Lunes, 26 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › ADELANTO DEL LIBRO MARSHALL MEYER, EL RABINO QUE LE VIO LA CARA AL DIABLO, DE DIEGO ROSEMBERG
La editorial Capital Intelectual acaba de publicar una biografía de Marshall Meyer, que comienza relatando la visita que el rabino y Héctor Timerman realizaron a Etchecolatz, en busca de Jacobo Timerman. Aquí, fragmentos de los primeros capítulos.
Por Diego Rosemberg
Cuando sonó el teléfono, el rabino salió disparado. No le importó que faltaran pocas horas para el inicio del Shabat ni para el servicio religioso que, como todos los viernes por la noche, debía oficiar en la sinagoga de su comunidad, Bet El, en el barrio de Belgrano. Marshall Meyer había escuchado del otro lado de la línea la voz angustiada de Héctor Timerman, que le decía que no sabía dónde habían trasladado a su padre, Jacobo, secuestrado por segunda vez por un grupo de tareas de la dictadura militar, en julio de 1977. Héctor había recorrido Tribunales, la Casa de Gobierno y el Primer Cuerpo del Ejército y en ningún sitio recibía información sobre el paradero de su papá, el director del diario La Opinión, que había desaparecido de su celda del Departamento Central de la Policía Federal. Desesperado, decidió ir a pedir información en persona al comisario Miguel Etchecolatz, Director de Investigaciones de la temible Policía Bonaerense y mano derecha del general Ramón Camps, número 1 en el aparato represivo de la provincia de Buenos Aires en aquellos años oscuros.
El hijo del mítico periodista –que entonces tenía 23 años– no se animaba a ir solo y por eso acudió a Meyer, que estaba conteniendo espiritualmente a su familia desde que los militares habían detenido por primera vez a su padre, el 15 de abril de 1977.
Meyer escuchó con atención el relato de Héctor y no dudó ni un instante en acompañarlo y viajar hasta el mismísimo infierno para disputarle, cara a cara, uno de sus fieles al diablo. En el camino hacia La Plata habían acordado que sólo hablaría Héctor, que preguntaría por su padre y que no entraría en discusiones sobre los motivos de la detención ni el trato humillante que había recibido desde que se lo llevaron. Cuando llegaron a la Jefatura de la Policía Bonaerense debieron soportar una larga espera hasta que Etchecolatz los hizo pasar a su oficina. Como habían convenido, el único que habló fue Héctor: dijo que su padre había sido trasladado, que desconocía su paradero y agregó que su madre tenía los nervios destrozados. Fue un monólogo que duró unos diez minutos hasta que, sin más que decir, el joven calló y la oficina quedó invadida por un silencio que aturdía. Etchecolatz, que exhibía su mejor mirada torva, aprovechó el vacío y apuntó con sus ojos a Meyer.
–Y usted, cura, ¿quién es? –prepoteó el comisario, que recién en 2006 fue condenado a cadena perpetua por los crímenes de lesa humanidad cometidos como funcionario de la dictadura militar que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983.
El rabino no se amilanó. Se levantó de su silla, a paso firme dio la vuelta al escritorio que lo separaba de Etchecolatz, se detuvo a escasos treinta centímetros y mirándolo a la cara lo increpó:
–Este cura es un pastor que busca a una oveja de su rebaño y sé que vos sos el ladrón que te la llevaste. Soy el pastor de Jacobo Timerman y vos tenés a mi oveja. No me voy hasta que no me la devuelvas –dijo Meyer, que tuteaba a todo el mundo, aun a quienes despreciaba profundamente. Así había aprendido a hablar castellano en 1959, cuando llegó desde su Nueva York natal a la Argentina, pensando en quedarse apenas dos años y sin sospechar que viviría aquí un cuarto de siglo. La mirada desorbitada de Etchecolatz, de pronto, cambió de destinatario.
Ahora apuntaba a Héctor Timerman, que ante tanta tensión también se había parado. Por primera vez, el policía buscó cierta –pero infeliz– complicidad con él:
–Por bastante menos que esto, acá hay muchos que... –el comisario interrumpió en seco la oración y comenzó a agitar una de sus manos hacia el cielo. A los dos visitantes les quedó claro el significado. No fue ésa la primera ni la última amenaza que recibió Meyer en su estadía en la Argentina. Pero como a todas, le restó –o hizo que le restaba– importancia. Héctor Timerman le pidió por favor al rabino que se sentara y le rogó al comisario para que volvieran a hablar sobre el destino de su padre. Etchecolatz finalmente se sentó y sin abandonar el tono marcial le dijo:
–Vuelva a su casa. A las 15 horas lo van a llamar con una dirección donde podrá ver que su padre está vivo.
Con puntualidad suiza, el teléfono de la familia Timerman sonó ese viernes a las tres de la tarde. Un emisario de Etchecolatz les dio una dirección en el municipio de Quilmes. Hasta allí fueron Meyer, Héctor y Risha, la esposa de Jacobo. Cuando llegaron al lugar advirtieron que se trataba de una comisaría legalmente constituida. Como al religioso no lo dejaron entrar, sólo ingresaron Risha y Héctor, que se preguntaba intranquilo si todo no sería una trampa de los represores para deshacerse del rabino.
Después de un largo rato, llegó un patrullero del que bajó Jacobo, quien se sorprendió al ver a su familia. No los dejaron hablar, sólo pudieron verse las caras durante cinco minutos. No obstante, los Timerman recuperaron cierta tranquilidad: interpretaron que el hecho de haber podido ver a Jacobo con vida en una dependencia legal haría que fuera mucho más difícil para los militares asesinarlo.
Cuando Héctor, Risha y Meyer emprendieron el regreso ya había comenzado a anochecer. Héctor no decía nada, pero aceleraba cada vez más. Quería regresar rápido a la Capital porque con la salida de la primera estrella había comenzado el Shabat; lo mortificaba pensar que por haberlo acompañado a ver a su padre, el rabino no llegara a tiempo para oficiar la ceremonia religiosa en Bet El y, encima, se viera obligado a violar los preceptos religiosos que, entre otras cosas, prohíben viajar a los judíos observantes en el día más sagrado de la semana, aquel que consagran a Dios.
–¿Por qué corrés? –preguntó Meyer, el único que se atrevió a romper el silencio en el viaje de vuelta.
–Es Shabat –quiso justificarse Héctor Timerman.
–Acaso no sabés que para salvar una vida se puede violar cualquier mandamiento. Salvamos la vida de tu papá y sería una pena que nos matemos en un choque. Así que manejá tranquilo, que de la teología me ocupo yo.
La vida de Marshall Theodore Meyer parecía predestinada desde el mismo día en que nació, el 25 de marzo de 1930. Sus padres, Anita e Isaac, habían elegido llamarlo con ese nombre en homenaje a Louis Marshall, un prestigioso abogado y presidente del Consejo Judío Americano que fue abanderado de la defensa de los derechos civiles de las minorías. Mediante un acuerdo judicial, el jurista había logrado –entre otros méritos– que el entonces hombre más rico de América, el poderoso Henry Ford, se retractara de sus manifestaciones antisemitas vertidas en una serie de ensayos llamada El judío internacional: el problema más grande del mundo.
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Marshall Meyer nació en Flatbush, un barrio neoyorquino del distrito de Brooklyn. Sus abuelos maternos habían llegado en 1888, desde Odessa. Para ese entonces, sus abuelos paternos llevaban casi tres décadas en los Estados Unidos. El pequeño Marshall era el tercer hijo de un matrimonio que había alcanzado una buena posición económica durante la Primera Guerra Mundial fabricando y vendiendo uniformes de combate, sobre todo a Francia y Bélgica.
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Cuando cumplió los 13 años, Marshall realizó el bar mitzvá –la ceremonia por la cual los judíos adquieren la mayoría de edad en términos religiosos– con el rabino
Zeev Nelson del templo Beth Jacob, de Norwich, una sinagoga que había sido fundada en 1929. Aquella oportunidad en que leyó los libros sagrados del judaísmo fue la primera vez que habló en un púlpito para los feligreses. Casi al mismo tiempo, el pequeño Meyer ingresó en la Norwich Free Academy para cursar la escuela media. No sólo se destacaba en los estudios regulares, también en las clases de teatro, de educación física y de música. Desde muy chico, Marshall se había convertido en un entusiasta melómano, contagiado por su cuñado Karl Meyers, quien había dirigido en Alemania el Teatro de Opera Königsberg.
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Las innovadoras ceremonias religiosas que oficiaba Meyer en la sinagoga Bet El, de Belgrano, también estaban impregnadas de ópera. El rabino –según describió alguna vez Jacobo Timerman– tenía una voz de barítono que sobresalía entre todas las demás. “En las actuales ceremonias de Bet El –confiesa el rabino Daniel Goldman– todavía cantamos algunas arias que Marshall había adaptado al hebreo.” En el departamento que los Meyer ocupaban en la calle Zapiola, de Belgrano, la música funcionaba como un bálsamo en los oscuros años de la dictadura. Un imponente piano de cola presidía un living de importantes dimensiones y el rabino era capaz de ponerse a cantar para levantarle el ánimo a más de un perseguido por la dictadura militar que se refugiaba en su casa. “Cuando tuvimos que partir, fue muy repentino. Teníamos pocas horas. Marshall trató de darnos ánimo y nos dijo: ‘Vengan a comer algo a casa’. Debemos haber llegado con unas dos horas de retraso y él tenía un bastón y un sombrero de paja y nos cantó maravillosas canciones de vaudeville”, recordó Robert Cox, entonces director de The Buenos Aires Herald, uno de los poquísimos medios de comunicación que denunció las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura militar. Cox –que debió exiliarse en Carolina del Sur, Estados Unidos– calificaba al rabino como un ser erudito, capaz de invocar tanto a los profetas como a Shakespeare y lo definía como una mezcla de los compositores estadounidenses Leonard Bernstein y George Gershwin.
Una de las hijas de Meyer, Dodi, también recuerda aquella noche que combinaba la angustia del fugitivo con la celebración por la supervivencia: “Amenazaron a los chicos de Cox, trataron de secuestrarlos y se salvaron por un pelo. Esa misma noche vinieron a casa e hicimos una gran fiesta para ellos, decoramos la casa con banderas de Estados Unidos y todo. Luego se fueron”.
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