Miércoles, 15 de junio de 2011 | Hoy
EL PAíS › EL TESTIMONIO DE ADRIANA CHAMORRO, SOBREVIVIENTE DEL POZO DE BANFIELD
La mujer relató el nacimiento de Victoria Moyano Artigas, de cuya madre, María Asunción Artigas Milo, fue compañera de celda. A María Asunción la dejaron estar ocho horas con la niña, a la que le dio el pecho aunque se lo habían prohibido.
Por Alejandra Dandan
La declaración estaba terminando. Uno de los jueces le preguntó por una palabra que había pronunciado varias veces a lo largo del testimonio. ¿Podría explicar qué eran los traslados? Adriana Chamorro hablaba del otro lado de una pantalla, conectada a una videoconferencia desde Canadá. “Había traslados chicos; traslados a la libertad y traslados grandes –explicó–: para la libertad, los bañaban, afeitaban, les ponían buena ropa de lo que encontraban de otros presos que habían quedado y ellos se iban de día; para los traslados chicos, los sacaban con las mismas esposas y tabiques que tenían en el lugar. Y después estaban los grandes, que eran los traslados en los que los guardias decían que los iban a subir a un avión para llevarlos al sur y decían que les daban un calmante para el viaje, estaban completamente atados, con las cabezas vendadas y los brazos atados atrás.” A María Asunción Artigas Milo –la madre de Victoria Moyano Artigas– se la habían llevado del Pozo de Banfield en un traslado grande –explicó–, aunque aclaró que no eran más de cinco o seis personas.
Adriana Chamorro compartió el agujero negro que ocupaban como celda en el Pozo de Banfield con María Asunción, la madre de Victoria, apropiada por el hermano de Oscar Penna, el jefe de la Brigada de San Justo. En la audiencia por el plan sistemático de apropiación de niños, Adriana declaró con la memoria entrenada de los sobrevivientes cómo se las arregló con sus compañeros para ir contando los tiempos de las contracciones de María, cómo la dejaron permanecer ocho horas con su hija, cómo le dio el pecho para dejarle una marca pese a que se lo había prohibido la patota.
“Cuando se llevaron a otra compañera, Mary se queda sola en el calabozo”, explicó Adriana. “Una noche abrieron la puerta, preguntamos qué pasó y nos dijo que vino el oficial de guardia con otra persona, le dijeron que se levantara, que se sacara la venda: ‘Esta es la presa de la que te hablé’, la presentaron. Le preguntaron cómo estaba, si estaba con contracciones; ella les dijo que necesitaba vitaminas, mejores condiciones de vida y el hombre se fue; a los pocos días tuvo unas pastillas que suponemos que eran vitaminas, y todos pensamos que eran de la persona que se iba llevar al bebé, para mí también lo pensó ella, pero nadie dijo nada”.
Cada vez que había traslados masivos, los guardias cambiaban a los prisioneros de sus celdas. Para fines de junio de 1978, se habían llevado a la persona que estaba con María y pusieron a Adriana en ese lugar. María entraba en cuadros de crisis que parecían epilepsia. Se ponía un poco sombría, rara y de repente le daba el ataque, por el que quedaba arqueada para atrás y se caía unos cuantos minutos. En una ocasión, entró un oficial de guardia con un médico que no era Jorge Bergés, a quien conocían de las torturas y a quien María vería más tarde en el parto. Este otro era delgado, bajito, con barba. “Vos te vas a mentalizar –le dijeron a María– de que hasta que no nazca tu hijo no te vas a ir de acá”.
María pedía el traslado porque a su compañero ya se lo habían llevado. Ya estaba muy embarazada, dijo Adriana. “Decidimos no llamar más a las guardias por los ataques porque prácticamente la respuesta eran acosos sexuales, así es que yo la vigilaba y cuando se caía, la sostenía, le ponía agua y era todo lo que podía hacer.”
La noche del 24 de agosto empezaron las contracciones. Los secuestrados tenían desarrollado un sofisticado sistema de comunicación secreta. A través de los ladrillos huecos de las paredes establecían puentes de contacto o “teléfonos” con las celdas de al lado. Se entendían con susurros, y con los que estaban más lejos, con algo parecido a un código Morse: “Estábamos sin luz pero era como si nos viésemos, hablábamos muy muy rápido y no necesitábamos completar las palabras porque teníamos mucha práctica, nos contábamos películas, jugábamos al ajedrez y nos dábamos mensajes”.
Cuando empezaron las contracciones, como nadie tenía reloj, Adriana puso a trabajar a dos compañeros de las celdas contiguas: uno era Carlos Rodríguez, el otro su ahora ex marido Eduardo Atilio Corro, que declaró ayer. “Golpeaba una pared para que Carlos empezara a contar; golpeaba cuando terminaban para decirle que parara y simultáneamente golpeaba al otro costado donde estaba Eduardo, para que tomara el tiempo de los intervalos: así, cuando contamos lo que parecía una frecuencia de cinco minutos llamamos a la guardia.” Todos pegaron las orejas contra el piso. “Y pocos minutos después escuchamos un grito del bebé que nacía, y no pasó como en los otros casos, a ella no la trajeron inmediatamente.”
Los guardias dejaron a María toda la noche con Victoria. Al otro día, ella volvió con algodón, un frasco de Espadol y sábanas manchadas de sangre. La habían dejado estar ocho horas con la niña pero tenía terminantemente prohibido darle el pecho, cosa que ella no hizo porque le quiso dejar “la marca de una manera o de otra”. María les contó cómo era la niña. Que tenía las cejas de Fredy, el pelo muy oscuro, los ojos oscuros y parecía nerviosa porque se sobresaltaba con cualquier movimiento. Después entró en una gran depresión. “Ella había tenido una nena que se llamaba Romina que se había muerto a los ocho o nueve meses, así que a partir de ese momento se pasaba el día entero hablando de Romina y la nueva nena.”
Adriana dejó el centro clandestino el 11 de octubre. Pasó dos meses en una comisaría y luego la llevaron al penal de Villa Devoto. Antes de irse, uno de los guardias le dijo que no se preocupara por María, que iba a irse al otro día. Y María se fue: se supone que integró el grupo del traslado grande del 12 de octubre, en el que salieron los últimos prisioneros, y permanecen desaparecidos.
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