Domingo, 13 de enero de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
En una genealogía básica, dos generaciones ocupan hoy el centro del poder: la generación de los ’70, cuya máxima exponente es la Presidenta, y la generación de La Cámpora, que en un sentido metafórico –y en algunos casos literal– puede ser vista como compuesta por los hijos sub-40 de la primera. Su característica común, la gran novedad que han introducido en la Argentina post crisis, es la intensidad ideológica.
Pero entre una y otra se abre lugar una tercera, la generación del ’90, menos analizada como tal pero perfectamente identificable, al menos si definimos a una generación política como un grupo de dirigentes que han crecido en un mismo tiempo histórico y que comparten una serie de rasgos que los diferencian del resto: tres de ellos –Daniel Scioli, Mauricio Macri y Sergio Massa– cuentan con buenas posibilidades de llegar a la presidencia o la gobernación bonaerense en el 2015.
También tienen padres: la generación del ’90 es hija de la primera camada de dirigentes de la recuperación democrática (Alfonsín, Menem, Duhalde, De la Rúa), esos leones herbívoros de la política de partidos que, como escribió Martín Rodríguez (Le Monde Diplomatique
Nº 155), llevan como estandarte el sello de agua del abrazo Perón-Balbín. Formados a su amparo, los noventistas han logrado sobrevivir a la condena social que hoy pesa sobre la década que los marcó para siempre, y siguen siendo la mejor expresión de la mezcla de política, deporte y espectáculo típica del menemismo. Cuidadosos constructores de una intimidad pública que paga más que mil actos militantes, más que desideologizados son flexibles, y es esa laxitud la que les permite navegar las aguas del tiempo sin salpicarse.
Caractericémoslos.
El más joven de todos, Sergio Massa, comenzó su carrera política en la UCeDé (fue presidente de la Juventud Liberal bonaerense), de donde emigró al peronismo para trabajar con Palito Ortega primero y luego con Duhalde, que en 2002 lo designó al frente de la Anses, una cáscara vacía que con el kirchnerismo se iría llenando de recursos y política.
Su historia es conocida: padrino político de Amado Boudou, breve jefe de Gabinete de Cristina Kirchner, logró la hazaña de derrotar al eterno vecinalismo tigrense y luego obtuvo su reelección con un porcentaje soviético (73 por ciento) de votos, extendiendo su influencia a municipios vecinos, como San Martín y San Fernando, donde sus apadrinados consiguieron sorpresivas victorias. En el corto lapso de un par de años, Massa convirtió a Tigre en una vidriera que incluye la transmisión de lo que en otro momento se llamaban “eventos de nivel internacional”, como el reality Soñando por bailar desde el teatro Niní Marshall y el partido Federer-Del Potro desde el Estadio del Puerto de Frutos.
Atento a no sobreexponerse, Massa aparece pero no tanto, y se lo ve suelto en televisión, aunque menos delgado que en sus comienzos, hablando siempre de gestión y evitando definiciones. Su ambigüedad es menos famosa que la de Scioli pero no menos astuta: renunció a la Jefatura de Gabinete pero no pegó el salto a una oposición rústica al estilo Alberto Fernández, aceptó incluirse como candidato testimonial en 2009 pero sumó a su esposa, Malena Galmarini, como primera candidata a concejal y, tras elegir un color diferente para la boleta municipal (un naranja oscuro más parecido al de De Narváez que al azul del Frente para la Victoria), obtuvo 17 puntos más que la lista de Kirchner.
Macri ha sido analizado hasta el cansancio. Para agregar un ángulo más podríamos decir que es la expresión de una nueva derecha latinoamericana cuyo origen es el mismo que la nueva izquierda: la caída del Muro de Berlín, el fin de la amenaza comunista y la distracción relativa de Washington respecto de América latina. En este nuevo entorno geopolítico, el clásico partido militar desapareció como vía de acceso al gobierno, y el poder –económico, mediático, corporativo– comenzó a buscar la forma de construir alternativas propias.
En este sentido Macri es un líder democrático, que disputa elecciones y, si las pierde, reconoce sus derrotas. Y es, también, un líder posneoliberal (lo cual no quiere decir que no pueda ser neoliberal, o un poco neoliberal). Conviene ser claro en este punto: la gestión macrista es mediocre desde prácticamente cualquier punto de vista, pero no privatizó las escuelas (aunque aumentó los subsidios a la educación privada y subejecutó el presupuesto para la pública), ni instaló un shopping en el Durand (aunque descuida la salud pública) ni les pide el DNI a los bonaerenses que se atienden en los hospitales porteños (más allá de sus declaraciones xenófobas). Macri gestiona; mal pero gestiona, y mi impresión es que cabe criticarlo más por lo que no hizo que por lo que hizo, que es realmente poco.
El caso del subte es interesante. Aceptó hacerse cargo un año después de haberse comprometido a ello y recién cuando el costo político se estaba haciendo insoportable. Su primer reflejo fue típicamente neoliberal: un feroz aumento de la tarifa que, en el largo plazo, conduciría a la división del transporte metropolitano en dos subsistemas socialmente segmentados: uno eficiente pero caro, para la clase media, y otro barato pero malo, basado en el colectivo y el tren, para los sectores populares.
Pero ahora da la impresión de que ha reflexionado y de hecho las dos medidas orientadas a cubrir el bache del subsidio –aumento a las patentes de los autos de alta gama y elevación de las tarifas del peaje– son lógicas y hasta progresivas, en la medida en que el transporte automotor subsidia al transporte público. Por eso llama la atención la crítica de algunos dirigentes de izquierda que recurren a los mismos argumentos que a menudo se utilizan contra el gobierno nacional. Por subir las patentes y el ABL (los dos impuestos municipales progresivos, a diferencia de Ingresos Brutos y sellos, que son regresivos porque castigan la producción y el comercio y se trasladan a precios), Macri fue acusado de “hacer caja” y actuar con “fines recaudatorios”, lo que en verdad debería ser un elogio. Pero las cosas son así: la gestión flexibiliza, no solo hacia la derecha, y entonces Macri, el alcalde neoliberal, sube los impuestos, anuncia su voluntad de renegociar el contrato del subte con Metrovías, lo que en otro contexto hubiera sido leído como un atentado contra la seguridad jurídica, e incluso no descarta... ¡una estatización!
De los tres, Scioli es el que está más cerca de cumplir el sueño presidencial. Su estrategia se basa en la tesis de la inevitabilidad: sabe que el kirchnerismo químicamente puro no lo soporta, pues considera –con razón– que su ADN lo inclinará irremediablemente hacia la derecha, pero sabe también que, como sucedió con la vicepresidencia, la gobernación y las testimoniales, lo necesita. Su definición es clara: aspirará a la Presidencia si Cristina no juega, y a esa esperanza se aferra. Se trata en realidad de la construcción, lenta y paciente, del “número dos”, y en este sentido no deja de ser llamativo que una de las agrupaciones que lo impulsan se llame justamente La DOS (por Daniel Osvaldo Scioli).
Su gestión también es lavada. Luego del acto en el Estadio Unico de La Plata en el que festejó fin de año con actuaciones de Cacho Castaña y Julio Iglesias, uno de sus voceros destacaba como sus principales logros de gobierno la Ley de Fertilización Asistida y la reducción de los accidentes de tránsito (dos cosas que están muy bien pero que son sobre todo poco conflictivas, porque ¿quién puede oponerse a que las mujeres tengan hijos o que la gente no muera en las rutas?). Como Macri, que cuando se angustia habla de Antonia, Scioli no le teme a mostrar su familia, y de hecho en el acto de diciembre aparecieron Karina y su hija, Lorena, embarazada de seis meses. Para el verano, que es cuando Scioli brilla, la gobernación preparó una serie de recitales gratuitos en Mar del Plata que son la pesadilla de los empresarios teatrales y lanzó la campaña publicitaria “Vamos a la playa”, con la actuación de David Hasselhoff y Emilio Disi en un paisaje oceánico con predominio de culos femeninos.
Concluyamos con una consideración general. Pese a las ambigüedades, los tres son peronistas y ninguno le rehúye al aparato: Massa construye aliados municipales, Scioli gobierna sobre las ruinas del duhaldismo y Macri preservó, vía Santilli y Ritondo, parte de la red histórica del PJ Capital. Pero ninguno es, como Menem o Duhalde, un “hombre de partido”, y los tres son exponentes de lo que Isidoro Cheresky denomina “la política después de los partidos”, un juego político en el que priman los liderazgos de popularidad construidos a través de la presencia mediática, en relación siempre precaria con un electorado-audiencia, y al que se suman, eventualmente, estructuras en disponibilidad. Los tres expresan la nueva política, pero en un sentido diferente a lo que creen.
¿Son de derecha? Sí, en un sentido íntimo y personal. Y también, con diferencias, en un sentido posicional: Macri como principal referente del anti-kirchnerismo; Scioli y Massa como expresiones de un kirchnerismo de baja intensidad (más que al anti-kirchnerismo juegan al pos-kirchnerismo). Pero sobre todo, y esta es la tesis de esta nota, expresan la mezcla de tres tradiciones políticas muy potentes: el conservadurismo típico de los caudillos territoriales del PJ, el liberalismo propio de la era del mercado y la globalización, y el peronismo que provee flexibilidad, estructura y aliados. Ese mix es su gran apuesta, para cuando finalmente se apaguen las luces de la batalla cultural.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur - www.eldiplo.org
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.