Martes, 24 de junio de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Sergio Bufano *
El sábado 7 de este mes, Osvaldo Bayer publicó en este diario un artículo sobre Elizabeth Kasemann, una joven alemana que fue secuestrada por la dictadura militar en marzo de 1977 y asesinada dos meses después, junto con otros quince militantes en Monte Grande. El crimen masivo fue presentado como un enfrentamiento con tropas del Ejército.
Bayer describe a Elizabeth como una “estudiante de Sociología que se dedicaba en Buenos Aires a estudiar el caso de nuestras villas miseria y dar ayuda a sus habitantes”. Reproduce, además, las declaraciones del ex ministro Klaus von Dohnanyi, quien afirma que “ella era una pacifista interesada por lo social y no se la podía sospechar de terrorista”.
“Como decimos –insiste–, Elizabeth realizaba trabajo social en las villas miseria de Buenos Aires. Y con la inglesa Diana Austin ayudaba a los perseguidos por la dictadura.”
No me cabe ninguna duda de que Bayer lo hace con las mejores intenciones; conozco, además, la labor que ha realizado para denunciar ese crimen, tanto en Alemania como en la Argentina. Publicó artículos, filmó una película, denunció al gobierno alemán por no haber intervenido para salvar su vida, y a la dictadura argentina por la barbarie cometida.
Sin embargo, quiero salir al paso de esa versión piadosa de una militante que participó activamente en la lucha de los años ’70. No he visto todavía la película que se estrenó en Alemania, que dirigió Eric Friedler y en la que participé activamente como testigo directo. Ignoro, por lo tanto, si el cineasta brinda en el film esa imagen de Elizabeth.
Sí puedo afirmar que la descripción de Bayer y del actual gobierno alemán no se ajusta a la realidad. La conocí en 1976 en una reunión en donde se preparaba una acción armada que iba a provocar, seguramente, una gran conmoción. Fui con ella a reconocer el sitio donde se desarrollaría, le expliqué cuál sería su papel y al cabo de una semana de preparación, viajes en tren, charlas y finalmente cenas, nos gustamos mutuamente. Ella estaba sola, y yo también.
Fue una hermosa relación de la que conservo alguna carta enviada por ella a su padre, en la que describe ese vínculo. Me atrevo, por lo tanto, a disentir con la evocación que la muestra como pacífica estudiante de Sociología. Elizabeth estaba clandestina, había militado en el PRT-ERP y participó en parte del operativo para reingresar a la Argentina, por Foz de Iguazú, a uno de los fugados de la cárcel de Trelew. Con otros compañeros se separó de esa organización por disidencias políticas, pero siguió militando en otro grupo político-militar.
Ella y yo decidimos que la acción en la que estábamos embarcados y que íbamos a protagonizar era inhumana. Que no podíamos hacerla sin violar principios éticos que nos hubieran convertido en personajes que no queríamos ser: parecidos a los militares. Decidimos, entonces, mentir a la dirección nacional y boicoteamos el operativo. Si narro este episodio es para que nos aproximemos a su personalidad y su conducta.
Elizabeth no fue una terrorista, como la describió la dictadura, y me consta que su experiencia en el uso de las armas era muy escasa, casi nula. Pero era miembro de una organización armada, estaba prófuga y dispuesta a usar la violencia, aunque con los límites que impone la conciencia moral.
Durante el Juicio a las Juntas, los testigos se presentaban como miembros de organizaciones de superficie, ajenos a la actividad armada. Era natural ese comportamiento porque el sistema democrático era frágil, los militares conservaban el poder, y todavía costaba imaginar que en los siguientes treinta años perduraría la democracia. Existía temor, desconfianza, recelo.
Sabemos que en el ejercicio de la memoria siempre aparecen las necesidades del presente. En 1985 era legítimo renegar de un pasado revolucionario y “mostrar” apenas una faz de la militancia. Aquel presente lo imponía. Hoy ya no tenemos ese condicionamiento y podemos asumir quiénes fuimos, quiénes fueron.
Al cabo de tres décadas tenemos la obligación de exponer la verdad y hacernos cargo de nuestro pasado. No sólo el pasado de los sobrevivientes sino también el de los muertos. La sociedad ya conoce el papel jugado por los militares de aquel entonces: sus crímenes, sus campos de concentración, sus torturas y desapariciones. No es necesario crear figuras bondadosas para demostrar la perversidad de la dictadura. Es obligación de los sobrevivientes respetar la identidad de las víctimas. Afirmar que Elizabeth era una “pacifista” que ayudaba en los barrios es un error. Porque no lo era. Porque, como toda esa generación, aspiraba a protagonizar una revolución socialista que acabara con la injusticia social. La tendencia a crear mitos que desdibujan la verdadera identidad de los que murieron se repite en la historia universal. Y hay que estar atentos para evitar la épica o la victimización.
Elizabeth no quiso abandonar la lucha. “La clase obrera no se exilia”, me dijo en diciembre de 1976, mientras me entregaba un pasaporte que me permitió partir hacia México. El 8 marzo fue secuestrada.
Inútil fue la denuncia presentada inmediatamente en la Embajada de Alemania en México. Fue como embestir una pared de acero: se lavaron las manos. La abandonaron cuando podrían haberla rescatado con vida. La denuncia contra el gobierno de Helmut Schmidt que formulan Bayer y Friedler es verdadera e ilustrativa. Porque hoy sabemos que la vida de ella fue entregada a cambio de un partido amistoso entre la selección alemana y la argentina. Y por la venta de armas y otros tantos negocios oscuros.
Si existiera un cielo y en él estuviera Elizabeth, puedo imaginarla furiosa con el gobierno alemán que permitió su asesinato. Y contrariada con quienes, aun con la mejor voluntad, convierten a la revolucionaria que fue en una estudiante solidaria que visitaba barrios pobres.
* Periodista y escritor. Director de la revista Lucha Armada.
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