburos (se puso en marcha el enorme Proyecto Camisea), el país creció, en promedio, 5 por ciento anual, con un record de 6,7 por ciento en el 2005, la marca más elevada en una década. La pobreza se redujo del 54 al 48 por ciento y la pobreza extrema, del 24 al 18. Pese a ello, Toledo gobernó con una imagen positiva bajísima (según los datos del Latinobarómetro, en 2004 era el presidente más impopular de la región), permanentemente amenazado por el posible estallido de una crisis de gobernabilidad y zarandeado por un escándalo tras otro. En las elecciones del 2006, su partido, Perú Posible, no presentó candidato presidencial, y hoy cuenta con sólo dos parlamentarios.
Un caso distinto pero también interesante es el de Jorge Batlle, que asumió la presidencia de Uruguay en marzo del 2000 y tuvo que lidiar, en sus cinco años de gobierno, con la crisis brasilera y con el estallido argentino del 2001/2002. En un país pequeño y muy dependiente como Uruguay, los bajones de sus vecinos produjeron una recesión económica profundísima y un deterioro súbito de las condiciones sociales. Sin embargo, ya en el 2003 Uruguay había comenzado a recuperarse –el PBI creció 2,5 ese año– y al año siguiente había dejado atrás la recesión con un espectacular crecimiento de 12,3 por ciento. Todo esto en un marco de baja inflación, un exitoso canje de deuda y un pacífico final para el corralito impuesto por los bancos públicos. Pero no fue suficiente: aunque la imagen del gobierno había comenzado a recuperarse, el partido de Batlle, el Colorado, quedó tercero en las elecciones del 2004, con apenas el 10 por ciento de los votos, el peor porcentaje de su centenaria historia.
Y así como es posible encontrar países en crecimiento en los que el oficialismo pierde las elecciones, también hay ejemplos en los que graves recesiones económicas no impiden el triunfo del gobierno (o incluso más: lo explican). Es el caso de la victoria de los socialcristianos alemanes en las elecciones europeas del 7 de junio del 2009, cuando la crisis mundial tocaba ya las puertas de Europa y, más impactante aún, la victoria de Angela Merkel en los comicios federales de septiembre, en los que obtuvo el 33,8 por ciento. Y hay más: en las elecciones europeas del año pasado, el oficialismo conservador de Nicolás Sarkozy se impuso cómodamente al Partido Socialista. La derecha berlusconiana, por su parte, avanzó en las elecciones regionales del 29 de marzo, sumando cuatro regiones a su dominio conservador. En La crisis de la izquierda europea y la necesidad de construir un nuevo paradigma para el siglo XXI (Nueva Sociedad 224), el sociólogo alemán Hernst Hillebrand analiza los motivos por los cuales las fuerzas progresistas no lograron avanzar a pesar del clima de recesión económica y pesimismo social que se vivía en Europa.
Recuperando entonces el hilo del argumento, digamos que ni los goles de la Selección ni la recuperación económica alcanzan para garantizar una buena performance electoral. Como escribió el politólogo Luis Tonelli en la revista Debate, la idea parece una reedición de la vieja teoría materialista de que la estructura económica determina la superestructura del comportamiento político-ideológico, tesis que a esta altura cualquiera sería capaz de poner en cuestión.
Por si hiciera falta, la historia reciente de la Argentina confirma la insensatez de esta idea. En 1995, el efecto Tequila produjo la primera recesión desde el inicio de la Convertibilidad. Luego de cuatro años de expansión a un promedio del 7,5 anual, el PBI comenzó a caer (el año cerró con –4,5), el desempleo se incrementó velozmente, hasta situarse en el 18,4 por ciento, y la pobreza se disparó hasta arañar el 25 por ciento. A pesar de ello, Menem se impuso en las elecciones de mayo de ese año con casi el 50 por ciento de los votos y una distancia de 20 puntos sobre José Bordón.
A la hora de votar, la sociedad se guía por criterios más complejos que una simple lectura de los indicadores económicos. En la Argentina del ’95, la estabilidad y el crecimiento económico producidos por la convertibilidad, junto a las mejoras sociales de los primeros años del menemismo, hicieron que un sector mayoritario de la población, temeroso de poner en riesgo el modelo, se inclinara por la continuidad. ¿Qué sucederá en la Argentina del 2010? Hasta ahora, la oposición, enredada en sus mil y un conflictos, parece incapaz de ofrecer una alternativa que corrija los aspectos más negativos del Gobierno garantizando al mismo tiempo crecimiento económico y gobernabilidad política.
La candidatura de Kirchner despeja estas dudas pero también arrastra varias fragilidades. Al final, del peso de una y otra cosa dependerá que se imponga el Plan A (Kirchner 2011) o que el Gobierno apueste a un kirchnerismo blando en la figura de Daniel Scioli, a quien se lo podrá criticar por muchos motivos pero al que incluso el oficialismo sunnita debería reconocerle una cosa: a esta altura, ha sido más años kirchnerista que menemista.
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