Sábado, 12 de mayo de 2012 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Por Luis Bruschtein
Las leyes de identidad de género y de muerte digna fueron aprobadas con un respaldo legislativo que no ilustra el peso de los prejuicios que todavía impregnan a la sociedad. Es posible que el paso adelante del Congreso ayude a disipar estos prejuicios que, como tales, constituyen imágenes fantásmicas que se esfuman con la luz. El comentario de un conocido periodista progresista sobre la Ley de Identidad de Género da cuenta de estos temores que todavía son más comunes de lo que pareciera después del debate legislativo. “Yo creo –dijo– que esta cuestión de que si alguien dice que es mujer, se lo acepte como tal, sin más, es una forma cómoda de sacarse el problema de encima.” Bueno, nunca nadie le dijo que era un problema suyo o del Estado. El problema es de las personas trans o gay que soportan la discriminación de los que creen que la sexualidad del otro les pertenece. Cada quien decide sobre su cuerpo sin molestar al otro ni reclamarle al otro que se haga responsable de sus decisiones. Cuando no hay falta material, abuso ni agresión nadie tiene por qué hacerse problema. Nadie tiene derecho a constituirse en tribunal para otorgar títulos de sexualidad al resto de las personas. Hasta decirlo suena absurdo. Quizá fue un recurso del periodista para resaltar esa obviedad.
Más allá de esos prejuicios que todavía hacen daño a tanta gente, lo real es que desde el punto de vista institucional estas leyes, como las relacionadas con el aborto no punible o con el matrimonio igualitario, siempre rebotan contra el frontón de la Iglesia Católica. Dicho así, también resulta obvio y, como sucede con estas cuestiones después que las decisiones fueron tomadas, hasta podría pensarse que el poder de la Iglesia es moco de pavo. Habría que pensar entonces el motivo por el cual estas decisiones que no obligan a nadie, sino que por el contrario liberan de prohibiciones a la sociedad, no fueron asumidas antes. La respuesta es sencilla: nadie quiso antes confrontar con la Iglesia. La ley de divorcio le costó a Raúl Alfonsín una batalla que no quiso repetir, cuando Argentina a la salida de la dictadura era uno de los pocos países en el mundo que no la tenían.
Los políticos saben que los riesgos de una confrontación con la Iglesia no residen en que se puedan frenar esas leyes, sino que a partir de allí la Iglesia pasará a respaldar sistemáticamente todo lo que implique desgaste para el gobierno. Cuando sectores de la oposición hablan de “apoyo crítico” a estas medidas, algunos lo hacen por convicción y otros por oportunismo, porque se dan cuenta de que no se puede atrasar el reloj de la historia. En los dos casos, el respaldo no les implica ningún costo, porque la confrontación con la Iglesia se la tiene que aguantar el oficialismo. No deja de ser cómoda esa posición de apoyo crítico, aunque siempre es mejor que la obstrucción.
Tendrían que reconocer, sin embargo, que todas estas medidas que alivian a la sociedad, la descomprimen y civilizan, se pudieron impulsar porque hay un gobierno que está dispuesto a pulsear con las corporaciones, incluyendo en este caso a la Iglesia, con la que comenzó discutiendo por la temática de los derechos humanos, por la vicaría castrense, por la educación sexual, la Ley de Salud Reproductiva y por la distribución de condones con la que los obispos disienten. Si no hubiera un gobierno que no se dejó marcar la cancha en todas las áreas, a diferencia de sus predecesores, ninguna de estas medidas, apoyadas muchas de ellas por gran parte de la oposición, podrían haberse concretado.
No se trata de quién es más o menos laico. Los Kirchner se han mostrado más religiosos, incluso, que algunos dirigentes del radicalismo o del socialismo. De lo que se trata es cómo se concibe desde el Estado el relacionamiento con las corporaciones. Se puede ser muy laico, pero negociar todo desde una concepción más pragmática de la política y así no avanzar y sólo permanecer. Hasta resulta sorprendente que, habiendo fuerzas que se definen como laicas por principio, haya sido el gobierno del PJ el que haya generado la concreción de estas leyes. Aunque también es cierto que la Iglesia, como institución, siempre fue esquiva a los gobiernos peronistas y que los golpes contra el primer peronismo se hicieron en su nombre en gran medida si se recuerda la señal del Cristo Vence que llevaban pintadas en sus alas los aviones que bombardearon a la población civil en Buenos Aires.
Esta contradicción tendría que ser un motivo de reflexión más profunda para algunos intelectuales que se asumen laicos y progresistas y que se esfuerzan por encontrarle a este gobierno los símbolos del fascismo en sus actos, en su estética y en sus formas de hacer política. Con esos actos, esa estética y esa forma de hacer política, este gobierno realizó medidas por las que esos intelectuales han clamado y que, incluso, les han dado identidad. Se los ha identificado como progresistas porque han reivindicado esas medidas que ahora fueron concretadas. Ahora resulta que, según ellos, un gobierno que se parece tanto al fascismo produjo esos avances que tienen tanto impacto progresista en la sociedad. O están reivindicando al fascismo o se han bajado de esas banderas progresistas. Seguramente no es ninguna de esas dos definiciones. Pero entonces están parados en un lugar que, incluso contra sus deseos, los lleva indefectiblemente a esa encrucijada.
De la misma manera que estas leyes implican una fuerte pulseada con la Iglesia, otras de las medidas que ha tomado este gobierno han involucrado a otras corporaciones. La más evidente fue la ley de servicios audiovisuales que hizo reaccionar furiosamente y en forma corporativa a los grandes multimedia, que todavía hoy, al igual que la Iglesia, mantienen su disputa con el Gobierno. La reestatización de las AFJP fue otra medida que sacó de quicio a los organismos financieros internacionales, igual que la quita de la deuda. La renacionalización de YPF y la 125 funcionaron de la misma forma. Donde el Estado interviene para no dejar el mercado a merced de una fuerza monopólica o corporativa, tiene que soportar una contraofensiva furiosa porque estará recortando privilegios económicos o de poder. Con la política de derechos humanos, la anulación de las leyes de impunidad y el enjuiciamiento de los represores de la dictadura, hubo una reacción corporativa que impregnó después todas las otras acciones en las que se sumaron los simpatizantes de la dictadura como en las campañas de la Iglesia o en los actos de los empresarios rurales durante la 125.
Estas medidas no se tomaban antes porque no había decisión política para poner límite a las corporaciones. O directamente porque se acataba y se concedía lo que cada corporación exigía en su ámbito de influencia. Cuando se hacían esas concesiones no quedaba ningún espacio para gobernar. El organigrama estaba dibujado por las corporaciones, y la expresión soberana de los ciudadanos representada en los poderes Ejecutivo y Legislativo no tenía nada que hacer, independientemente de quién gobernara. Es posible que hasta el momento de la crisis de fines del 2001 la situación fuera más difícil y que la hegemonía cultural
inapelable hiciera ver como imposible a cualquier intento de cambio, o internalizaba que la deuda y el FMI serían pesadillas eternas, que el Estado no servía para nada, que a la Iglesia y a los militares no se los podía tocar, que las jubilaciones democráticas eran imposibles, que en todos lados hay pobres y miserables, que la educación pública sería siempre un desastre, que no había que pelearse con todo el mundo, que no había que abrir todos los frentes al mismo tiempo y así se podría seguir largamente.
Ya fuera por convicción, o porque cambiaron las condiciones o porque tuvo viento de cola o por cualquier motivo que se le quiera aplicar, lo cierto es que este gobierno cambió ese paradigma con la suficiente fuerza como para fundirlo en la conciencia política de la sociedad. En otras circunstancias, probablemente más adversas, Alfonsín lo intentó, pero no pudo aguantar más del primer año. En este caso, lleva nueve años poniendo la política por encima de las corporaciones. En ese contexto hay que ubicar la aprobación de las leyes de muerte digna e identidad de género que fueron debatidas esta semana como parte de una continuidad, sobre la base de esfuerzos que no son meramente declarativos, y que tienen siempre más costos para el oficialismo que para la oposición, pero que quedarán en la historia como logros de este gobierno. Parece justo que sea así cuando es el que paga los costos y realiza el mayor esfuerzo.
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