Martes, 10 de diciembre de 2013 | Hoy
EL PAíS › CóMO FUE Y QUé PASó AQUEL 10 DE DICIEMBRE DE 1983
La manifestación popular en Plaza de Mayo, multipartidaria y festiva. La asunción de Raúl Alfonsín, su paseo en un Cadillac descapotable y su primer discurso como presidente. El lugar de Arturo Frondizi y María Estela Martínez de Perón. La repercusión mundial.
Por Sergio Wischñevsky
Una jornada brillante de sol la de aquel 10 de diciembre de 1983, en la que muchos escucharon, por primera vez en sus vidas, que era el Día Internacional de los Derechos Humanos. Incluso a pesar de que la Declaración Universal, que esa fecha conmemora, estaba cumpliendo 35 años.
Desde muy temprano, la Plaza de Mayo y los alrededores del Congreso empezaron a llenarse de gente. Las transmisiones televisivas de los pocos canales que existían se dedicaron de lleno a reflejar lo que ocurría y a recoger testimonios. Gente suelta, en familia, con su sindicato o con sus organizaciones acudieron en masa con la ilusión de no perderse un acontecimiento histórico, pero sobre todo con la emoción de una esperanza a la que se entregaban sin pudor. En ese clima, la primera explosión de júbilo ocurrió a las 7.57 de la mañana cuando el presidente electo, Raúl Alfonsín, arribó al Congreso para jurar ante la Asamblea Legislativa. A continuación, y en medio de ovaciones para él y su vicepresidente, Víctor Martínez, comenzó a leer el mensaje de asunción ante toda la Nación y 93 delegaciones extranjeras. En un sitial preferencial se encontraban los ex presidentes Arturo Frondizi y María Estela Martínez de Perón, quien se llevó gran parte de la atención de la jornada. Aplaudida por unanimidad, todo el bloque justicialista, uno por uno, se abalanzó a saludarla. Los cronistas aventuraron, con gran pifia, que sería la jefa de la oposición. En todo caso cotizaba muy alto sacarse una foto con ella.
En su primer discurso presidencial, Alfonsín sólo leyó 17 carillas de un total que tenía 72. El texto completo fue entregado para que quede en el diario de sesiones. La TV mostró claramente el momento en el que, al disponerse a leer, comentó: “Che, acá tampoco sirven agua”, disgustado por que siempre le daban soda. El mensaje hizo eje en un llamamiento al protagonismo popular como única forma de superar los momentos difíciles. A la necesidad de apegarse al estado de derecho. Y quiso ser concreto y claro al mencionar la deuda externa y la inflación. Un generalizado tarifazo fue el último regalito que dejó la dictadura.
La multitud bancó una larga espera que matizó con alegría, bailes y cánticos; como los que les dedicaron a los militares que pasaban: “Olelé, olalá, milicos y la cana tendrán que laburar”. La delegación chilena también fue blanco de críticas al dictador Pinochet, así como la británica y la estadounidense, con la guerra de Malvinas a flor de piel.
El momento de mayor fervor se vivió cuando, desde un Cadillac descapotable, el novel presidente recorrió el trayecto entre el Congreso y la Plaza de Mayo. Banderas argentinas que flameaban, boinas blancas a granel, bombos radicales y también peronistas que no se privaron de tocar la Marcha. Alfonsín avanzaba a paso de hombre (hombre lento) y repartía sonrisas y su saludo característico, con los brazos cruzados.
En la Casa Rosada recibió los atributos de mando de manos del dictador saliente, Reynaldo Bignone, y luego les tomó juramento a sus ministros y secretarios de Estado. Entre ellos, el ministro del Interior, Antonio Tróccoli; Educación, Carlos Alconada Aramburu; Relaciones Exteriores, Dante Caputo; Economía, Bernardo Grinspun; y Defensa, Raúl Borrás, entre otros de un total de ocho ministerios y treinta secretarías de Estado.
En la Plaza, todo el mundo se puso a saltar: no había más remedio, pues se entonó: “El que no salta es un militar”. Se armó una gran batucada multipartidaria. Banderas rojas y blancas, junto a las del PJ, el Partido Intransigente y el Socialismo Popular. Rememorando aquello, ¿cómo no pensar en qué debería ocurrir hoy para conjugar semejante consenso? Se vieron estandartes de paraguayos en el exilio “30 años de dictadura”, banderas chilenas y madres de desaparecidos uruguayos. Los jóvenes armaron guitarreadas y, como en una compulsa dionisíaca, canciones rockeras y folklóricas se daban paso mutuamente.
Un momento de la transmisión televisiva registró la llegada de una delegación con un cartel con la leyenda “Nación Kolla”, integrada también por grupos provenientes del Chaco y de Neuquén, pero sobre todo de Tilcara, Jujuy. Entrevistados por un movilero, dijeron que era la primera vez que venían a Buenos Aires y la primera vez que veían a un presidente: “Queremos una radio de onda corta en cada valle para comunicarnos con una radio central, porque cuando ocurre cualquier eventualidad estamos aislados”.
Desde el balcón del Cabildo, Alfonsín se dirigió a la multitud; pudo hacerlo desde el balcón de la Casa Rosada, pero el día estaba lleno de gestos, mensajes políticos. Y allí terminó recitando el preámbulo de la Constitución a coro con los presentes, como si fuera un concierto.
Por la tarde, el presidente recibió a las delegaciones extranjeras y conversó con el entonces vicepresidente de EE.UU., George Bush, y los primeros ministros Bettino Craxi, de Italia, y Felipe González, de España, quien se convirtió en una de las estrellas más buscadas junto a Daniel Ortega, que aportaba la mística de la revolución sandinista de Nicaragua.
Fue muy amplia la repercusión mundial del regreso a la democracia en la Argentina. Los diarios londinenses pidieron en sus editoriales un acercamiento con la Argentina. Margaret Thatcher envió un mensaje, festejando el acontecimiento “más allá de nuestras diferencias”, a lo que el gobierno argentino contestó con un proverbio inglés: “Cuando hay voluntad, hay solución”. O el proverbio es falso o no hubo voluntad.
Por la noche se organizó una función de gala en el Teatro Colón, un ecléctico programa que incluyó obras de Ginastera, un concierto de Piazzolla y el “Himno a la Alegría” tocado por la Orquesta Sinfónica de Buenos Aires.
La noche también cobijó los festejos populares a lo largo de todo el país. Recitales y bailes en plazas públicas y clubes barriales. Por algunos pasó a saludar el presidente. A otros acudieron los gobernadores, que asumieron sus cargos en los días sucesivos.
La unanimidad casi total, ese instante de ilusión ilimitada en el futuro, se empieza a poner a prueba en el momento en que la democracia pasa de potencia a realidad. Sólo cinco días después de asumir, Alfonsín da un paso trascendental. Les quita a los militares la posibilidad de juzgarse a sí mismos y crea la Conadep. Abre las puertas en la Justicia civil para que por primera vez en la historia los golpistas sean enjuiciados. Envía al Congreso un proyecto de ley para reformar el funcionamiento de los sindicatos. Su ministro de Economía, Grinspun, intentará renegociar la deuda externa, declara que la inflación es un problema prioritario a resolver y que el gobierno revitalizará los salarios para fortalecer el mercado interno. Alfonsín había dicho en el Congreso que se iban a levantar las cortinas de las fábricas cerradas.
Tanta alegría, tantas promesas, tanta ilusión parecen, a la vista de los hechos, de una inocencia insuperable.
Pero, treinta años después, la democracia sigue dando muchas de esas batallas. Sin la ilusión de esas promesas sería imposible pelearlas.
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