Domingo, 2 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › NECESIDAD, POSIBILIDAD Y REQUISITOS DE LA REFORMA JUDICIAL
En el cierre del Congreso Federal de Reformas Legislativas, convocado en Mar del Plata por el Consejo Federal de Justicia, el presidente del CELS reflexionó sobre la necesidad, posibilidad y requisitos de esa reforma, a la luz de la experiencia previa con las leyes de democratización judicial, los procesos por crímenes de lesa humanidad y la ley audiovisual.
Por Horacio Verbitsky
A diferencia de lo sucedido el año pasado, esta segunda ronda sobre la reforma judicial permitirá opinar y debatir sobre los textos que recién después se enviarán al Congreso. En aquel momento objetamos el procedimiento seguido porque cuando no se construye la base social para la reforma ni se articulan las experiencias y conocimientos de quienes serán sus beneficiarios, la coalición de los poderosos intereses creados puede desbaratar el intento y mantener el statu quo. Bienvenido sea este nuevo clima, en lugar del verticalismo que cae a plomo y toca fondo sin modificar la situación previa. Si además de la legalidad se asegura la legitimidad, que sólo proviene de la participación, no se podrán desechar más leyes del Congreso sin siquiera un caso contencioso, por mera orden administrativa. Los mejores ejemplos pueden encontrarse en la propia práctica de los últimos años. Los sobrevivientes de la dictadura y los organismos defensores de los derechos humanos frustraron todos los intentos de asegurar la impunidad para los autores de los peores crímenes de la historia argentina, obtuvieron que la Justicia declarara nulas las leyes que la consagraban y la reapertura de los juicios. Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia en 2003 ya había casi un centenar de altos mandos militares y policiales detenidos y bajo proceso. Esta fue la sólida base sobre la que pudo asentar su política de Memoria, Verdad y Justicia. Del mismo modo, varios centenares de organizaciones coaligadas por una radiodifusión democrática generaron la conciencia, los lineamientos conceptuales y la movilización social en los que la presidente CFK se respaldó para impulsar la ley audiovisual, de modo que los intereses afectados no pudieran desvirtuarla o impedirla, como ya habían hecho durante gobiernos anteriores.
Leopoldo Schiffrin, camarista federal de La Plata y ex secretario de la Corte Suprema de Justicia, escribió que la Judicatura integra el sistema de dominación real prevaleciente en la sociedad argentina que, desde la caída de Perón en 1955, tomó la forma de una laxa alianza entre las distintas facciones del capitalismo, casi todo él prebendario, la jerarquía de la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas y de Seguridad. Agregó que cambiando Iglesia Católica por Iglesia Evangélica esos mismos eran los factores reales de poder en Prusia, que Lasalle enumeró en su folleto “¿Qué es la Constitución?”, sobre el poder formal basado en la Constitución. Hoy y aquí habría que añadir el aparato cultural; grandes diarios, radios y TV, academias, institutos, fundaciones y universidades privadas. Esto se tradujo en un Poder Judicial alejado de las demandas sociales, burocrático, inercial y sumiso en los intercambios con el poder político y económico, salvo que ambos entren en conflicto, en cuyo caso su opción no será dudosa. La recuperación del rol del Estado afirmada en los últimos años en la defensa de los intereses sociales y la búsqueda de autonomía frente a los poderes fácticos lleva a la búsqueda de nuevos paradigmas también para la relación de la justicia con esos poderes y con los sectores sociales que requieren protección para hacer valer sus derechos. Este cambio de contexto para la cuestión judicial plantea un escenario muy interesante para avanzar en reformas estructurales como las que se plantean. Aunque sus resultados hasta ahora hayan sido pobres, el debate sobre la justicia dejó instalada una idea muy diversa de independencia y autonomía de la función judicial y fortaleció a referentes judiciales que promueven otro vínculo con la sociedad y con la política, como los representados en la asociación civil Justicia Legítima. A eso se refirió en un reportaje el secretario de Justicia Julián Alvarez, cuyos dichos fueron tergiversados por el hijo de un gran historiador argentino como si fuera una propuesta de politización de la Justicia. En ese sentido, quiero destacar las palabras del nuevo presidente del Consejo de la Magistratura, Alejandro Sánchez Freytes, quien rechazó esa interpretación maliciosa y dijo que los jueces no debían ser militantes de un partido político pero sí dar solución a los problemas de la pobreza, atender el caso de un hombre que roba para subsistir porque está en condición de vulnerabilidad social y diferenciar su caso del de un poderoso que estafa por codicia; fallar a favor de un paciente al que una obra social le niega un tratamiento o a favor de los jubilados que mantienen extensos juicios. Las propuestas que se han discutido aquí para reformar el Servicio Penitenciario Federal, sancionar un Código Contencioso Administrativo Federal y un nuevo Código Procesal Penal de la Nación, no agotan esa agenda, pero definen tres núcleos importantes que hacen al acceso a la justicia de esos sectores que según reconoció el juez Sánchez Freytes requieren una protección diferenciada, y, agrego yo, a la defensa de los intereses del Estado frente a los poderes económicos. Hay una agenda globalizada de reforma judicial, que deriva del Consenso de Washington y fue propagada por el Banco Mundial, con el propósito de garantizar reglas de juego convenientes para los mercados, a las que se denominó “seguridad jurídica”. Esta expresión no tiene equivalente en inglés, porque forma parte del programa del neoliberalismo para nuestros países. Al mismo tiempo que se llama independencia judicial a la mera neutralidad estatal, para que el mercado dirima los conflictos, se impuso una orientación meramente tecnocrática sobre los procesos penales, para aumentar la efectividad del poder punitivo, concebida como mayor dureza. Es preciso desarmar estas ideas y definir una agenda propia, de acuerdo con las necesidades de nuestra sociedad, de autonomía frente a los poderes políticos pero también económicos, y de construcción de legitimidad. Autonomía para la defensa de los intereses sociales y la protección de los derechos humanos y medidas procesales que amplíen el acceso a la justicia. Ya no alcanza con las políticas que proveen asistencia jurídica. Hay que repensar la configuración de los procedimientos tradicionales, concebidos para cristalizar las asimetrías de la estructura social.
El año pasado cuestionamos ante el Senado de la Nación el proyecto de ley sobre medidas cautelares. Una visión superficial difundió lo sucedido como una pelea con el Secretario de Justicia Julián Alvarez, lo cual no era cierto. Aquí estamos sentados a la misma mesa con el propósito, igual que entonces, de sumar aportes hacia una ley mejor. Los cambios introducidos en aquel proyecto le dieron mayor legitimidad y lo blindaron contra la guadaña inconstitucionalizadora. En esa audiencia afirmamos nuestro acuerdo con la intención de proteger al Estado frente a los reclamos patrimoniales o a las obstrucciones a sus actos por parte de los grandes intereses económicos. Pero señalamos que la protección de ciertos derechos (a una vida digna o a la salud) o de ciertos sujetos (como trabajadores o usuarios) o personas y colectivos en situaciones de vulnerabilidad social (indígenas, migrantes, por ejemplo) debería exceptuarse de esos requisitos para el dictado de medidas cautelares. La misma protección preferencial debería incluir el proyecto de regulación del régimen contencioso administrativo federal, cuya competencia se refiere a la relación del Estado Nacional con las personas en cuanto al ejercicio de derechos fundamentales básicos como la salud, la vivienda, el acceso a la tierra, las políticas sociales, las reducciones salariales por decreto. Estas no son situaciones teóricas, porque ya ocurrieron y fueron enfrentadas por organizaciones de derechos humanos mediante acciones judiciales. Se debe intervenir con actos, herramientas y políticas que fortalezcan al Estado frente a los poderes fácticos, de modo que la justicia no pueda usarse en detrimento de políticas distributivas, pero al mismo tiempo garantizar canales de acceso y tutela judicial efectiva, cuando se trata de pararse frente al Estado en defensa de los derechos humanos. Ya en 1985 la Corte Interamericana de Derechos Humanos sostuvo en “Velásquez Rodríguez” que el Estado debe “asegurar las garantías de debido proceso y el acceso a un recurso judicial efectivo”. En 1999 amplió esta mirada estructural y en la Opinión Consultiva 16 exigió respuestas más precisas para que “el proceso reconozca y resuelva factores de desigualdad real” porque de otro modo “difícilmente se podría decir que quienes se encuentran en condiciones de desventaja disfrutan de un verdadero acceso a la justicia y se benefician de un debido proceso legal en condiciones de igualdad con quienes no afrontan esas desventajas”. Diez años después, la Corte Suprema argentina estableció en “Halabi” la existencia de un fuerte interés estatal en la protección de ciertos derechos individuales, ya sea “por la trascendencia social o en virtud de las particulares características de los sectores afectados”. Del mismo modo, la Ley de Migraciones creó un proceso judicial específico, preferente, para superar la discriminación histórica contra los derechos de los migrantes, en línea con la Opinión Consultiva 18/2003 de la Corte Interamericana, en un caso de México. Junto con la sanción del nuevo Código Contencioso Administrativo, el Senado debería modificar la ley de responsabilidad del Estado, que tiene media sanción de la cámara baja, para crear un canal de reparación específico ante violaciones a los derechos humanos de sectores postergados de la sociedad. Es decir, un mecanismo que restituya a las circunstancias anteriores a la violación y obligue a tomar medidas para que no se repita en otros casos futuros. Esto es preciso porque las acciones por daños y perjuicios no han sido eficaces para que el Estado responda por violaciones de derechos humanos, como la brutalidad policial, el control de las internaciones psiquiátricas, o el abuso de la prisión preventiva. El nuevo código también debería incluir diversos institutos del proceso contencioso administrativo para la protección preferente de grupos desaventajados, como la legitimación colectiva (a la que el Estado se ha resistido), la inversión de la carga de la prueba, o procesos de ejecución de sentencia que no buscan el pago de dinero, sino la modificación de ciertas prácticas institucionales, decretos o leyes. En la realización de esta agenda se probará la coherencia entre los dichos y la práctica del nuevo presidente del Consejo de la Magistratura.
Las reformas propuestas al Código Penal y al Código Procesal Penal reclaman un distanciamiento explícito de la demagogia punitiva, que traduce la impotencia política por hacerse cargo del problema del delito y la violencia, la delegación en la policía de la regulación del delito y el contacto con grandes masas de población y la centralidad del encarcelamiento, que la justicia es exhortada a prodigar en forma selectiva pero abundante. Bienvenido sea el proyecto de Código Penal preparado por la comisión que presidió Raúl Zaffaroni, sobre todo por su contradicción con el discurso político y mediático prevaleciente en los últimos años, tanto en el oficialismo como en la oposición. Habría que prestar la mayor atención al modo en que se procese esa divergencia, de modo que los avances propuestos no terminen arrinconados por una fuerza mayor que, envuelta en el estrépito mediático, imponga un retroceso. Es una de esas cosas que conviene pensar bien antes. La tan demorada adopción de un nuevo procedimiento penal federal no presenta grandes dificultades teóricas, ya que el acuerdo a favor del sistema acusatorio es unánime, pero hay que advertir contra el riesgo de enamorarse de las formas con despreocupación por el fondo, es decir los efectos sociales de su funcionamiento. Con las mejores intenciones podría remozarse la máquina de reproducción de desigualdades, como ya ha ocurrido dentro y fuera de nuestro país con reformas que han profundizado o consolidado la lógica penal más dura sin modificar el modo en que recae sobre los sectores excluidos. Pensemos en la provincia de Buenos Aires y su reforma a mitad de camino. Hoy estamos peleando otra vez contra un fuerte incremento en la cantidad de detenidos, que ha vuelto a superar los 30.000, y de nuevo con más de 1.500 en comisarías. Como es obvio, en esto tiene un rol central el Ministerio Público, Fiscal y de la Defensa. El fortalecimiento de la defensa pública es estratégico en el nuevo esquema que se requiere, para no repetir viejos errores. La oralidad y la celeridad imponen garantizar una respuesta adecuada de los defensores, para que no ocurra como en la provincia de Buenos Aires, cuyo sistema de flagrancia dotó con nuevas tecnologías a las viejas prácticas punitivas que recaen siempre sobre el mismo sector. ¿Qué igualdad de armas puede haber en un sistema en que los defensores dependen del Ministerio Público Fiscal, cosa que no ocurre en ningún otro lugar del mundo? Es asombroso que hasta ahora nadie haya intentado llegar hasta la Corte Suprema Federal para impugnar la cláusula de la Constitución provincial que permite esa anomalía. La Procuración General de la Nación está avanzando en orientar su trabajo a la criminalidad económica, el narcotráfico y las redes, a la violencia institucional, la trata de personas. Esos primeros pasos ya han provocado una virulenta reacción en contra. En cambio, los ministerios públicos de las dos Buenos Aires apuestan a objetivos contrarios. Una reforma que provea oralidad, rapidez y transparencia a los procesos penales es indispensable. Pero lo fundamental es que además proponga transformar las lógicas judiciales y archivar el discurso efectista de la puerta giratoria. Es curiosa la historia de esa expresión: acuñada a mediados del siglo pasado para describir la porosidad del Estado a los intereses empresariales, con el intercambio de ejecutivos que pasan al otro lado del mostrador, se ha resignificado en nuestro país como sinónimo de la más tosca expresión “entran por una puerta y salen por la otra” que, ante todo, es falsa. El grueso de los desarrapados entran por una puerta y se quedan durante años, sin juicio ni condena. Alejandro Slokar nos ha dicho aquí que siete de cada diez detenidos en la provincia de Buenos Aires no tienen condena, y durante las audiencias ante la Corte Suprema federal de 2005 el entonces ministro Eduardo Di Rocco tuvo la elegancia de reconocer que al cabo de los interminables procesos, un tercio de ellos resultan absueltos. Mientras digo esto veo sentada en la primera fila a la Procuradora General Bonaerense, María Falbo. Estaba molesta por mi presencia en el cierre de este Congreso, conocía mi posición crítica y sin embargo asistió a esta mesa de clausura, cosa que le agradezco de todo corazón, porque en esta crítica no hay nada personal, sólo divergencias profundas que merecen discutirse con la máxima claridad.
Otra asignatura pendiente desde hace demasiados años es la reforma de la ley orgánica del Servicio Penitenciario Federal (y de sus pares provinciales, claro). Hace dos años, durante una visita esclarecedora a una unidad penitenciaria bonaerense y a una villa vecina, un ex recluso que estudió sociología en el Centro Universitario de la prisión, explicó que “la cárcel es como la villa con muros, la gente es la misma, las relaciones se parecen”. Uno de los colaboradores del Centro Universitario, quien se presentó como tercera generación de cartoneros, dijo que la situación no era muy diferente entre la cárcel y las villas, porque en ambas se manifiesta el abismo social y la desintegración causados por las políticas neoliberales. La lógica violenta y corrupta de la policía en la villa y de los servicios penitenciarios en la cárcel reproducen y amplifican la violencia y la exclusión. Que el ejemplo sea bonaerense no quiere decir que el Servicio Penitenciario Federal esté a salvo de esa descripción. La necesidad de reducir la violencia en las cárceles, la tortura, el hacinamiento, la relación extorsiva con los detenidos, las muertes, es nacional y absoluta. Lo mismo vale para los hostigamientos policiales, los allanamientos violentos, las detenciones arbitrarias, las situaciones extremas como la desaparición forzada. Abandonar esta inercia siniestra implica enfrentar la vieja estructura, desmilitarizar el SPF pero también abrir la cárcel, hacer ingresar al Estado y a la comunidad, con todas sus expresiones sociales. La reforma de la ley orgánica es un punto central para entablar otra relación con el detenido. Los regímenes de la más extrema dureza se escudan en la necesaria seguridad. Es obvio que no debe permitirse que las bandas dominen las cárceles, como parece mostrar la experiencia de Brasil, y algunos incipientes casos argentinos en los que se constató la complicidad penitenciaria. Pero esto no puede admitirse como excusa para descartar un esquema de convivencia y trato donde la clave sea el respeto y el resguardo. Demasiadas muertes y sufrimiento han provocado las omisiones de cuidado, como clave de la gobernabilidad penitenciaria. Hasta ahora la reforma se enfocó sobre cuestiones institucionales que hacen a la conformación del Poder Judicial y su relación con el poder político, y buscó poner en crisis la alianza entre los sectores más conservadores de la sociedad, los poderes fácticos y el establishment judicial. Esto era imprescindible, como se aprecia en las duras reacciones que ha provocado. En esta nueva etapa vemos una búsqueda más flexible e inteligente de vías que permitan sortear esas reacciones sin que el conjunto del sistema judicial se abroquele detrás de las minorías más reacias al cambio. Además de modificar viejas estructuras y/o de crear nuevos instrumentos procesales, de cambiar la relación de los fiscales con la policía y con las víctimas, es preciso reconfigurar el poder en el fuero federal. Una nueva ley de organización de la justicia también será central para modificar la configuración actual, donde acumulan poder jueces sospechados, fiscales que pactan con ellos y grandes estudios de abogados que medran con esas reglas del juego. Por último, el principio: los cambios sólo serán viables si los empuja y sostiene una alianza social, por fuera de los tribunales; si queda claro que la justicia no es la ocupación y el patrimonio de los operadores judiciales sino una necesidad de los sectores desaventajados, a los que es preciso dar la palabra, y si hay conciencia de que estas transformaciones requieren una sustancial inversión de recursos, que es donde en definitiva se verá la seriedad del compromiso y de las prioridades. Leyes y discursos, cualquiera los escribe. Cambiar prácticas y estructuras es la cuestión.
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