Domingo, 11 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
No siempre hubo Estado. En el pasado, cuando las sociedades todavía no habían construido sus sistemas previsionales, la supervivencia de quienes se veían obligados a retirarse de la actividad laboral se garantizaba a través de arreglos intergeneracionales: la generación activa (padre e hijos mayores) se encargaba de garantizar el consumo básico de las generaciones no activas (hijos menores y abuelos).
Estos pactos no escritos daban lugar a los clásicos esquemas de convivencia pre familia nuclear burguesa, con más de dos generaciones compartiendo un mismo hogar, esas típicas familias retratadas por ejemplo en la literatura inglesa del siglo XIX: abuelos, padres, hijos, parientes pobres adoptados, algún primo y esas hermanas jóvenes y hermosas corriendo por praderas verde radiante, todos viviendo en la misma mansión enorme y húmeda.
Si se mira con atención, es fácil comprobar que este tipo de diseño familiar todavía subsiste en las economías más atrasadas (en algunas zonas de Africa, por ejemplo), e incluso en los hogares de menores ingresos en los países en vías de desarrollo, donde el Estado está tan ausente como en la Inglaterra victoriana.
Más tarde, con la expansión de la economía industrial y el ascenso de la sociedad de masas, fueron surgiendo diferentes asociaciones voluntarias –-asociaciones de autoayuda, grupos de socorros, mutuales– orientadas a cubrir los riesgos del ciclo vital. Y luego el Estado. Entre fines del siglo XIX (en los países más modernos de Europa) y principios/mediados del siglo XX (en el resto del mundo occidental), el sector público fue asumiendo una creciente responsabilidad como protector social. El primer hito en el nacimiento de lo que luego se conocería como “sistema de seguridad social” fue el famoso discurso del canciller de hierro, Otto von Bismarck, en 1883 en el Reichstag, donde anunció una serie de leyes –seguro contra enfermedades, accidentes y vejez– que dieron origen al primer Estado de bienestar del mundo, cuyo objetivo obvio era asegurarse el apoyo de la creciente clase obrera y cuyo fondo implícito era el rechazo filosófico alemán al individualismo utilitarista británico de Adam Smith.
La novedad es que el contrato intertemporal ya no quedaba supeditado a los límites –y la discrecionalidad– de las familias ni a las posibilidades de las asociaciones voluntarias entre iguales, sino que comenzaba a ser organizado por el Estado para toda la sociedad. Como señalan Jorge Colina, Lucas Ronconi y Mariano Tommasi (“Problemas para la expansión del grado de cobertura en el sistema reformado de pensiones argentino”), el sistema previsional público implicaba la institucionalización de una regla general por la cual las personas sacrifican durante su vida activa parte de su consumo presente con vistas a garantizar un flujo de ingresos futuros durante la vejez. Como el ser humano es miope, y probablemente privilegiaría el corto por sobre el largo plazo si pudiera elegir, el sistema es obligatorio.
Los sistemas jubilatorios latinoamericanos surgieron a principios del siglo XX (en 1904 se creó la primera caja de pensiones argentina y en 1925 la de Chile) y siguieron un recorrido similar al europeo: de las asociaciones voluntarias al Estado, en un proceso de universalización progresivo que comenzó por el sector público y luego se fue expandiendo a los estados provinciales y al sector privado. En Argentina, la jubilación obligatoria comenzó a regir en 1932 para el sector público; y en un salto crucial, durante el primer peronismo se extendió al sector privado.
Reflejo de un Estado de bienestar imperfecto, la seguridad social argentina se fue configurando como un sistema fragmentado, con cajas para diversos sectores de la actividad privada, cajas nacionales y provinciales, regímenes especiales como el de los militares o los jueces, etc. Sin entrar en detalles acerca del viejo sistema, digamos simplemente que era generoso y caótico e insostenible, y que los diferentes intentos por reorganizarlo –hubo uno importante en 1967– fracasaron.
Hasta Menem. En 1993, como parte del programa de reformas neoliberales, se llevó adelante el primer proceso exitoso de modernización y privatización de la seguridad social. Se creó un solo ente gestor (el Anses), se centralizó el pago de todas las cotizaciones en una única contribución y se delegó su gestión en la AFIP. Se establecieron las ART y, con la creación de las AFJP, se dio forma a un sistema mixto.
La reforma argentina fue parte de una tendencia general. En “Reformas a los sistemas de jubilaciones y pensiones en América Latina: paradigmas y temas emergentes”, Fabio M. Bertranou señala que durante los ’90 se realizaron doce trasformaciones que denomina estructurales, es decir que no afectaron a una parte sino a la totalidad del sistema. En una vuelta de tuerca interesante (“Política y reforma de la seguridad social en América Latina”), Carmelo Mesa Lago compara las reformas realizadas en la región y concluye que existe una relación inversa entre el nivel de privatización y el grado de democracia del país: cuanto más democrático, abierto y pluralista era el sistema político, menos privatista la reforma. Los ejemplos extremos son, de un lado, la reforma chilena (bajo Pinochet), la peruana (bajo Fujimori pos autogolpe) y la mexicana (bajo el PRI hegemónico); y, del otro, las reformas de orientación más pública, como las realizadas en los dos países de más sólida tradición democrática de la región: Uruguay y Costa Rica. En este cuadro, Argentina ocupa un lugar intermedio.
El fracaso fue general. Las reformas no bajaron los costos de transacción (alcanza con comprobar las fastuosas comisiones que cobraban las AFJP antes de su paso a mejor vida), no crearon un mercado de capitales dinámico y no avanzaron en lo que debería ser su objetivo básico: la extensión de la cobertura. Según el más completo informe elaborado hasta ahora (Carmelo Mesa Lago, “Evaluación de un cuarto de siglo de reformas estructurales en América Latina”), el promedio ponderado de cobertura cayó de 38 por ciento antes de las reformas a 27 por ciento después.
Nacido en simultáneo con el proceso de industrialización y consolidado en pleno auge de la sociedad salarial, como parte de la ampliación del Estado de bienestar, el sistema de seguridad social se organizó en base a lo que los especialistas denominan “paradigma bismarckiano”, en el sentido de pensiones a la vejez basadas en el aporte de los trabajadores durante su vida activa.
Es este modelo el que está en crisis. En los países desarrollados, el problema radica en el envejecimiento poblacional: la combinación entre el incremento de la esperanza de vida (71 años para el hombre y casi 80 para la mujer en Europa occidental) y la baja tasa de fecundidad (1,5) han producido un crecimiento vegetativo cercano a cero: una sociedad de viejos. En los países en desarrollo, la crisis es resultado de la alta informalidad económica, que priva al sistema del aporte de un sector considerable de los trabajadores: el empleo en negro araña el 55 por ciento en el promedio latinoamericano.
La consecuencia, en el Norte y en el Sur, es un achicamiento de la tasa de dependencia, es decir el cociente entre la población activa (que aporta) y la pasiva (que cobra). En Europa occidental es hoy de 4 a 1, y podría reducirse a la mitad en los próximos 20 o 30 años. Pero la situación es aún peor en países que combinan tendencias propias del Primer Mundo con problemas del tercero: es el caso de Argentina, donde el bajo crecimiento vegetativo –1,3 por ciento anual– se suma a la alta informalidad laboral –en torno del 41 por ciento–, lo que da como resultado una relación entre activos y pasivos crítica: 1,52 a 1.
Atendiendo a estos datos, parece evidente que el paradigma que organizó los sistemas previsionales, incluso los más avanzados, exige una revisión profunda. En América latina, las reformas neoliberales no fracasaron por problemas de diseño o ejecución, sino porque, pensadas en los laboratorios almidonados de los organismos internacionales, no tuvieron en cuenta las características de la economía.
Afortunadamente, esto podría estar cambiando. Junto al fin del ciclo neoliberal y el ascenso de la nueva izquierda en la región ha comenzado a registrarse la tendencia a una contrarreforma previsional, con el objetivo básico de extender la cobertura mediante el otorgamiento más o menos masivo de pensiones semicontributivas (para aquellos que no aportaron los años suficientes) o no contributivas (para quienes no aportaron nunca). Quizá sea excesivo decir que son revolucionarias, pero son indudablemente transformadoras en la medida en que implican romper el paradigma bismarckiano vigente hasta el momento.
En Chile, Michelle Bachelet estableció una jubilación mínima universal –“pilar solidario”– para todos los mayores de 65 años, hayan aportado o no, mientras que Lula, tras impulsar al comienzo de su mandato una reforma duramente criticada por la izquierda, comenzó a incorporar a quienes habían trabajado en el sector informal pero no habían realizado contribuciones (fundamentalmente del sector agrícola y doméstico). En Argentina, el kirchnerismo lanzó las moratorias previsionales que permitieron avanzar en una ampliación de la cobertura (2,4 millones de nuevos beneficiarios desde el 2004), junto al aumento del monto de la jubilación mínima (casi 500 por ciento acumulado desde 2003).
Aunque se trata, en todos los casos, de reformas solidarias y con claras intenciones redistributivas, ninguna soluciona los problemas estructurales de vulnerabilidad de los sistemas previsionales, jaqueados por la baja tasa de dependencia. Se impone, por lo tanto, una discusión más profunda, que parece difícil que pueda darse en el contexto actual. Como el perro-rata brasileño, las heladeras de los supermercados chinos apagadas por las noches y el múltiple orgasmo masculino, el 82 por ciento móvil es un mito urbano, una potente construcción simbólica que hunde sus raíces en el legendario Estado de bienestar argentino. Ahí radica la eficacia política del planteo opositor, aunque en la práctica el porcentaje mágico no se aplique desde hace cuatro décadas y aunque, con la excepción de algunos legisladores de centroizquierda, el resto de sus defensores sea incapaz de explicar de manera más o menos coherente de dónde piensa sacar semejante cantidad de dinero.
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