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Picardía
Por Susana Viau
En la madrugada del 1º de octubre de 1813, las tropas del Ejército del Norte, al mando del general Manuel Belgrano, dormían a pata suelta en la llanura de Vilcapugio, al nordeste de Potosí. Descansaban exhaustos y aliviados porque los vencidos en Salta, al entregar las armas, habían prometido no volverlas a empuñar. Pero, con un poco de imaginación, las promesas y los juramentos siempre encuentran el modo de desvanecerse en el aire. Las tropas realistas del general artillero Joaquín de la Pezuela lo hallaron. Cierto es que con la inestimable ayuda del arzobispo de Charcas, que los relevó del compromiso asumido ante Dios. Cuando los puestos de guardia dieron la señal de alerta, los hombres de Pezuela ya estaban encima del campamento. Los dos ejércitos combatieron como leones. La superioridad de los españoles (4000 frente a 3500 criollos) no se advertía casi sobre el campo de batalla. A tal punto que Pezuela se creyó derrotado. Cuentan que por error, o tal vez por la confusión de la escena, lo mismo creyó Belgrano que dio orden de detener las acciones y replegarse. Pezuela debe haberse restregado los ojos para saber que no era una alucinación el espectáculo inesperado del enemigo retrocediendo. Y, claro, contraatacó. Cuando asomaron las primeras luces, Belgrano y las banderas habían logrado escapar, pero la pampa de Vilcapugio quedaba sembrada de cadáveres (300 sólo de ese bando) y piezas de artillería.
Lo que ocurrió cuarenta y cuatro días después, el 14 de noviembre, fue diferente. Belgrano supo a tiempo que Pezuela venía descolgándose por los cerros de Ayohúma. El general escuchó la opinión de sus oficiales que aconsejaban seguir reculando hasta Potosí, reorganizarse y sumar refuerzos a las escasas y noqueadas 1500 almas que comandaban después del desastre de Vilcapugio. Belgrano escuchó, sí, pero impuso su criterio de mantener la posición y aguardar allí a los realistas. Eso se hizo. Cuando vieron asomar los uniformes españoles por las laderas, Gregorio de Lamadrid, preocupado, le transmitió su idea de que atacarlos en el descenso podría equilibrar en parte la inferioridad numérica. El general, cuenta Jorge Perrone en su Diario de la Historia Argentina, no se movió un pelo de la táctica que había diseñado y comunicó su decisión de esperar a que terminaran de bajar y embolsarlos al pie de los cerros: “Que no escape ninguno”, fue su conclusión. Pezuela, en el llano, aprovechó las ventajas, le dio para tener y para guardar. El balance belgraniano fue de 600 prisioneros, 300 muertos, 200 heridos, 1000 fusiles perdidos. Pezuela, noblesse oblige, le contaría al virrey Abascal del coraje criollo a su modo, un modo eurocéntrico: “Pelearon como franceses”. Lo cierto es que las dos escabechinas precipitaron la caída del segundo Triunvirato. Ahí quedó todo, porque en aquellas épocas no había nacido aún Claudio Bonadío. ¿Qué diría el juez federal de esos tres disparates militares que, al hilo, dejaron más de seiscientos muertos y un ejército derrengado? ¿Que Belgrano colaboraba con el enemigo? ¿Que le era funcional? ¿Que fue corresponsable de aquellas mil bajas? Es verdad que ni Firmenich, ni Vaca Narvaja, ni Perdía son Belgrano. Tampoco formaban parte de un ejército regular, estructuras que raramente piden cuentas a los mandos por el resultado de las operaciones militares. Pero, en todo caso, la incapacidad de las jefaturas se castiga relevándolas, excepto que se compruebe la cobardía o la traición. Y si así hubieran sido las cosas en el caso de Firmenich, Perdía y Vaca Narvaja, son sus compañeros vivos o los familiares de sus compañeros muertos los únicos habilitados para pedir rendición de cuentas. Al resto nos queda la valoración política de los hechos y eso no es materia judiciable. Claro que a Claudio Bonadío no hay que explicarle estas cuestiones. De él se podrán objetar muchas cosas, menos su cultura y su inteligencia, de las más brillantes del fuero federal. No, apoyándose en argumentos insidiosos, en interpretaciones policíacas de la historia, el juez se ha metido por la ventana en un tema que no es de su competencia, ha hecho un lío con los trebejos, se ha permitido una picardía.