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Quién quiere el acuerdo
Por Martín Granovsky
Carlos Menem usaba una táctica con los presidentes norteamericanos en su primera reunión: no pedir nada. Se presentaba como un alumno aplicado que aborrecía la mala conducta histórica de la Argentina y solo ofrecía hacer los deberes. Prometía economía de mercado, alineamiento militar y apertura comercial. A Fernando de la Rúa la endeblez interna le jugó una mala pasada. La última reunión con George Bush, en el 2000, estuvo marcada por la resistencia de las provincias a respaldarlo en la negociación. Tanto miedo tenía De la Rúa por los mercados que fue Bush, y no él, quien criticó a los bancos norteamericanos. Cuando en su momento Página/12 contó ese detalle de la reunión secreta, pudo palpar los nervios oficiales ante una revelación que, sentían, los haría enemistar con el sector financiero.
Menem ofrecía capitalizar deuda –es decir, pagar el principal– y buscaba el Plan Brady. De la Rúa quería un poco de aire. ¿Y Néstor Kirchner? A diferencia de los anteriores, llegará el miércoles a Washington habiendo roto con las relaciones carnales y las relaciones intensas con los Estados Unidos. La Argentina abandonó ese modelo cuando criticó a la Casa Blanca por la invasión de Irak. Kirchner tampoco exhibirá una posición militarista sobre Colombia, como Menem cuando envió aviones livianos para combatir el narcotráfico. Esa es la gran distinción entre Kirchner, por un lado, y Menem y De la Rúa por otro. Pero la negociación permanente por la deuda externa continúa. Esa es la relativa familiaridad de la agenda común.
El problema es comprender el matiz exacto de la postura presidencial ante la deuda.
Kirchner representa a un país que ya entró en default, y lo hizo sin orden ni negociación. Volver atrás es, además de inútil, imposible. El Gobierno parece estar disconforme con las tasas altas y la falta de crédito internacional, pero no luce seguro de que con un acuerdo externo que suba el nivel actual de pagos por la deuda, las condiciones generales de la economía mejoren. Ahora es, en cierto modo, “vivir con lo nuestro”. Con un acuerdo malo habría auxilio para la economía pero el costo de ese auxilio sería, a la larga, peor que la enfermedad. Ni garantizaría el crecimiento ni la justicia social.
Por eso Bush suena más apurado que Kirchner. Por eso, también, cuando el Gobierno pide un acuerdo digno no está haciendo propaganda sino marcando un objetivo concreto de negociación. Siempre la alternativa aceptable fue un acuerdo mediocre, nunca el no acuerdo. Esta vez, en cambio, la variante sería seguir sin acuerdo. Y la novedad es que se trata de una opción que no espanta a Kirchner.