EL PAíS › OPINION

Sobre el odio y la paz en democracia

 Por Mempo Giardinelli

Con la reciente rebelión de gendarmes y prefectos, si una cosa quedó clara es que todo discurso democrático pierde sentido y credibilidad cuando no se corresponde con un comportamiento democrático a la par.

Días después, y cuando se observa un desplazamiento de la política hacia el terreno judicial, cabe concluir que el golpismo en la Argentina existe y cambia de formas. Y ha de ser por eso, porque está vivo y actuante, que cada vez que ante manifestaciones de este tipo algunos salimos a decir que hay peligro de golpe, se nos acusa de exagerados o de agitar fantasmas.

Se discute entonces al emisor del mensaje pero no el mensaje. Y, argentinamente, se paraliza y deforma el debate.

Esto sucede, además, en circunstancias como las actuales, en las que la oposición política cede protagonismo a los medios y no sólo deteriora así su propia representatividad sino que autoriza, aunque no lo quiera, el aventurerismo y el maximalismo de sectores muy retardatarios por derecha y también por izquierda.

Así, el enfrentamiento con el Gobierno no se enmarca en construcción política alguna, propositiva y pacífica con vistas a ser alternativa en 2013 y 2015. Al contrario: lo que hay son expresiones heterodoxas, que incluyen griterío y provocación, funcionales a intereses empresarios y a nostálgicos de la dictadura.

De tal modo parece surgir una oposición que no es tal. Las protestas y acusaciones inorgánicas debilitan aún más a los ya desdibujados partidos políticos, a la vez que exaltan el rol de algunos comunicadores expertos en efectismo y espectáculo, y en muchos casos de dudosa moralidad.

Esa heterodoxia e inorganicidad conlleva, en esencia, valores destituyentes, porque esmerilan las bases de la democracia con discursos inflamados de fervor antipolítico y desprecio por las formas de la democracia (que en esencia es un conjunto de formas a respetar), con lo que impiden o eluden debates y subrayan solamente una supuesta, inexistente ingobernabilidad.

Es un hecho, y lamentable, que mucha gente cree que cree lo que los medios y sus periodistas todo terreno les hacen creer que creen o que deben creer. Así de sencillo y retorcido es el asunto.

Y sucede que con esos ciudadanos, muchos de los cuales pertenecen a las clases medias y medias bajas, no hay que enojarse ni hostigarlos, por más que sean muchos de ellos los que más hostigan. Hay que tratarlos con extrema paciencia y tolerancia, porque aunque no vayan a cambiar es necesario serenarlos para que no se salgan de los carriles democráticos.

Ellos son las verdaderas víctimas de la impresionante manipulación informativa que impera hoy en la Argentina –basada en el arte de titular con lo que no sucede como si fuera inminente que sucederá– y con la cual se inoculan un odio y un resentimiento absurdos. Y desde ya que no es imposible vivir en una sociedad partida al medio mientras se cumplan las reglas de la democracia, pero de todos modos es complejo, arduo y peligroso.

Y es que el odio es un sentimiento inferior, innoble, que degrada más al que odia que al odiado. Desprovisto de ética alguna aunque el odiador se autoconvenza de que su odio deviene de razones morales, odiar imposibilita todo diálogo y acuerdo. Anula acercamientos porque ensancha abismos. Y deviene enfermedad, patología que bien puede ser colectiva.

Además es un hecho que todo gobierno es cuestionable por errores, omisiones y en algunos casos abiertas comisiones como algunas que bueno sería que en el presente se investigaran y sancionaran. Pero también es un hecho cierto que los cambios que la democracia ha traído a este país son cada vez más profundos, igualitarios y modernizadores. Razones éstas por las cuales los odiadores se enfurecen, gritan, desprecian y se cierran a todo análisis, comprensión y diálogo. Porque no soportan la democracia. No es que no la quieren; es que no la toleran, les resulta tóxica.

Desde ya, está claro que el odio y la negatividad generalizados no son patrimonio exclusivo de quienes no apoyan al Gobierno. También hay blogs y expresiones kirchneristas que agitan las aguas, en la idea de que quienes no acuerdan con el Gobierno son golpistas o “enemigos”, y a veces en tonos tan belicosos como los del sistema multimediático. Eso no es bueno, y debieran tomar nota de ello los que sostienen, o dicen sostener, al Gobierno.

El odio y el resentimiento, como el golpismo, la desestabilización y el ánimo destituyente existen, pues, y se activan cada tanto en la Argentina. Guste o no a algunos lectores, denunciarlo a propósito de escarceos como el reciente de gendarmes y prefectos, es un imperativo democrático.

Y acaso también pretende ser una suave docencia para que los disconformes, los de veras afectados y los opositores de todo calibre puedan expresar sus ideas en forma pacífica, exponiendo razones y proyectos en lugar de alaridos y provocaciones. Y se sometan así a la suprema voluntad de la Constitución y las leyes. Y a su estricto cumplimiento. Como debe hacerlo la ciudadanía toda.

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