Lunes, 11 de noviembre de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Como Cristina Fernández es la única figura que marca la agenda política de los argentinos, todos se mantienen pendientes de su reaparición pública.
Esa probanza puede tener varias interpretaciones. Para mal, que el dictado colectivo está en manos prioritarias de una sola persona con, encima, dificultades de salud. Para bien, que el país cuenta con un liderazgo casi seguramente prolongable –a fin de defender, reactivar o asentar el modelo vigente, desde una franja muy significativa de la sociedad– más de allá de que esa conductora no pueda presentar candidatura ejecutiva. Para un término medio entre una cosa y la otra, cabría preguntarse qué será cuando Cristina no esté al mando nominal y directo de la Presidencia. Pero, sea lo que fuere, rige una certeza. Si todos están tan ensimismados a la espera de cómo retornará Cristina, se complica hallar alguna razón que no sea la desesperanza en torno de las figuritas circulantes. Ese diagnóstico alcanza a los eventuales herederos kirchneristas, si es por grados de confiabilidad. La diferencia es que quienes son de ese palo están en condiciones de mostrar un referente; mientras que el costado opositor, por no decir burdel, es un cabaret.
En estos días hubo al respecto ciertas demostraciones que conviene repasar. Una de ellas fue la comedia mediática que se montó alrededor de presuntos dichos del titular de la Corte. La secuencia de enredos, e intento de operaciones de prensa baratas, quedó a una altura que vuelve a desafiar el genio de la revista Barcelona. Según lo transcripto, Ricardo Lorenzetti había afirmado que tuvo encuentros con la Presidenta, y con su secretario legal y técnico, acerca de la ley de medios. En el paso siguiente, los principales órganos opositores titularon, a secas, que Lorenzetti había “admitido” reuniones con Cristina, como si el presidente de la Corte no pudiera reunirse con la presidenta de la Nación (pero bueno: es esa República Disney inventada por los catones morales, casi todos ellos amanuenses de la dictadura, que vienen a salvarnos del precipicio institucional). Después de eso y estrictamente basada en las supuestas declaraciones periodísticas, Elisa Carrió redobló su arremetida contra Lorenzetti y pidió que se lo citara al Congreso por violación de sus deberes y de dos acordadas específicas. El conjunto de opositores “restantes”, a todo esto, asistía impávido al espectáculo. Consultados por su opinión concreta sobre el fallo supremo, unos siguieron por la ruta de la semillita que debe sembrarse; otros balbucearon que lo importante es el republicanismo y todos, acción u omisión mediante, concluyeron por admitir que ni habían leído el fallo ni tenían mayor idea sobre la ley de medios, por fuera de conocer que el Gobierno y Clarín están enfrentados. Finalmente, el editorial del medio que publicó la entrevista debió aclarar que el presidente de la Corte jamás dijo lo que dijeron que dijo. Que en el pasaje de la entrevista en que Lorenzetti se refiere a una cuestión importante charlada con la jefa de Estado... la cuestión era el narcotráfico y no la ley de medios. Y que todo se debió al mal uso de un paréntesis (???). Llovido sobre diluviado, unos diputados del PRO se permitieron dejar correr el agua: insistieron en que la Corte debía fallar contra sí misma, al solicitarle la suspensión de su dictamen hasta que estén dadas unas garantías constitucionales que se les ocurrió inventar como violadas. Fue el análogo perfecto con la presentación ante la OEA de un grupo de periodistas argentinos, atemorizados por las amenazas a la libertad de expresión. Requerido específicamente para aporte de pruebas, la voz cantante de esos colegas contestó que pueden escribir lo que se les antoja. Pero que se sienten incómodos. No debiera hacer falta la aclaración de que estos asuntos desopilantes tendrían que considerarse anécdotas. Sin embargo, ¿cuánto de anecdóticos son, al tratarse de aquello por lo que sobresalen quienes aspiran a dirigir el país y quienes ejercen su dirección periodística?
Después de que esa sentencia por la ley de medios liquidara en un santiamén las ínfulas electorales de la oposición, lo único que más o menos se destacó –visto como choque entre candidatos expectables– fue la contienda entre Tigre y la gobernación bonaerense. Es por un revalúo inmobiliario, pero el tema tiene tres aristas. Por un lado, Sergio Massa presentó recurso judicial porque se opone a que las propiedades de (sus) barrios cerrados “sufran” un incremento de ese impuesto. En segundo término, el hecho se engloba políticamente en otro que, desde lo técnico, no se relaciona: la “contribución especial” de 18 por ciento, también en el inmobiliario, propuesta por Daniel Scioli para fortalecer la “seguridad”. Y por último, obviamente hay de por medio el tironeo entre Massa y Scioli por el posicionamiento hacia 2015. Pero lo que de ninguna manera está en debate es de qué se habla cuando se lo hace sobre impuesto inmobiliario. Esto es: al margen del destino que se les da a esos fondos y de la lid bonaerense en particular, cuánta mano se echa a la capacidad contributiva de los sectores de mayores ingresos. Hace unas semanas (martes 22 de octubre, en Página/12), se publicó un artículo revelador, o confirmatorio, con la firma de tres investigadores-docentes de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Lo detallado es cómo el impuesto inmobiliario, a pesar de su potencial redistributivo, no aporta lo suficiente ni favorece que la carga impositiva recaiga proporcionalmente sobre los que más tienen. Pero de eso no se habla.
Las provincias, que tanto se quejan por la injusta distribución de los impuestos coparticipables, hacen más nada que poco para gravar la riqueza. Los autores, entre varios y jugosos datos irrefutables a estar por la falta de desmentida, explican que, en la actualidad, más del 90 por ciento de los impuestos con sentido progresivo es recaudado por la Nación. Los estados provinciales disponen de amplia facultad para cargar impositivamente a las formas más obvias de riqueza, como los autos y los inmuebles. Pero, según se aprecia, no mueven un dedo en esa dirección. El impuesto inmobiliario argentino está muy por debajo de lo que pagan por ese concepto colombianos, chilenos, brasileños e incluso panameños (que tienen muy baja presión fiscal, global). Otro número impactante, anotado por Alejandro López Accotto, Carlos Martínez y Martín Mangas, refiere a la propiedad rural. No es precisamente un dato menor, al recordarse que los propietarios agroganaderos se sitúan a la cabeza de los quejosos por la presión impositiva. Entre 2001 y 2011, el valor de los inmuebles rurales creció cinco veces y media más que la recaudación del tributo que grava la propiedad. Para sellarlo: el “campo” pagó cinco veces y medio menos de impuestos que lo que aumentó el precio de sus extensiones de tierra. Y en el ámbito urbano, el valor de sus propiedades es dos veces y medio más que la recaudación impositiva por el tributo. Uno de los datos que más ¿llama la atención? es el de Córdoba, que encabeza igualmente los quejidos provinciales. El campo cordobés es el más valorizado de la Argentina, con un crecimiento de casi el 2400 por ciento en el mismo período. Sin embargo, en relación proporcional inversa, el impuesto inmobiliario rural es el que menos creció en todo el país: sólo un 65 por ciento. ¿Esto será el “cordobesismo” que pregonan De la Sota & Cía.? Y una última cifra para redondear concepto. A nivel nacional, según el dato corroborado de hace dos años, se recaudaron unos 6100 millones de pesos. Si se hubieran actualizado los valores fiscales de las propiedades en línea con los de mercado, podrían haberse recaudado unos 18 mil millones. Tal como dicen los autores, “hay una renuncia impositiva, por parte de las provincias, que determina que los estratos de mayores ingresos aportan (muchísimo) menos de lo que deberían pagar en materia de gravámenes patrimoniales. Intentar modificarlo es principalmente una responsabilidad de las provincias y, sin dudas, contribuiría a un país más justo y más integrado socialmente”. Flor de cuestión, en el país donde los recitados sobre el federalismo se llevan por delante las tropelías de los gobiernos provinciales. Pero de esas cosas mejor no hablar.
Son las cosas que llegan al extremo de haber podido leerse, en la cabecera de playa opositora, una columna editorializada y sostenida, exclusivamente, en aquello que “suena”, que “se dice”. Por supuesto, todo lo que suena y se dice es contrario al Gobierno, desde algunas fuentes que no se identifican jamás; desde algún “independentismo” periodístico-corporativo que se pretende neutral. Sería absolutamente legítimo si no los administrara esa pretensión de neutralidad. Las noticias son que el país está con la soga al cuello, y no que el riesgo-país sigue cayendo y que la Bolsa argentina está de fiesta. Que estamos aislados del mundo y no que se firmó un acuerdo con Suiza contra la evasión; ni que los fondos buitre vienen al pie a través de “gestos” como la compra del paquete accionario de Telecom, al margen de las dudas que pueda haber sobre la compatibilidad de esa operación con la ley de medios. Ni, para retomar aquello de los impuestos, que los feudos provinciales siguen más concentrados en la suciedad de la Nación que en la mugre de sus vidrios.
Los grandes medios o los medios grandes, y la oposición agrandada hasta hace unos días y groggy menos de dos días después, lo “resolverían” relativamente fácil si corrieran al kirchnerismo por izquierda. Pero el problema es que son de derecha.
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