Lunes, 29 de septiembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › UN INFORME QUE ANALIZA QUIéNES SON LOS CONDENADOS Y POR QUé
La Universidad de Tres de Febrero realizó un informe sobre cárceles del SPB y SPF. Encuestó a más de mil condenados de ambos géneros. Fuerte prevalencia de jóvenes de origen humilde, el eslabón de la cadena delictiva más fácil de reemplazar.
Por Horacio Cecchi
Cada uno de los presos condenados en la Argentina cuesta a la sociedad alrededor de 10 mil dólares al año en gastos que demanda su encierro. Esa cifra, comparada con el motivo de su condena, toma un cariz inexplicable hasta para la mano más dura: la tendencia mayoritaria de los 15 mil condenados por delitos a la propiedad en los sistemas federal y bonaerense (los dos juntos representan el 60 por ciento del total del país) es que están por robos menores a 2500 dólares. Y un cuarto de esos 15 mil fue condenado por robar menos de 900 dólares. Los datos surgen de un informe sobre prisiones realizado por investigadores del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (Celiv) de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). El informe hace una radiografía desacostumbrada sobre el sistema penal y qué es lo que se pretende de él: “Suponer que las cárceles no tienen nada que ver con la sociedad es un error. Cada día se pueden encontrar en el país 70 mil chicos que tienen al menos uno de sus padres presos”, señaló a Página/12 Marcelo Bergman, director de la investigación (ver aparte).
El informe, titulado “Delito, marginalidad y desempeño institucional en Argentina: Resultado de la encuesta de presos condenados”, trabaja sobre datos aportados en una encuesta realizada a 1033 presos ya condenados, varones y mujeres, alojados en unidades del SPF y del SPB. Uno de los aportes novedosos de la investigación es precisamente hacer hablar a quienes están atravesados por el sistema penal, los presos.
El trabajo se divide en cuatro áreas temáticas que representan los diferentes momentos en la vida de una persona condenada: la primera trata sobre las características de su vida previa a la detención, el modo de socialización, de su niñez, y su pasado educativo y laboral. La segunda, determinadas particularidades del delito que cometió y por el que fue condenado, patrones delictivos, la reincidencia en el delito, el alcohol y las drogas, y el uso de armas. En la tercera se trabaja la transición por el proceso legal hasta que fueron condenados; cómo fue el accionar policial y de la Justicia desde que fueron detenidos y hasta el dictado de la sentencia. La última se refiere al tipo de condiciones de vida en la cárcel, sus actividades, sus vínculos y los problemas que enfrentan en su vida cotidiana.
El estudio, además, forma parte de un trabajo más amplio, con las mismas características, realizado en otros cinco países de la región: Brasil, Chile, El Salvador, Perú y México, lo que permite realizar comparaciones y análisis de mayor profundidad.
En ese aspecto, el estudio destaca que, si bien Argentina mantiene la menor tasa de prisionalización entre los seis países estudiados (en 2012, 149 cada 100 mil habitantes; contra la siguiente, México, con 169; siendo la máxima en El Salvador, 430), sostiene la misma tendencia creciente que el resto de la región: en doce años, la tasa argentina aumentó casi un 50 por ciento (en 2000 era de 103), sin que la producción de delito se haya resuelto.
Del perfil de los condenados se puede saber que uno de cada cinco internos no conoció a su madre o padre o a ambos. Y dos de cada cinco abandonaron su hogar antes de los 15 años, dato que se asocia con la violencia que vivió dentro de su familia: mientras que en hogares sin violencia el 10 por ciento se fue de la casa antes de los 15 años, la cifra se multiplica más de dos veces y media (26 por ciento) de abandono de hogares con violencia antes de los 15 años. Al mismo tiempo, mientras que el 84 por ciento de los encuestados de hogares no violentos reconoció tener mucha confianza en sus padres, la proporción disminuyó a 46 por ciento en los casos que provienen de hogares violentos. Además, el 37 por ciento reconoce durante su niñez cierta familiaridad con el alcohol y/o las drogas en su hogar.
Un tercer indicador, muy importante dentro del perfil previo del interno, es lo que el estudio denomina “habitualidad” de la cárcel. Tres de cada cuatro (73 por ciento) señalaron tener familiares o amigos que pasaron por la experiencia carcelaria. “La ‘habitualidad’ de la cárcel –señala el informe– reduce su efecto disuasivo.” Sin que la violencia en el hogar, la formación en un ambiente familiarizado con la ingesta de drogas y alcohol, y la presencia de conocidos con pasado carcelario se confirmen como causales directas de la prisionalización, la encuesta sostiene que son marcas que se repiten en forma muy frecuente entre la población privada de libertad.
El informe encuentra también asociaciones fuertes entre hogares con violencia y un primer paso por institutos de menores. Más de la mitad de la población entrevistada estuvo en institutos para adolescentes. Este hecho en sí mismo ya muestra la errónea política de encierro adolescente que no sólo no posibilita la reinserción, sino que promueve a la repetición.
La edad promedio de inicio en el delito es de 21 años. Las tres cuartas partes de la población consultada cometió el primer delito antes de los 23. Este dato, más que cargar tintas sobre la adolescencia, cruzado con los otros marcadores de fuerte incidencia como el hogar violento que lleva a la salida temprana del hogar e instala a un chico de menos de 15 años asociado con ambientes delictivos, puede vincularse a la presencia de un Estado interesado en la persecución punitiva, pero ausente en política social.
Respecto a la intervención policial y judicial, los datos que surgen son llamativos: el 81 por ciento de los detenidos por robo y el 78 de los detenidos por tráfico y/o tenencia de drogas lo fueron en flagrancia. Lo mismo para poco menos de la mitad de los homicidios. La percepción de corrupción en todo el proceso es alta: dos de cada tres internos dijeron que de haber tenido suficiente dinero la policía o alguna otra instancia judicial lo hubieran dejado ir. No sólo percepción de corrupción: el sistema penal deja adentro a quien no puede pagar. El informe también destaca que les solicitaron dinero o pertenencias en algún tramo del proceso: el 71 por ciento respecto a la policía; el 31 por ciento mencionó a la fiscalía; guardias penitenciarios, un 22 por ciento. Los jueces no quedaron fuera: 5 por ciento dijo que un juez pidió pagos a cambio de beneficios. Otra cara de la misma moneda: el 38 por ciento nunca pudo hablar con el juez.
En el paso por las manos policiales, la referencia no es metafórica: el 42 por ciento de los entrevistados sostuvo que fue golpeado o se utilizó la fuerza física para obligarlo a declarar o a cambiar su declaración. El informe aclara que no hay diferencias entre el sistema bonaerense y el federal. Al mismo tiempo, más de la mitad dijo no haberse sentido defendido por sus abogados. Respecto de la defensa pública, el 59 por ciento la requirió, pero el 60 por ciento de esa cifra no se sintió bien defendido.
Como conclusión, el informe sostiene que “el sistema penal termina recluyendo personas que son fácilmente reemplazables en las pirámides delictivas: los ladrones callejeros, los pequeños traficantes, las mulas”. “La cárcel ya es un espacio habitual para una creciente proporción de la población.” “Es un instrumento social utilizado con asiduidad a lo que va conformando un sector social donde cientos de miles de personas quedan profundamente marcados por la reclusión. Esto tiene enormes implicancias futuras para toda la sociedad.”
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